domingo, 5 de diciembre de 2021

Historias de Nueva York (II)

 Primera parte aquí

Empecé a escribir estos artículos sobre Nueva York pensando que tendrían más continuidad, pero han pasado dos años sin que vuelva a escribir sobre mis experiencias en la ciudad. Ahora vivo en un nuevo barrio, Morningside Heights, en una casa infinitamente mejor que la anterior. Además, comparto solo con Belén y tenemos un salón con proyector para ver películas y documentales. Todo ha mejorado bastante con respecto a mi llegada a Crown Heights, sobre todo porque tengo muchos más amigos, los martes juego en una liga de fútbol sala y tengo un piano decente que Belén se encontró en la calle. Mi vida ahora que ha empezado el frío es bastante rutinaria, pero no relajada. Empecé un diario en navidad que tuvo continuidad hasta que llegué el día de mi cumple a Nueva York desde Bogotá. Desde entonces, no he vuelto a escribir sobre lo que he hecho en mi día a día, quizás porque en el fondo mi vida aquí es más aburrida que en cualquier otra ciudad de las que he estado últimamente. Muchas veces me planteo retomarlo, pero luego me pongo a trabajar en mi doctorado y se me pasa la tontería de perder el tiempo en algo que no sea publicable.

Cada día entre semana, me despierto y tengo que decidir cómo ir a la universidad. Los lunes y miércoles doy clases en Hunter de American Politics, una asignatura de la que solo sé más que mis alumnos porque tengo la suerte de que ellos no saben nada. Los martes y jueves soy profesor en Baruch de Comparative Politics, una asignatura de la que menos mal que sé algo porque la mayoría de mis alumnos son unos genios. Hasta hace dos o tres semanas, iba siempre en bici a Hunter y en metro a Baruch. Hunter está en la 68, a una distancia mucho más asequible que Baruch, que no solo se encuentra en la 23 sino que además está en una zona horrible para ir en bicicleta.

Mientras pedaleaba los lunes y miércoles pensaba en escribir un artículo sobre mis experiencias en la bicicleta, un medio en el que soy bastante torpe. Querría haber contado cómo al principio me adelantaban todos los géneros, razas y edades, pero que poco a poco había ido mejorando y ya era capaz de hacer el tiempo que indicaba Google. También que yendo en bici uno se convierte en un totalitario: no es que solo quisiera acabar con los peligrosos coches y las terribles motos que se meten en nuestros carriles, sino eventualmente también con los patinetes e incluso los peatones. Sobre todo, querría haber escrito algo de mis recorridos. Ha habido días que he ido desde Morningside Heights, en el norte de Manhattan, hasta Bushwick Intel Park, en Brooklyn, a jugar al fútbol a las 7 de la mañana. A la ida, solía atravesar el Puente de Williamsburg mientras amanecía, con un rojo intenso y las calles vacías. Después de jugar y desayunar con Iván, Harry y Antoine, solía volverme por Queens a través del Ed Koch Queensboro Bridge, un puente tan famoso que he tenido que mirar como se llamaba en Google Maps para acordarme de su nombre. Me hubiera hecho ilusión escribir sobre un señor calvo con el que me encontraba en Brooklyn, y que a mí me caía regular porque me parecía torpe con la pelota. Más tarde me enteré de que era Jesse Armstrong, el creador de Sucession.     

Los martes y jueves iba en metro a la universidad, en un trayecto que ahora hago todos los días. Tengo básicamente tres opciones, cada una con sus ventajas e inconvenientes. La primera opción es dar un rodeo para llegar al metro de la 125 y así evitar el parque, que es peligroso cuando no es de día. Hasta esta semana, yo solo había hecho el rodeo cuando iba con Belén. La segunda es bajar las escaleras del parque de la 121, justo donde vivo. Casi siempre hago ese recorrido a la ida, porque es más rápido que el rodeo y también que la alternativa de las escaleras de la 116 para llegar al metro de esa misma calle. Aunque ahora sea profesor, sigo llegando justo o tarde a los sitios, así que nunca me sobra tiempo por las mañanas. A la vuelta, suelo subir por la 116 porque el recorrido es mucho más bonito. Como para ir a Hunter andando tengo que atravesar Central Park desde la 72, mi trayecto atraviesa dos parques bastante especiales.    

Lo que más me gusta de mis paseos rutinarios son las cosas que se repiten. Me hace gracia encontrarme por las mañanas a un chico de pelo largo que va en bicicleta y que confundo con Griffin. Más de una vez le he llamado, me ha mirado, me he dado cuenta de que no era quién yo pensaba, se ha producido un silencio incómodo y se ha marchado extrañado. Me gustan también el saxofonista que se parece físicamente a Charlie Parker, siempre en el mismo punto de Central Park, y el latino calvo que toma el sol en el mismo lugar mientras escucha reggaetón con sus altavoces independientemente del tiempo que haga. También disfruto de los roedores y los pájaros de la zona, que son más variados de lo que uno podría imaginar. Hoy he descubierto un halcón peregrino, que espero ver más a menudo, y los mapaches son relativamente habituales. En mi nueva zona no hay tantas ratas como en Crown Heights, a pesar de que se han multiplicado con la pandemia.

