jueves, 20 de octubre de 2016

Los estudiantes, los fascistas y la Universidad Autónoma de Madrid



Un compañero de clase de la Universidad Autónoma de Madrid, de derecha rancia y machista, admite haber participado una vez en una pelea contra la policía en un botellón de un pueblo madrileño. Lo mejor que tiene lo que hace es su falta de complejo y trascendencia: era emocionante lanzar botellas, gritar y encararse, me dijo un día. Otro amiguete, también de derechas (y liberal) y actualmente en una de las mejores universidades del mundo, admite que una vez increpó con su cuadrilla a un mendigo en la calle. De nuevo, su mérito es no ponerse medallas: lo hizo porque le pareció divertido. 

En 2014, recuerdo que un día unos chicos de nuestra edad nos impidieron entrar en clase. Yo no solía ir a mucho a la Universidad, todo hay que decirlo, y no me había enterado ni de que había huelga ni de que en mi clase, Derecho y Administración de Empresas, se había decidido unánimemente que no se iba a cumplir. Recuerdo que había un seminario importante de una asignatura difícil. La verdad es que hacía un día de mierda, muy nublado, con lluvia y frío. Un coche medio en llamas me llamó la atención nada más salir del Cercanías. Fui hasta la facultad de Económicas y me encontré con algunos de mis compañeros de clase. Había personas encapuchadas por toda la facultad, y se escuchaban gritos y petardos. 

Teníamos clase con un profesor que se jubilaba ese mismo año. Era un señor mayor y encantador, que no gozaba de la mejor salud del mundo. Como era un seminario, la clase se dividía en dos turnos. Yo iba al segundo, así que pude observar desde fuera como un grupo de personas a las que no veíamos la cara esperaba en la puerta de la clase a la que teníamos que entrar. Cuando salieron los del primer turno, los chavales insultaban a todos los demás. Previamente una chica encapuchada había entrado en la clase y había tratado de explicar a los de mi clase por qué tenían que dejar de dar clase. Tras ser escuchada, nuestro amable profesor le explicó que teníamos un derecho a dar nuestra clase, y fue invitada a irse. Así que se quedaron en la puerta para poder insultar a los que se iban, y tratar de evitar que entráramos los otros. Gritaban, en una referencia a Dolores Iraburri que seguro que conocen, el “no pasarán”. Uno de mi clase, con el que seguramente es mejor no enfrentarse, se encaró con varios. A una chica la empujaron entre varios. Alguien tiró una especie de bomba de humo y el ambiente era tétrico. A estas alturas, hasta yo quería dar la maldita clase.  

No pudimos. Se tiró un petardo, y nos tuvimos que ir. No conocíamos, claro, a ninguna de las personas que nos echaban. Sospechábamos que una buena parte no era de nuestra universidad, y desde luego sabíamos que casi nadie era de nuestra facultad. Al final, como habían predicho, no pasamos. 

Lo más triste de estos revienta actos es su épica de trascendencia. Entre mis amigos de Facebook, observo cómo muchos se quejan de la cobertura que da El País del acto de ayer. Otros tantos, reconocen que lo que pasó no estuvo bien para, inmediatamente, hacer como Rita Maestre y añadir ese equidistante “ahora bien, no creo que a nadie le sorprenda, incluido al propio Felipe González, que en la universidad pública le reciban con las mismas protestas con las que le hubieran recibido en la puerta de la calle Ferraz”. Recordemos que los protestantes de ayer incluían carteles en los que se pedía el acercamiento de presos de ETA en el mismo lugar donde fue asesinado Tomás y Valiente hace no demasiado tiempo. Se gritó el mítico “fuera fascistas de la Universidad” y en las pancartas se leía “fuera asesinos de la Universidad” y referencias a la “cal viva”. El referente al “No pasarán” fue alegremente enarbolado. 

La izquierda revolucionaria estudiantil se cree que vivimos en los años sesenta. El problema de nuestros estudiantes revolucionarios es que no pueden escudarse en realidades dictatoriales para realizar sus apologías dictatoriales. El revolucionario antifascista necesita del fascismo para sobrevivir, y en ausencia del mismo muta en su mayor enemigo, que es a la vez su razón de ser. Los fascistas universitarios de los años 60 y 70, ay, se parecen mucho a nuestros amigos de la Federación Estudiantil Libertaria. Estos últimos son los mejores herederos de Defensa Universitaria y de Guerrilleros de Cristo Rey, aquellos chavales falangistas que se liaban a ostias con Manuela Carmena, Cristina Almeida, Dolores González Ruiz, Paquita Sauquillo o Elisa Maravall. Compartían también la costumbre de boicotear los actos de los demás violentamente. El régimen franquista, claro, solía condonarlos y, a pesar del discurso oficial de condena de la violencia, muchos de ellos llegaban con bastante facilidad a puestos altos. Cuando pasaba algún escándalo de violencia, siempre se podía llamar la atención sobre otro tema. Por supuesto, siempre se sentía una ligera sensación de orgullo no disimulada ante esa juventud enrabietada. ¡Demasiado ímpetu, mis falangistas! Pablo Iglesias, que cree que vive un cambio de régimen y que demuestra por enésima vez por dónde va, ha escrito algo digno del mejor franquismo cuando desviaba un asunto incómodo con algún tema nacionalista: “van (a) expulsar a los migrantes por amotinarse pero algunos se rasgan las vestiduras por una protesta estudiantil”.

