Empecé a escribir estos artículos
sobre Nueva York pensando que tendrían más continuidad, pero han pasado dos
años sin que vuelva a escribir sobre mis experiencias en la ciudad. Ahora vivo
en un nuevo barrio, Morningside Heights, en una casa infinitamente mejor que la
anterior. Además, comparto solo con Belén y tenemos un salón con proyector para
ver películas y documentales. Todo ha mejorado bastante con respecto a mi
llegada a Crown Heights, sobre todo porque tengo muchos más amigos, los martes
juego en una liga de fútbol sala y tengo un piano decente que Belén se encontró en la calle. Mi vida ahora que ha empezado el frío es
bastante rutinaria, pero no relajada. Empecé un diario en navidad que tuvo
continuidad hasta que llegué el día de mi cumple a Nueva York desde Bogotá.
Desde entonces, no he vuelto a escribir sobre lo que he hecho en mi día a día,
quizás porque en el fondo mi vida aquí es más aburrida que en cualquier otra
ciudad de las que he estado últimamente. Muchas veces me planteo retomarlo,
pero luego me pongo a trabajar en mi doctorado y se me pasa la tontería de
perder el tiempo en algo que no sea publicable.
Cada día entre semana, me
despierto y tengo que decidir cómo ir a la universidad. Los lunes y miércoles
doy clases en Hunter de American Politics, una asignatura de la que solo
sé más que mis alumnos porque tengo la suerte de que ellos no saben nada. Los
martes y jueves soy profesor en Baruch de Comparative Politics, una
asignatura de la que menos mal que sé algo porque la mayoría de mis alumnos son
unos genios. Hasta hace dos o tres semanas, iba siempre en bici a Hunter y en
metro a Baruch. Hunter está en la 68, a una distancia mucho más asequible que
Baruch, que no solo se encuentra en la 23 sino que además está en una zona
horrible para ir en bicicleta.
Mientras pedaleaba los lunes y
miércoles pensaba en escribir un artículo sobre mis experiencias en la
bicicleta, un medio en el que soy bastante torpe. Querría haber contado cómo al
principio me adelantaban todos los géneros, razas y edades, pero que poco a
poco había ido mejorando y ya era capaz de hacer el tiempo que indicaba Google.
También que yendo en bici uno se convierte en un totalitario: no es que solo
quisiera acabar con los peligrosos coches y las terribles motos que se meten en
nuestros carriles, sino eventualmente también con los patinetes e incluso los
peatones. Sobre todo, querría haber escrito algo de mis recorridos. Ha habido
días que he ido desde Morningside Heights, en el norte de Manhattan, hasta
Bushwick Intel Park, en Brooklyn, a jugar al fútbol a las 7 de la mañana. A la
ida, solía atravesar el Puente de Williamsburg mientras amanecía, con un rojo
intenso y las calles vacías. Después de jugar y desayunar con Iván, Harry y
Antoine, solía volverme por Queens a través del Ed Koch Queensboro Bridge, un
puente tan famoso que he tenido que mirar como se llamaba en Google Maps para acordarme
de su nombre. Me hubiera hecho ilusión escribir sobre un señor calvo con el que
me encontraba en Brooklyn, y que a mí me caía regular porque me parecía torpe
con la pelota. Más tarde me enteré de que era Jesse Armstrong, el creador de
Sucession.
Los martes y jueves iba en metro
a la universidad, en un trayecto que ahora hago todos los días. Tengo
básicamente tres opciones, cada una con sus ventajas e inconvenientes. La
primera opción es dar un rodeo para llegar al metro de la 125 y así evitar el
parque, que es peligroso cuando no es de día. Hasta esta semana, yo solo había
hecho el rodeo cuando iba con Belén. La segunda es bajar las escaleras del
parque de la 121, justo donde vivo. Casi siempre hago ese recorrido a la ida,
porque es más rápido que el rodeo y también que la alternativa de las escaleras
de la 116 para llegar al metro de esa misma calle. Aunque ahora sea profesor,
sigo llegando justo o tarde a los sitios, así que nunca me sobra tiempo por las
mañanas. A la vuelta, suelo subir por la 116 porque el recorrido es mucho más
bonito. Como para ir a Hunter andando tengo que atravesar Central Park desde la
72, mi trayecto atraviesa dos parques bastante especiales.
Lo que más me gusta de mis paseos
rutinarios son las cosas que se repiten. Me hace gracia encontrarme por las
mañanas a un chico de pelo largo que va en bicicleta y que confundo con
Griffin. Más de una vez le he llamado, me ha mirado, me he dado cuenta de que
no era quién yo pensaba, se ha producido un silencio incómodo y se ha marchado
extrañado. Me gustan también el saxofonista que se parece físicamente a Charlie
Parker, siempre en el mismo punto de Central Park, y el latino calvo que toma
el sol en el mismo lugar mientras escucha reggaetón con sus altavoces
independientemente del tiempo que haga. También disfruto de los roedores y los
pájaros de la zona, que son más variados de lo que uno podría imaginar. Hoy he
descubierto un halcón peregrino, que espero ver más a menudo, y los mapaches
son relativamente habituales. En mi nueva zona no hay tantas ratas como en
Crown Heights, a pesar de que se han multiplicado con la pandemia.