Con tantos paseos por los mismos sitios, y quizás por lo pesados que son en ciencias políticas con el tema de que la variable dependiente varíe, he empezado a ver patrones. Por ejemplo, me he dado cuenta de que las ardillas de Morningside Heights huyen de mí cuando hago sonidos, mientras que las de Central Park se me acercan siempre buscando comida. Eso indica que o bien las ardillas saben dónde se encuentran en cada momento o que no se mueven mucho por la ciudad. Yo creo que es lo segundo: en el fondo son más sedentarias de lo que nos han hecho creer. También he visto que las ratas no parecen moverse demasiado. Hay un lugar de Central Park donde siempre veo una rata pequeña, a la que he visto crecer. Creo que es siempre la misma y ha llegado un punto en que me alegro de volver a encontrármela, en un sentimiento que probablemente diga más sobre mí mismo que sobre la rata. En Central Park también me llama la atención la composición racial de la gente. Justo antes de llegar a Hunter, en la zona este del parque, cada día hay muchos niños blancos jugando con unos animadores profesionales formando unas escenas que parecen idílicas. Junto a ellos, se encuentran muchas mujeres latinas y negras que les esperan, y solo en alguna ocasión he visto a alguna mujer blanca ocupándose de esos niños. Y es que hay que ser ciego para no darse cuenta de la segregación racial que ocurre en Nueva York, que por lo visto no es peor que en otras ciudades del país. Los blancos trabajan mientras las minorías cuidan de sus niños.

A partir de esta semana, no sé bien qué camino voy a tomar cada día cuando vuelva de noche a mi casa. Mis miedos empezaron el lunes, cuando fui a casa de Ferhat y Harry, en la 145, a jugar al FIFA y bajé por las escaleras del parque. Aunque no era tarde, era de noche y no había demasiada gente en la calle porque hacía frío. Unos niños de unos 14 o 15 años se me acercaron de manera sospechosa mientras me decían algo que no pude entender. Uno llevaba una rama de árbol y me pareció un poco amenazante, así que me fui corriendo a la otra acera en un cruce que fue peligroso porque había coches. No me persiguieron ni nada, y pensé que quizás había exagerado o incluso sido racista por irme de esa manera tan precipitada. No tuve más problemas para llegar al piso de mis amigos en Harlem, pero ya me quedé algo preocupado.

A la vuelta a mi casa tres horas después, decidí volver andando y tuve una sensación de inseguridad que pocas veces he tenido. Me crucé con varias personas que me dijeron algo que no entendí, y en general no me dio buena impresión lo que veía. En parte asustado por los adolescentes que se me habían acercado antes, dudé mucho sobre si dar el rodeo de la 123 o subir por el parque. Al final di el rodeo, ya que estaba algo asustado. Se lo comenté a Belén, pero no le dimos ninguna importancia. Era la primera vez que tenía sensación de miedo en esta zona, por la que siempre había estado muy tranquilo. El martes jugué al fútbol sala en la 18 y volví solo desde la parada de metro siendo de noche. Esta vez decidí volver por el parque porque me pareció verlo tranquilo y pensé que si pasaba algo podía salir corriendo fácilmente por la ropa que llevaba. El miércoles solo salí por la noche con Belén para ir a una farmacia; el jueves fuimos a tomar sushi a la 110 pero no tuvimos que atravesar el parque.   

El viernes por la mañana Belén me contó que habían asesinado la noche anterior en la esquina de la calle Amsterdam con la 123 a Davide Giri, un estudiante italiano de doctorado en Columbia. Esa esquina es la que se toma si se decide dar el rodeo para evitar el peligroso parque. Davide venía de jugar al fútbol cuando le apuñalaron sin motivo. Me pregunto si venía desde la parada de metro de la A o la C, en cuyo caso se habría hecho la misma disyuntiva que yo tantas veces: atravesar el parque o no. Sea como fuere, le habían asesinado en el sitio supuestamente menos peligroso, quizás porque sabía que el parque no era de fiar. Luego nos enteramos de que el día anterior habían apuñalado a alguien en el mismo parque, pero que no se sabía si los dos sucesos tenían relación. Además, en la 110 donde nosotros habíamos estado comiendo sushi, hubo un segundo apuñalamiento la noche del jueves a otro estudiante italiano de Columbia una hora después de que nos fuéramos de allí.  

El sábado fuimos Belén y yo a pasear con el objetivo de tomar un bubble tea en la 109. Vimos las escaleras por las que voy cada día, y dijimos que por las noches las evitaría a partir de ahora. Luego seguimos adelante y vimos las escaleras de la 116, que tienen una imponente estatua dedicada a un americano de origen austriaco que defendió los derechos civiles en el siglo XIX. Yo no sabía que era ahí donde murió asesinada en 2019 Tessa Majors, estudiante de 18 años de Columbia apuñalada por tres chicos menores de 15 años que intentaron robarle. Hay un banco que tiene una insignia en recuerdo de Tessa, así que supongo que ahora pondrán una de Davide en la 123. Ya hay un apuñalado reciente en cada una de mis alternativas de cada mañana, así que la elección no puede ser más deprimente.

Me gustaría encontrarles algún sentido a las muertes de David o Tessa, pero creo que no lo tienen. Este tipo de sucesos son infrecuentes y no hay que dejarse llevar por el miedo, pero es triste vivir en una ciudad así. La zona de Columbia está llena de policías y muchos estudiantes viven asustados, pero el problema es mucho más estructural que la presencia o no de policías, y tiene que ver con cómo funciona Estados Unidos. Cuando he viajado por este país lo que he visto es peor. En Seattle me impresionó Pike Street, en pleno Midtown, y las masas de personas sin hogar pinchándose en las calles completamente abandonados. Por lo visto en San Francisco es todavía peor, no me lo quiero ni imaginar. Estados Unidos nos da muchas oportunidades a los que tenemos suerte, pero es deprimente vivir en un país en el que la mayoría de gente piensa que si hay una persona sin hogar es porque ha tomado malas decisiones individuales y no porque la sociedad le ha fallado.