Es curioso que los que no aceptan la Transición se rebelen ahora contra una rectora, Yolanda Valdeolivas, claramente de izquierdas y afiliada a un sindicato desde el que lleva luchando por los trabajadores toda su vida. Es curioso que tengan que hacerlo donde murió Tomás y Valiente, que sí que se manifestó cuando había que hacerlo, y que como miembro de la generación del 56, corrió riesgos reales que los chavalillos de ahora no atisbamos a recrear. Los de la generación del 56, claro, eran revolucionarios que mantenían ideales que caducaron. La mayoría de ellos se adaptó a la realidad y fue cambiando gradualmente de opinión. La revolución se hizo aburrida y el rebelde, aunque quizás sexi, pasó a ser ridículo. Los grupos de extrema izquierda universitaria de los 60 y 70 vivían una dictadura deplorable y disparatada que les llevó, en ocasiones, a actitudes y acciones estúpidas, lamentables y despreciables. Los de ahora viven las imperfecciones de una democracia moderna que no son capaces de entender. Y reivindican a unos personajes del pasado que seguramente se desmarcarían de ellos si tuvieran ocasión.  

Hay un intrínseco problema moral en creerse el discurso de “la lucha de la justicia” que practican los que impiden actos como el de Felipe González. Impide que veamos que lo que hay detrás de sus actos es lo mismo que el que lleva al chico de derechas a cometer actos violentos. Lo único que se puede hacer es desenmascarar todos los mitos que rodean a la violencia, criticar con virulencia a los encubridores y dejar que la justicia actúe. Es tan injusto culpar directamente a los dirigentes de Podemos por los actos de la Universidad Autónoma como lo es no llamar la atención sobre sus reacciones anteriores y posteriores. Lo bueno de que hayan dejado de llamarse socialdemócratas es que, cuando desde el Tweet oficial de Podemos UAM se dice tras la manifestación que “es sintomático que Felipe González y Cebrián no sean bien recibidos en la Universidad Autónoma”, ya sabemos qué historia sienten suya: la de los que hace no tanto pegaban a Manuela Carmena (hoy presente, por cierto, en la UAM con El País) y a todos esos mitos deshonrados por la Federación Estudiantil Libertaria en ese antifascismo que da más pena que vergüenza.








Actualización. Había escrito esto antes de que Pablo Iglesias se explicara a sí mismo en una entrevista a eldiario. Cuando le preguntan su opinión sobre lo ocurrido, responde así: 

“Vosotros lo sabéis porque ya tenéis una edad, cuando uno ve movilizaciones estudiantiles se siente viejo. Hay algo de bello siempre en las protestas de los jóvenes, incluso por el hecho de que ya no podríamos identificarnos con esas formas y estilos. Bromeaba con Errejón por la protesta: "Ya no podemos estar, van encapuchados". Y le decía: "Y ya ves, y tú eres la derecha del partido". Y nos reíamos los dos. Era una manera de reconocer cómo nos gustaría estar ahí, ser un estudiante y estar en eso.  A mí me gusta. Incluso si un día me lo hacen a mí, está dentro de la normalidad democrática. Que un expresidente, que ha sido consejero de Gas Natural, mayordomo de Carlos Slim, que encima se vanagloria de los años más oscuros del terrorismo de Estado vaya a la facultad y los estudiantes le digan "eres un sinvergüenza" creo que habla bien de la salud democrática de nuestro país. Mucho orgullo de que haya estudiantes así”. 

Pablo Iglesias es el mejor sucesor del peor Fraga de los setenta. Imaginen ahora un Ministerio de Interior de Podemos. Eso sí que sería volver a los sesenta.

jueves, 6 de octubre de 2016

El discurso cautivo y la consecuencia indeseable: el PSOE ante su historia (I)

Primera parte: de la postguerra al abrazo del marxismo

Días después del resultado favorable al abandono del Reino Unido de la Unión Europea, en los periódicos se hablaba de todos aquellos que estaban arrepentidos. En el Independent podíamos leer que hasta un 7% de los que votaron por la salida se arrepentían. Si bien es verdad que un 3% de los que votaron por la permanencia abogaban ahora por la salida, el resultado tras los cambios se acercaba al empate absoluto. Como se podía leer en el Washington Post, algunos de los que votaron por el leave se declaraban atónitos por el resultado. “Estoy impactado de que hayamos votado por salir de la UE, no pensé que iba a pasar. No pensaba que mi voto fuera a contar mucho porque pensé que simplemente nos quedaríamos.” Otro de estos votantes sentía que “genuinamente me han robado el voto” y unos cuantos se quejaban de la retórica empleada como motivo del (fallido) voto. En todo caso, incluso tras la votación, una décima parte de los votantes creían sinceramente que el Brexit no se iba a producir. Volveremos sobre este punto, a propósito del PSOE, al finalizar la serie de artículos.  

Ante la crisis interna del PSOE, desde la izquierda se ha criticado duramente lo que algunos han calificado de “golpe de estado”. Por su parte, las críticas a González han sido variadas y de diverso gusto. La que fuera Ministra de Vivienda con Zapatero, María Antonia Trujillo, escribió un Tweet diciendo que “Felipe González ya se había cargado el PSOE cuando abandonó el marxismo y fracturó el partido con los históricos de Llopis y los renovadores de él”. Por su parte, El País ha vuelto a ser foco de las iras tras el llamativo editorial que calificaba a Pedro Sánchez como “insensato sin escrúpulos”. A estas alturas, es un lugar común decir que El País no es lo que era y que se ha convertido en un “instrumento del capital”. Asimismo, llama la atención que Felipe González haya afirmado que se siente personalmente “engañado y defraudado por Pedro Sánchez”. González añade algo paradójico al hilo de su historia personal: “me siento engañado porque me dijo que iban a hacer una cosa y luego fue otra (...) Si ha cambiado de posición, desde luego no se lo ha explicado a nadie y tendrá sus razones; me siento engañado y ha creado confusión en el partido y mucha más en el país”. Por su parte, llama la atención la siguiente parte del editorial de El País, en referencia a Pedro Sánchez: “hemos comprobado que sus oscilaciones a derecha e izquierda ocurrían únicamente en función de sus intereses personales, no de sus valores ni su ideología, bastante desconocidos ambos”.

