jueves, 2 de junio de 2016

Cambiar de opinión

Nada más comenzar la primera clase de Filosofía del Derecho, la profesora Elena Beltrán nos preguntó si nos considerábamos relativistas. Nos dijo que levantáramos la mano, sin miedo. Al principio solo algunos convencidos lo hicieron. Poco a poco, algunos más se fueron apuntando a la idea de que todo es relativo y tiene validez. Al final la mayoría de la clase había levantado la mano. Yo mismo, que estaba con dudas y que había leído sobre los sesgos que nos atraviesan a todos en nuestros juicios de valor, acabé levantando la mano.

Los atractivos del relativismo son muchos. Permite una actitud aparentemente respetuosa con las demás formas de vida y evita que hagamos algo que, inevitablemente, resulta inquietante: valorar los juicios morales de los demás. Verificar un juicio moral es realmente complicado. No es algo equiparable a un juicio científico; ni siquiera a uno jurídico: difícilmente se va a poder decir de uno que es verdadero o falso. Además, nos da miedo estar juzgando a la otra persona cuando evaluamos sus juicios morales. Los relativistas, aparentemente, tienen buenas razones para defender su escepticismo. Por una parte, es innegable el papel que tiene nuestra educación y nuestro entorno social a la hora de marcar nuestras preferencias. Resulta complicado que alguien se salga de las mismas y hasta el más confiado en la razón humana como configurador de nuestras preferencias y juicios de valor ha de admitir la importancia del entorno. Por eso, para un relativista todas las opiniones podrían tener el mismo valor pues simplemente son expresión viva de unas condiciones sociales que el sujeto no ha elegido. Nos da mucho miedo el totalitarismo del que cree haber encontrado el modo de vida “correcto”, la opinión innegociable. Recuerdo que, la primera vez que hablé en alto en clase, defendí la imposibilidad de existencia de individuos razonables comteanos que discutieran sobre asuntos con toda la información, sin sesgos cognoscitivos y con una intención dialogante. En algún momento, la profesora explicó la noción de “desacuerdo razonable” de Rawls.

En el relativismo hay diversas corrientes con matices diversos. Para los emotivistas, nuestros juicios de valor solo expresan emociones. Hablar de un conocimiento moral resulta inapropiado y al entender dicho lenguaje en términos puramente emocionales, se prescinde del papel que pueda tener la razón en la ética. El emotivismo se ha ido refinando con el tiempo, y la discusión sobre el papel de las emociones en la toma de decisiones y en nuestra concepción del mundo no tiene visos de acabar. Otras corrientes del relativismo, como el prescriptivismo, para los que los juicios morales solo nos prescriben acciones, niegan el papel de la razón. La razón parece estar de más en la sociedad postmoderna.

En los tres niveles de discurso ético que establece Nino, nos encontramos con la ética descriptiva, la ética prescriptiva y la metaética (o ética teórica). La primera analiza las pautas éticas de determinadas sociedades e individuos, la segunda propone criterios sobre lo que debe ser considerado correcto desde el punto de vista moral (determinación de un código moral) y la tercera reflexiona sobre la misma ética y la articulación de los juicios morales. Si ahora nos miramos seriamente a nosotros mismos, a lo que son nuestra vida y las decisiones que tomamos, podremos ver el efecto de un escepticismo total sobre los tres niveles de discurso: la imposibilidad de defensa de ninguna posición.

No somos tan relativistas como pensamos. En nuestro día a día, tomamos constantemente decisiones que nos sitúan a un lado u otro del discurso moral, y creemos tener razones para tomarlas. En realidad, seguramente, las tenemos. Casi nadie en España acepta que se mate a otra persona por motivos políticos, que se robe sin motivo, que se le pegue a una mujer, que se mienta indiscriminadamente o que se ejerza violencia gratuita contra los animales. En términos de sociedades, casi nadie aceptaría tener una sociedad como la propugnada por el ISIS o ETA o consideraríamos razonables gobiernos tan diversos como los de Arabia Saudí, Corea del Norte o, salvando las distancias, Venezuela. Tenemos motivos para pensar que la forma en que llevamos a cabo el gobierno de las cosas es preferible que el que se hace en otros sitios. Autores como Moore hablan de la posibilidad de cierta correspondencia entre la realidad y los enunciados morales: todos sabemos, más o menos, de lo que estamos hablando cuando decimos que algo es bueno. Las teorías cognoscivistas mantienen que hay una manera determinada de conocer qué es la moral y qué decisiones pueden ser preferibles a otras en un momento dado.

El relativismo nos ayuda a poner las cosas en un contexto: el de una cierta duda y un escepticismo razonable. Está demostrado que estamos llenos de sesgos cognitivos que nos impiden comprender las cosas completamente. También nos encontramos con sesgos ideológicos, emocionales, históricos y de atención. La heurística moral supone admitir que nuestra intuición nos lleva, a veces, a equivocarnos. Aspirar a una verdad absoluta es imposible. Pero renunciar a la búsqueda del refinamiento de los argumentos morales implica no aceptar lo que, en realidad, somos y queremos. El discurso razonado y la abstracción son las herramientas para tratar de escapar de uno mismo y buscar soluciones parciales que resultan preferibles.

El equilibro reflexivo de Rawls supone aceptar que existen unos principios morales irrenunciables sobre los que construimos nuestro mundo, nuestras opiniones y nuestros juicios de valor. Es el punto de llegada de la reflexión, eventualmente tras un proceso de revisión o de ajuste recíproco, cuando los principios proclamados y los juicios pronunciados coinciden. Los dilemas morales existen y provocan mecanismos de ajuste, entre lo que intuitivamente creemos y lo que vamos construyendo con nuestra capacidad para razonar, entre lo que nos vamos encontrando y lo que vamos construyendo.

Asumir que, porque hay un sesgo inevitable en todos nuestros juicios morales y opiniones, debemos abstenernos de intentar convencer a los que no piensan como nosotros es irresponsable. El idealizado Sócrates, del que escribe Platón, es capaz de ir de lo general a lo particular y de lo abstracto a lo concreto para convencer a los interlocutores de determinadas decisiones. Aunque llegar a los niveles socráticos es una ficción, renunciar a razonar supone renegar de la posibilidad del progreso y, de paso, de la ética occidental y la filosofía moral. Daniel Gascón escribía recientemente que “pensar que tu interlocutor puede cambiar de idea es una forma de respeto”. Tratar de cambiar la opinión de los demás implica aceptar que puedan hacer cambiar la tuya, si los argumentos y las pruebas son más convincentes. Esto supone un refinamiento de los juicios de valor, una apuesta por el matiz y una admisión de la posibilidad de cambio. En palabras de Claudio de Ramón, la ecuanimidad “te llevará, tras haber combatido tu propio sesgo, no sólo a algo muy parecido a la objetividad, sino también, en más de una ocasión, a tomar partido”.


Cuando, al final de la clase, Elena Beltrán repitió la pregunta, muy pocos levantaron la mano. Nos había convencido al cuadrado: admitir que habías cambiado de opinión suponía negar, por dos veces, el relativismo. Pensándolo con tiempo, he entendido la enseñanza de que algunos no levantaron la mano: la democracia y el sistema se sostienen a pesar de la gran cantidad de antidemócratas y antisistemas que se mantienen equidistantes, sin entender nada de lo que pasa y sin ningún ánimo mayor que el de querer cambiarlo todo (o nada) pese a, según ellos, aceptarlo todo y no saber nada. 

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