Con tantos paseos por los mismos
sitios, y quizás por lo pesados que son en ciencias políticas con el tema de que
la variable dependiente varíe, he empezado a ver patrones. Por ejemplo, me he
dado cuenta de que las ardillas de Morningside Heights huyen de mí cuando hago
sonidos, mientras que las de Central Park se me acercan siempre buscando
comida. Eso indica que o bien las ardillas saben dónde se encuentran en cada
momento o que no se mueven mucho por la ciudad. Yo creo que es lo segundo: en
el fondo son más sedentarias de lo que nos han hecho creer. También he visto
que las ratas no parecen moverse demasiado. Hay un lugar de Central Park donde
siempre veo una rata pequeña, a la que he visto crecer. Creo que es siempre la
misma y ha llegado un punto en que me alegro de volver a encontrármela, en un sentimiento
que probablemente diga más sobre mí mismo que sobre la rata. En Central Park
también me llama la atención la composición racial de la gente. Justo antes de
llegar a Hunter, en la zona este del parque, cada día hay muchos niños blancos
jugando con unos animadores profesionales formando unas escenas que parecen
idílicas. Junto a ellos, se encuentran muchas mujeres latinas y negras que les
esperan, y solo en alguna ocasión he visto a alguna mujer blanca ocupándose de
esos niños. Y es que hay que ser ciego para no darse cuenta de la segregación
racial que ocurre en Nueva York, que por lo visto no es peor que en otras
ciudades del país. Los blancos trabajan mientras las minorías cuidan de sus
niños.
A partir de esta semana, no sé
bien qué camino voy a tomar cada día cuando vuelva de noche a mi casa. Mis
miedos empezaron el lunes, cuando fui a casa de Ferhat y Harry, en la 145, a
jugar al FIFA y bajé por las escaleras del parque. Aunque no era tarde, era de
noche y no había demasiada gente en la calle porque hacía frío. Unos niños de
unos 14 o 15 años se me acercaron de manera sospechosa mientras me decían algo
que no pude entender. Uno llevaba una rama de árbol y me pareció un poco
amenazante, así que me fui corriendo a la otra acera en un cruce que fue
peligroso porque había coches. No me persiguieron ni nada, y pensé que quizás
había exagerado o incluso sido racista por irme de esa manera tan precipitada.
No tuve más problemas para llegar al piso de mis amigos en Harlem, pero ya me
quedé algo preocupado.
A la vuelta a mi casa tres horas
después, decidí volver andando y tuve una sensación de inseguridad que pocas
veces he tenido. Me crucé con varias personas que me dijeron algo que no
entendí, y en general no me dio buena impresión lo que veía. En parte asustado
por los adolescentes que se me habían acercado antes, dudé mucho sobre si dar
el rodeo de la 123 o subir por el parque. Al final di el rodeo, ya que estaba
algo asustado. Se lo comenté a Belén, pero no le dimos ninguna importancia. Era
la primera vez que tenía sensación de miedo en esta zona, por la que siempre
había estado muy tranquilo. El martes jugué al fútbol sala en la 18 y volví solo
desde la parada de metro siendo de noche. Esta vez decidí volver por el parque
porque me pareció verlo tranquilo y pensé que si pasaba algo podía salir
corriendo fácilmente por la ropa que llevaba. El miércoles solo salí por la
noche con Belén para ir a una farmacia; el jueves fuimos a tomar
sushi a la 110 pero no tuvimos que atravesar el parque.
El viernes por la mañana Belén me
contó que habían asesinado la noche anterior en la esquina de la calle
Amsterdam con la 123 a Davide Giri, un estudiante italiano de doctorado en
Columbia. Esa esquina es la que se toma si se decide dar el rodeo para evitar
el peligroso parque. Davide venía de jugar al fútbol cuando le apuñalaron sin
motivo. Me pregunto si venía desde la parada de metro de la A o la C, en cuyo
caso se habría hecho la misma disyuntiva que yo tantas veces: atravesar el parque
o no. Sea como fuere, le habían asesinado en el sitio supuestamente menos
peligroso, quizás porque sabía que el parque no era de fiar. Luego nos
enteramos de que el día anterior habían apuñalado a alguien en el mismo parque,
pero que no se sabía si los dos sucesos tenían relación. Además, en la 110
donde nosotros habíamos estado comiendo sushi, hubo un segundo apuñalamiento la
noche del jueves a otro estudiante italiano de Columbia una hora después de que
nos fuéramos de allí.
El sábado fuimos Belén y yo a
pasear con el objetivo de tomar un bubble tea en la 109. Vimos las
escaleras por las que voy cada día, y dijimos que por las noches las evitaría a
partir de ahora. Luego seguimos adelante y vimos las escaleras de la 116, que
tienen una imponente estatua dedicada a un americano de origen austriaco que
defendió los derechos civiles en el siglo XIX. Yo no sabía que era ahí donde
murió asesinada en 2019 Tessa Majors, estudiante de 18 años de Columbia
apuñalada por tres chicos menores de 15 años que intentaron robarle. Hay un banco que
tiene una insignia en recuerdo de Tessa, así que supongo que ahora pondrán una
de Davide en la 123. Ya hay un apuñalado reciente en cada una de mis
alternativas de cada mañana, así que la elección no puede ser más deprimente.
Me gustaría encontrarles algún
sentido a las muertes de David o Tessa, pero creo que no lo tienen. Este tipo
de sucesos son infrecuentes y no hay que dejarse llevar por el miedo, pero es
triste vivir en una ciudad así. La zona de Columbia está llena de policías y muchos
estudiantes viven asustados, pero el problema es mucho más estructural que la
presencia o no de policías, y tiene que ver con cómo funciona Estados Unidos. Cuando
he viajado por este país lo que he visto es peor. En Seattle me impresionó Pike
Street, en pleno Midtown, y las masas de personas sin hogar pinchándose en las
calles completamente abandonados. Por lo visto en San Francisco es todavía peor,
no me lo quiero ni imaginar. Estados Unidos nos da muchas oportunidades a los
que tenemos suerte, pero es deprimente vivir en un país en el que la mayoría de
gente piensa que si hay una persona sin hogar es porque ha tomado malas
decisiones individuales y no porque la sociedad le ha fallado.