Para aclarar muchos de los entuertos que se han dado en los últimos días, merece la pena observar a los protagonistas de esta historia con cierta perspectiva. Como ha escrito Santos Juliá en El País, para encontrar un proceso tan autodestructivo en el PSOE hay que remontarse a los años 30. Tras el fracaso de la revolución de octubre de 1934, Prieto pretendía una coalición con los partidos republicanos. Largo Caballero, por su parte, no apoyaba dicha coalición y “interpretó su salida como expulsión y recuperación de la libertad para recurrir, como dijo, directamente a la base”. La coalición se realizó como quería Prieto y el PSOE quedó dividido en el peor momento de la República: “Prieto no obtuvo de su grupo parlamentario los votos necesarios para aceptar la presidencia del Gobierno que le ofrecía Manuel Azaña en mayo de 1936 y Largo Caballero bloqueó la incorporación del PSOE a un Gobierno de unidad nacional (…) que Azaña intentaba poner en pie en la aciaga noche del 18 de julio”. El resultado fue que la rebelión militar se encontró al más débil de los Gobiernos Republicanos posibles. 

Le costó mucho al PSOE reconstituirse tras la Guerra Civil. Según Rodolfo Llopis, al que aludía alegremente la exministra, el ambiente de esta reconstrucción “mantenía idéntica fidelidad a las ideas, el mismo odio al falangismo y la misma desconfianza frente al comunismo”. Dentro del PSOE había quienes abogaban por las soluciones de Prieto, que mantuvo conversaciones con José María Gil Robles y los monárquicos buscando la finalización de la dictadura franquista con el apoyo de los aliados en la II Guerra Mundial, y aquellos que estaban más influenciados por Negrín y que buscaban una revalidación del “frente popular” con apoyo de los comunistas. Había también diferencias entre el PSOE del interior y del exterior, y entre las corrientes de cada uno de los países del exilio. De cualquier manera, esta es una larga historia que supera con creces esta serie.

En todo caso, desde 1944 a 1972 el secretario general del PSOE fue Rodolfo Llopis. El historiador Javier Tusell, en su libro La oposición democrática al franquismo, mantiene que una “característica entonces acuñada del PSOE en el exilio fue su tono netamente anticomunista”. La moderación de estos dirigentes puede verse en el respaldo que se mantenía a la OTAN:

“El PSOE ha reafirmado repentinamente desde 1948 que propugnaría la adhesión de una España libre al Tratado del Atlántico Norte, siempre que conservara su carácter defensivo, precisando al mismo tiempo que actuaría sin descanso para impedir que la dictadura franquista entrara en tal alianza, ya que su carácter dictatorial era incompatible con la misión fundamental de la OTAN de defensa de las libertades”.

El historiador extremeño Juan Andrade, en su libro El PSOE y el PCE en (la) transición, analiza el cambio del PSOE a partir del año 1972, abanderado por los jóvenes laboralistas sevillanos Alfonso Guerra y Felipe González. El relevo de la dirección de Llopis puso fin, según el editorial del XII Congreso del PSOE, al “pensamiento conspirativo pequeñoburgués, declamatorio, sentimental y hueco”. Ya en 1976, con Felipe González como secretario general del PSOE renovado (hubo una escisión del PSOE que capitaneó Llopis, conocida como PSOE histórico), la declaración de principios en el XXVII Congreso de 1976 era clara:

“El PSOE se define como socialista porque su programa y su acción van encaminados a la superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora. Entendemos el socialismo como un fin y como el proceso que conduce a dicho fin, y nuestro ideario nos lleva a rechazar cualquier camino de acomodación al capitalismo o a la simple reforma de este sistema”.

El PSOE de 1976 no renunciaba al uso de la fuerza física: “El grado de presión a aplicar deberá estar en función de la resistencia de la burguesía presente a los derechos democráticos del pueblo, y no descartamos, lógicamente, las medidas de fuerza que sean precisas para hacer respetar los derechos de la mayoría haciendo irreversibles, mediante el control obrero, los logros de la lucha de trabajadores”. De manera clarividente, la definición del partido como partido marxista aparece en este momento por primera vez en documentos oficiales del PSOE: “Somos un partido marxista porque entendemos el método científico de conocimiento de transformación de la sociedad capitalista a través de la lucha de clases como motor de la historia. Entendemos el marxismo como un método no dogmático, que se desarrolla y que nada tiene que ver con la traslación automática de los esquemas teóricos o prácticos de las experiencias determinadas del movimiento obrero”.

Por su parte, es cierto que Felipe González mantenía un tono algo más desideologizado que sus compañeros (particularmente, era el menos anticlerical). Pero, ante los que proponen que desde que llegó pretendía convertir al PSOE en el nuevo SPD alemán, sus declaraciones en la escuela de verano del PSOE en 1976 resultan cuanto menos contradictorias:

“Cuando nosotros decimos que somos un partido marxista, tenemos serias razones para decirlo. Pero entendemos que el marxismo no es un dogma, no es una religión, no es el fundamento político-ideológico de una secta de iluminados; es sobre todo una metodología para investigar la historia, permite situar la lucha en el presente, y no sólo permite eso, sino algo que es mucho más ambicioso y mucho más importante; permite construir, conscientemente, la historia del porvenir que asuman las masas, y que sean, por consiguiente, estas masas las que puedan ofrecer una alternativa global, no sólo a una situación coyuntural, de dictadura o de residuos dictatoriales, sino a una situación que no es coyuntural, sino estructural, que es la de la opresión típica de la sociedad capitalista”.


El PSOE rebasaba en muchos aspectos dialécticos en radicalidad al PCE. Había incentivos para que así fuera: el PSOE no tenía el lastre histórico del PCE y, además, necesitaba parecer una fuerza suficientemente de izquierdas para poder competir por esa militancia antifranquista mayoritariamente revolucionaria. Por otra parte, es cierto que en la práctica el PSOE presidido por González había tomado medidas muy alejadas de lo que su discurso mantenía: las principales fueron el apoyo de la Internacional Socialista, los contactos mantenidos con Willy Brandt, presidente del SPD alemán, y la promoción de moderados dentro del partido. Pero, y como esta serie de artículos viene a mostrar, las retóricas incendiarias defendidas tienen efecto en la militancia: entonces no se quería renunciar al marxismo y ahora no se quiere dejar que el Partido Popular gobierne. Cuando el PSOE se vio como posible alternativa de Gobierno comenzó a matizar su discurso y, como veremos en el próximo artículo, Felipe González mantuvo una actuación relativamente parecida a la del Pedro Sánchez que, supuestamente, le había decepcionado personalmente. Por su parte, observaremos que en realidad El País no ha cambiado demasiado y que parte de la extrema izquierda sigue con la misma realidad paralela. A Pedro Sánchez le ha acompañado un pésimo momento histórico para la socialdemocracia y, a pesar de que el que escribe tímidamente defiende la abstención socialista, los insultos que se le han proferido son claramente injustos, y reflejan una animadversión personalista más que ideológica: Pedro Sánchez ha hecho, básicamente, lo que todos los demás. 

jueves, 29 de septiembre de 2016

El café de chinitas



A veces, en un instante, todo se junta y se justifica a la vez. En ese preciso instante, que casi todos viven en algún momento de su vida pero pocos recuerdan y menos se atreven a mencionar, es posible vernos a nosotros mismos y, de repente, saber qué queremos y hacia dónde deberíamos dirigir nuestra vida. Afortunada o desafortunadamente, ese momento, como todos los demás, simplemente se desvanece y desaparece para siempre, dejándonos una ligera sensación de mareo y una agradable sensación placentera, como tras el primer beso de amor. 

No es sino en ese segundo cuando concebimos la verdadera naturaleza del hombre y descubrimos lo que realmente es o no es él. Desgraciadamente, el lenguaje se convierte en una herramienta inútil para acometer la tarea de desgranar los entresijos de los sentimientos que se sienten entonces, pero eso da igual. Las cosas verdaderamente importantes no son susceptibles a ser expresadas por palabras y sólo quedan en entredicho en cuanto se intentan expresar. 

Da igual. Esto no es más que la biografía de dos personajes que, sin saberlo nunca, fueron durante un instante la misma persona, vivieron la misma historia y cambiaron, en cierto modo, mi modo de ser. Juanito Pinto de la Gloria y el General Julio Sánchez De la Riba no eran la misma persona, ni siquiera tuvieron el honor de conocerse o saludarse nunca, pero en un momento dado sus almas fueron la misma y sus historias coincidieron para siempre. De uno y de otro se han dicho muchas cosas, buenas y malas, y ambos trascendieron para siempre en este relato que no pretende ser sino un ligero reflejo y una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España que tan pocas veces ha sido reivindicado. Esta historia, si no es verdadera como hecho, lo será como símbolo. 

De la biografía de Juanito Pinto de Gloria se sabe poco. Un aura de misterio cubre los primeros días del gitano que se crio recogiendo aceitunas en Jaén hasta que se trasladó con su padre, tras el ahogamiento de su madre Marifé de la Puebla allá por el 1912 por el desbordamiento del río Quiebrajano, a su Jerez, donde fue creciendo a ritmo de bulerías, soleares, seguiriyas y paseos por los caminos de los pueblos andaluces en caravana. El cante era suyo, de los gitanos. En su casa todos cantaban y bailaban, eran artistas por naturaleza y vocación sin dedicarse profesionalmente a ello, y por aquella casa pasaron figuras como Macandé, La Niña de Los Peines o Niño de Cabra que iban a oír a su padre, que era herrero, pero tenía el arte en la sangre y en las entrañas. Así, Juanito se despertaba cada día con el cante jondo, oscuro y negro de su padre, que había olvidado las lágrimas y lloraba a base de soleares y seguiriyas la muerte de su esposa. Se ha dicho de Juanito que, cuando murió su madre, hubo de quedarse sólo, ya que antes había estado sumido en un mutismo atroz, para entonces romper gritando tan desgarradoramente por seguiriyas que retumbó todo el valle y comenzaron a  llorar con tanta intensidad los olivos y las gitanas que fueron trasladando el llanto por toda Andalucía, en la expresión más cercana a la tristeza pura que se recuerda en honor de una de las mujeres más farrucas, serranas, flamencas y puras que debió parir España.

Desde pronto se vio que aquel chico sólo serviría para cantar. No sabía leer, ni escribir, ni hacer básicamente nada y, siendo elemental y primario como era y quizás precisamente por ello, descubrió el duende casi nada más nacer. Juanito equivalía en capacidad de fantasía a Rafael el Gallo, Goya, o Federico García Lorca y en él era todo flamenquísimo: su cante, su baile, su forma de estar sobre las tablas; rebosaba jondura por todos sus poros. Se ha dicho de él que se dejaba llevar por su temperamento imprevisible, llegando a soluciones heterodoxas y sencillamente inoperantes desentendiéndose de los esquemas clásicos del flamenco. Y era verdad. A él no le importaba en lo más mínimo la norma codificada, siendo tan puro que era capaz de ser lo contrario a un purista, siendo el afortunado improvisador de una cartesiana anarquía. Su orden tenía mucho caos en reposo. Cantaba con la magnífica y única libertad de aquél que sabe que es incapaz de corromper su congénita integridad cultural y su expresión, cante y forma de moverse bajo las tablas permanecerán siempre como otros tantos paradigmas de identificación con el primario y soberano embrión artístico del flamenco. Él, como los santos y los tocados por la mano de Dios, no entendía ni de razón, lógica o pensamiento metafísico; lo suyo era la comunicación pura, la sensibilidad extrema y la identificación total con su naturaleza andaluza, jienense-jerezana y flamenca. A los nueve años andaba bailando por calles y tabancos, junto al también cantaor y bailaor Romerito. Cantaban uno u otro, indistintamente, y después pasaban la gorra. Así los descubrió un día el más famoso representante de los flamencos y los contrató para un tablao de Jerez.

Visto en perspectiva, muchos estudiosos de la materia y otros tarados como yo que hemos tratado de reconstruir la vida de Juanito, hemos entendido que era imposible que cantara mal porque no aprendió nunca a cantar mal. De la misma manera, no se puede decir jamás que no fuera verdadero, que no fuera auténtico, por la sencilla razón de que estaba incontaminado, por la sencilla razón de que se mantenía en estado de pureza, de inocencia flamenca sin influencias perniciosas para su arte. Él sólo había vivido flamencamente. ¿Aprendió a cantar en alguna etapa de su vida? Él no necesitó aprender; él era el cante, su cante. Su importancia artística está  fuera de ningún tipo de calificación y el lenguaje queda inerme en su tarea de explicar cómo su voz llevaba el son, el júbilo y el dolor de su raza dentro de la carne, siendo ejemplo máximo de esa tendencia a lo espiritual que caracteriza lo verdaderamente jondo, pues aunque dejara de pronunciar un verso entero de la debla o el fandango no importaba pues su sentido quedaba adivinado e intuido, explícito en el quejío e implícito en lo embrionario, ya que así suplía a la palabra rebasando su significado en grandeza expresiva a fuerza de pureza y atavismo.  

Respecto al General Julio, demasiado han dicho y especulado sobre él historiadores de todo tipo y condición tras la recién estrenada democracia y no es mi menester, siendo ya tan viejo como soy, referirme a todo aquello de nuevo, siendo su vida sobradamente conocida por todos. Mi propósito no es repetir su historia. Digamos que de los días y las noches que lo componen, sólo me interesa una noche; y es que su vida, como tantas otras, puede resumirse en una sola noche, siendo el resto de su vida alcance de otras materias ajenas a la literatura y materia de las ciencias sociales, pues al General Julio lo esperaba secretamente en el porvenir una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin se vio a sí mismo, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo. Así, de lo general a lo particular y de lo particular a lo universal, se desarrolla esta historia. 

El día que desembocaría en aquella noche había comenzado con una cita con Marisol Rodriguez, guapa y morena como ella sola, con quien el General Julio, que andaba de permiso por unas semanas, tenía intención de mantener relaciones sexuales extramatrimoniales, algo no muy bien visto por determinados círculos de aquellos años pero que era intrínsecamente necesario para ser un verdadero militar como Dios manda, según pensaba el propio General Julio.  Marisol, que se había trasladado a Madrid desde Ronda en 1922 en busca de trabajo, era de madre gitana y padre payo y era una gran aficionada al flamenco, a la tauromaquia y, en general, a todas esas costumbres andaluzas fuertemente atacadas ya entonces por la conocida como Generación del 98 y, en particular, por Eugenio Noel, al que sin duda creí ver en un momento de la memorable noche en el Café, quizás una parada más en su campaña antiflamenca. Se decía del padre de Marisol que había sido uno de los últimos bandoleros de Lucena muerto por una generosa aplicación de Ley de Fugas, como fueron asesinados otros anarquistas y revolucionarios en los años 20.    

En todo caso los propósitos del General Julio con la guapa Marisol iban mucho más allá del flamenco y los toros.  Siendo su propósito el más universal de todos entre los seres humanos, no se le ocurrió mejor manera de llegar a él que aceptando todo lo particular que Marisol le ofrecía en su día a día. Tras haberse dejado llevar por ella al Circo Price, que además de sus famosos espectáculos circenses empezaba a ofrecer recitales de flamenco, a una actuación de Pastora Imperio y Pepe Pinto, y al Teatro Lara a un espectáculo de ópera flamenca (que ya a mediados de los años 20 empezaba a estar de moda cómo género, intentando así evitar la alta tributación que se hacía sobre los espectáculos de variedades cambiándole la denominación por la de ópera), el General Julio pretendía ir con Marisol a un sitio más íntimo donde pudiera meterle mano. Y sí, es cierto. Ya en aquellos años el esplendor del café cantante iba decayendo. Pero aún quedaba pureza y rasgo propio en aquella España ya convaleciente y aquella noche bien se pudo ver la grandeza de esa intelectualidad que aún se reunía casi en familia para bailar, tocar y escuchar lo más profundo y oscuro de la condición humana. Y entre todos ellos, un café cantante seguía sobresaliendo sobre los demás en materia de buen gusto y autenticidad, el Café Chinitas.

La enumeración bastará para que se hagan una idea aproximada del local, pero tendrán que excusar mi incapacidad para explicar con un lenguaje sencillo la grandeza del lugar. Para empezar y como reseña más importante he de decir que el Café de Chinitas era, en primer lugar y por encima de todo, un lupanar. En la intimidad de la oscuridad de las esquinas del Café de Chinitas ocurrieron todo tipo de inmoralidades durante los años que se mantuvo abierto y el General Julio quería aprovechar que allí se celebraban los espectáculos flamencos como excusa para llevar a su chica a un sitio como ese donde la perversión sexual y la obscenidad pública estaban, a todas luces, no sólo permitidas sino ampliamente aceptadas e, incluso, aprobadas y celebradas en su amplia mayoría. Cedo aquí mi palabra a una reputada revista literaria de la época para que se hagan una idea física aproximada del local:

“Era un local reducido. Y así como las tejas de la cubierta se distribuían en diez segmentos irregulares que casi le dan la forma decagonal, el salón público, elevado en la primera planta, era casi un círculo pentagonal tan mal diseñado como peor enlucido. El escenario era de modestas dimensiones y a sus lados se abrían seis palcos, en realidad verdaderos reservados para gentes con ganas de nocturna jarana con presencia femenina. Carecía de camerinos y los artistas, hombres o mujeres, tenían que ataviarse y desvestirse amparados por un sistema de cortinas y lonas que nadie custodiaba. El piano quedaba a pie de escenario y el público se acomodaba en veladores situados de manera que, por sus estrechos pasillos, pudieran transitar activos camareros de grandes y redondas bandejas, largas patillas y engomados bigotes”

¡Oh recuerdos, volved a mí e iluminadme una vez más, pues os necesitaré en todo vuestro esplendor para explicar todos aquellos sentimientos maravillosos y extraordinarios que vivimos aquella noche! 

¿Cómo explicar que aunque hace tanto tiempo de todo esto yo aún vivo en el recuerdo de aquella noche, como si hubiera sido ayer y no hace sesenta años cuando sucedió todo?

Recuerdo perfectamente a todas las personas que había esa noche en el Café de Chinitas y no es sino esa perfección en el recuerdo la que me advierte de la posibilidad de estar inventándomelo todo. Me veo a mí mismo, joven y apuesto, fumando un pitillo mientras cruzo el pasaje para llegar a la plazuela donde se ubica el Café de Chinitas, la ropa oreándose en los balcones y las cabezas de las muchachas asomadas para vernos a nosotros, tan osados, chulos, farrucos y valentones como éramos entonces, pavonearnos mientras apurábamos un cigarrillo. En la puerta estaba, reconocible como era, un joven granaino que se retocaba el sombrero antes de entrar. Se trataba de Federico García Lorca. Junto a él, sonriente, se encontraba Manuel de Falla. Los saludo a los dos y me dispongo a entrar. 

Ya en el interior del local, recuerdo tan bien la atmósfera cargada de humo que se respiraba dentro como la fuerte impresión que me produjo la entrada de un militar acompañado de una preciosa mujer de ojos verdes y piel tersa y morena. Le veo pedir vino fino para los dos, que vale siete pesetas, y me sorprendo, pues en aquel local se llevaba más la media botella de machaco, a tres pesetas, o el simple café con espectáculo, a peseta y media. Les observo en el vestir y en el andar mientras van a uno de los reservados y me llaman someramente la atención, no sé muy bien por qué. Debió ser Manuel Altolaguirre o quizás José María Souvirón quienes me hicieran llegar una pequeña reseña de los recién llegados ante mis preguntas: por lo visto el apuesto militar era el General Julio Sánchez de la Riba, bastante conocido ya por entonces para todos excepto para mí, y su preciosa acompañante era Marisol, que por lo visto era una habitual en el Café de Chinitas, si bien yo nunca pensé que pudiera tratarse de una puta a pesar de su tez morena y aspecto gitano parecido al de las chicas del Café de Chinitas. Lo que sí recuerdo es que al verla sonreír me sentí irremediablemente atraído hacía ella, y me prometí a mí mismo que sería mía.

No recuerdo del todo quiénes fueron los que actuaron antes de Juanito. Era, sin duda, un buen cartel el de aquella noche, pero todos, y aquí incluyo a los propios artistas, esperábamos ansiosos el momento en que apareciera Juanito. Creo recordar que primero desfilaron por el escenario la Rubia de Málaga e, incluso, el Mochuelo, el rey de la farruca, ofreciendo a los asistentes un dúo que nos dejó ciertamente asombrados ante la fuerza y el misterio que se percibía en aquel cante puro, adobado con estremecedoras melismas y compás con el característico quejío y voz rota y redonda de la Rubia de Málaga para terminar la actuación el Mochuelo con una de sus personales malagueñas excelentemente interpretada. Los aplausos no se hicieron esperar y los siguientes espectáculos fueron igualmente exitosos. 

Aún recuerdo cómo bebíamos y nos abrazábamos entre todos nosotros. Recuerdo mi envidia al mirar como el General  Julio metía mano a Marisol y como me bebía de trago el vino para intentar en vano olvidar y posteriormente seguir bebiendo, observando y por ende odiando a aquel señor, que aprovechaba los aplausos para acercar sus morros a los de ella y tocar su culo y pechos sin atender en lo más mínimo a aquella música celestial que brotaba de aquellas almas benditas. Ya había decidido en mi borrachera enfrentarme a aquel señor, que reía cuando no había de reír y hablaba cuando no debía hablar mientras no mostraba ninguna atención al cante y al toque, para mostrarle mi amor a la gitana cuando, de repente, se hizo ese algo en ocasiones imposible que es el silencio y hasta el mismo General se calló ante la figura enjuta, flaca y morena de Juanito que subía, como perdido, al escenario y cantaba una seguiriya, con Pepe de Barranco al toque.

Hizo Juanito un abuso de apoyatura literaria en esa seguiriya. Su recitación fue cansina, inarmoniosa y, sobre todo, extraflamenca, malbaratando lo que realmente interesaba de él, que era el cante puro y sus últimas descargas emocionales. Los oyentes permanecieron callados y Juanito terminó de cantar en medio del silencio, sin aplausos. Sólo, y con sarcasmo, un hombrecillo, que en mi recuerdo se configura como Emilio Prados, debió gritar: ¡Viva París! Como diciendo que aquí no importaban ni las facultades ni la técnica sino que lo que iban a valorar era otra cosa. Entonces Juanito se levantó como un loco, se bebió un vaso de cazalla y comenzó a cantar por lo vivos y por los muertos, sin voz, sin aliento, sin matices…pero con duende. 

Y comienza aquí mi desesperación como escritor.  La mera enumeración de lo que allí pasaba hará a cada uno configurarse la idea de lo que pasó en aquellos momentos únicos, pero deberán perdonar la imposibilidad de comunicar cualquier parecido con la realidad, con ese duende furioso y abrasador que latía en esa voz desgarrada para aquellos exquisitos que estábamos en el Café de Chinitas que pedíamos tuétanos de formas, música pura y sin facultades pero que luchara a brazo partío, como ese chorro de sangre digna por su dolor y sinceridad que era su voz y que se abría en nuestras entrañas para quedarse para siempre, para que recordáramos nuestras tristezas y dolores y las propagáramos como formas artísticas que eran. 

El “ay” profundo y prolongado con el que comenzó, el bendito quejío, fue más allá de melismas, florituras y giros vocales. Juanito sacó su rasgo, y estilizó su forma de gritar, dibujando con la voz lo que sentía su alma desdichada. Todos entonces conocimos nuestras tristezas más absolutas y perpetuas y la expulsamos juntas en el quejío, como expresión artística imperecedera, para continuar volviéndonos, simplemente, locos. 

Y es que su voz afillá y enjundiosa nos volvió a todos locos. Recuerdo cómo nos quitábamos a tirones la ropa y nos mirábamos los unos a los otros, mientras entrecerrábamos los ojos para imaginar formas e imágenes divinas, para vernos a nosotros mismos y para ver a la eternidad y al duende. Todos nos abrazábamos, nos besábamos y perdíamos la consciencia por momentos. Y sí, Eugenio Noel también lo hacía, por mucho que maldijera luego. Juanito cantaba por todos y todos nos desnudábamos para besarnos y meternos mano. Recuerdo las escenas de sexo desenfrenado, las miradas, las palmas, los bailes y los calores mientras encontrábamos lo que queríamos ser en el duende bendito que nos unía a todos en la catarsis. 

¿Y qué es el duende, se preguntarán, qué cojones es el duende? No es reír ni llorar, sino las dos cosas a la vez. No es soledad sino unión y es todo y de todos pero individual, único e intransferible. ¿Qué es, pues, el duende? El duende era aquello, mi señor. Era ese momento. Era no entender nada pero reír y llorar. Saber que todo ha merecido la pena y entender por un momento que, pese a las imperfecciones y las contradicciones, la vida es, a veces, perfecta. Era el momento del duende, cuando tuvo lugar la perfección artística y Juanito alcanzó los límites del trance y nos transmitió una carga emocional de tal naturaleza que nos arrastró al paroxismo, límite con la locura, que hacía que nos arrancáramos los unos a los otros la camisa a tirones, nos achucháramos con mujeres y hombres y nos secáramos, todos, los lagrimones a manotazos. 

Pensándolo con más tiempo he comprendido que Juanito era un profeta. Él vivió todo aquello con la naturalidad del que vive en ese estado perpetuamente. Él tenía comunicación directa con el duende y nos lo hacía llegar a nosotros, los demás, actuando de intermediario para que llegáramos a nosotros mismos. Juanito debió sentirse como si no existiera, con su mente despojada de ataduras y vacía de contenido limitándose a contemplar de forma maravillada y respetuosa todo lo que sucedía, llegando a la excelencia sin el menor esfuerzo y transmitiéndonos a todos la buena nueva en forma de la sensación de alegría espontánea característica de ese tipo de momentos en la que se produce un cierto rapto de nuestro consciente para adentrarnos en las arenas movedizas de nuestros deseos más oscuros y profundos. 

El mensaje del profeta fue llegando a cada uno de los presentes y nos transformó en función de nuestra sensibilidad y empatía. Hubo un caso especialmente paradigmático. Se trata, en efecto, del General Julio, motivo de esta historia y de mi vida. 

El General Julio debió verse a sí mismo reflejado en cada punteo de la guitarra y en cada melisma de Juanito. Debió comprender la tristeza de su vida en el quejío y verse a sí mismo, miserable y débil, en cada seguiriya. Debió descubrir que en su interior había también pureza y amor, y debió entender que debía haber un cambio en su vida, que lo llevara a otra cosa, no sabía si diferente o no. Descubrió que el Dios en el que había creído toda su vida no le llegaba a ese conocimiento y felicidad que alcanzaba en ese momento y se vio, de repente, embutido en la espiral de contradicciones que era su vida y sus actuaciones, con una sensibilidad extrema demostrando poseer un duende exquisito y único, equiparable al de Goya, Rafael el Gallo o el mismo Lorca, y que lo llevaba a examinarse a sí mismo con una crudeza difícilmente asimilable. 

En cuanto Juanito comenzó el cante, el General Julio apartó sus manos de Marisol y su atención se focalizó tanto en la figura y cante de Juanito que perdió la noción del tiempo y del espacio. Sus ojos se abrieron y no parpadeó mientras se daba cuenta de todo. En un momento dado, cerró los ojos y comenzó a bailar, como nunca había hecho, en una expresión genuina y auténtica y pensó e imaginó como nunca había hecho ni haría. Lo que no paró de hacer fue reír y llorar. Reía y lloraba, reía y lloraba y eran indistinguibles el lloro y la risa, unidos de la misma manera fraternal e indisoluble en la que pronto se unirían el General y Juanito. Y es que el General, tras su baile, comenzó a darse cuenta de que era Juanito y de que Juanito era él y de que era capaz de sentir todo eso y transmitirlo y de que él era mucho más de lo había sido hasta ahora y comenzó a identificarse de una manera absoluta con el profeta que lo iluminaba hasta que, en un instante tan mágico como precioso y efímero, ambos se convirtieron en la misma persona y se trasladaron la felicidad secreta para aquellos que no gozan de esa sensibilidad. 

Juanito y el General Julio pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos les arrebató un ímpetu secreto más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una misma historia. Cuando el profeta, en un momento de la actuación, vio la expresión de Julio, se sintió absolutamente identificado con ese alma y supo, en ese momento, que ellos dos eran la misma persona y que su mensaje había sido transmitido a aquel señor que reía y lloraba y que lo comprendía perfectamente, como el alma gemela que era, y que podía transmitir su mensaje de felicidad a los demás y seguir viviendo como había hecho hasta ahora. 

Juanito acabó y el más absoluto mutismo se instaló en la sala. Nadie aplaudía, ni decía nada por miedo a romper el instante mágico, porque todos los allí presentes éramos conscientes que lo que acabábamos de vivir no era digno de un aplauso o de algo tangible, sino de algo que no éramos capaces de ofrecer. Todos, incluido Eugenio Noel, llorábamos en silencio y, por nosotros, este silencio hubiera durado horas. Los otros artistas se mantuvieron en el lateral del escenario religiosamente compartiendo nuestra pena al acabar el espectáculo y Juanito, entre tanto, se mantenía erguido, distante y abstraído. 

Fue el General Julio el que interrumpió el silencio instalado al desplomarse del palco al escenario en una total inconsciencia y caer violentamente encima de Juanito, que cayó fuertemente al suelo. La proximidad de la muerte nos hizo reaccionar. Intentamos reanimar de todas las maneras posibles al General Julio. Finalmente despertó, ante el alivio de todos. 

El General Julio estaba aturdido y fuera de lugar. No quiso saber nada de nadie y rechazó a Marisol y a todos los demás para posteriormente marcharse, renqueante, del Café de Chinitas y abandonar la plazuela y volver a su casa. 

Aún recuerdo salir del local y seguir al General Julio con la mirada mientras abandonaba mi horizonte visible. Quise desde entonces creer que, al acabar el recital, el General se vio enfrentado directamente con la realidad de su existencia y no fue capaz de afrontarla, así que se desmayó y se salvó del enfrentamiento que le suponían sus deseos con dicha realidad. Dícese que fue el General Julio quien cerraría no muchos años más tarde el Café de Chinitas alegando que era inmoral, y no me extrañaría nada, pues, en su más remoto inconsciente, le recordaba quién era él realmente y lo que había disfrutado y descubierto aquella noche. Esto era demasiado para él, acostumbrado a otro tipo de vida, pero dotado de un duende oculto que, aunque no aflorara más, demostró ser inmenso y oscurísimo, como las razones del alma humana, y que lo hicieron convertirse, aún por una noche, en Juanito Pinto de Gloria y descubrir, en su interior, lo que él era, en lo que él creía y, en definitiva, su religión, por la que hubiera muerto sin duda aquella noche. Pero, ya se sabe, morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud y eso es algo que el General Julio no fue capaz de asumir.

Nada más soy capaz de recordar de aquella noche. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizás las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, juré olvidarlas.  

¿Y en cuanto a mí, qué decir? Yo, escritor andaluz amargado, sé que estuve allí en el Café de Chinitas y asistí a todo ese espectáculo. Vi el cante, la expresión de locura, la catarsis y la evolución de aquellos dos hombres. Las biografías y demás, como todas las cosas bonitas que nos hacen levantarnos de la cama, son, cómo decirlo, literatura. Nunca volví a ver a Juanito ni al General Julio ni supe nada de ellos. Quizás, por el alcohol y la distancia en el tiempo que lo desfigura todo, ninguno de los dos se llamara así, los hechos no fueron tal y como los he narrado o incluso alguno de los personajes no existiera jamás. Pero sí sé que aquel momento me salvó la vida y fue el que me recordó, porque he debido de tener ese duende dentro siempre de mí, que yo debía escribir, adentrarme en mí mismo y salvarme a mí mismo de la tediosa realidad de mi existencia. Se ha dicho en repetidas ocasiones que Juanito, analfabeto como era, no era más que un engañabobos perteneciente a la fanfarria popular, burda y dictatorial de la época, amén de las historias que lo sitúan como un maltratador y mujeriego; no obstante la historia ha situado al General Julio como uno de los fascistas más represivos del Régimen, un hombre que posteriormente participaría en la matanza masiva de niños de la carretera de Málaga-Almería y que ordenaría ejecutar numerosas sentencias de muerte. Todo eso no repercute a esta historia y es sólo una parte de la verdad. Que la plenitud de sus vidas no hayan sido todo lo dignas que exigen la decencia y lo políticamente correcto no significa que en aquel preciso instante ambos dos no lo hubieran entendido y merecido todo, cual profetas plenamente identificados consigo mismos y poseedores de la verdad más absoluta, aunque luego no fueran quizás capaces de plasmarla en su día a día. Y si bien un instante es menos que todas las horas de un hombre eso no quita que un instante no justifique todas las horas de ese mismo hombre.

Respecto a los insultos e injurias de Eugenio Noel acerca de lo acontecido aquella noche, qué quieren que les diga, sólo puedo perdonarle por no ser capaz de sentir la admiración que yo siento por ese arte y esos individuos, a los que llamo ídolos y razón de mi existencia. 

 Los ídolos, ya saben ustedes, son mentira. Pero se trata de una mentira dulce. Así que vale la pena seguir su pista, aún a fuerza de inventársela por momentos, pues estar cerca de ese tipo de personajes es romper el mito y descubrir que todo es falso. La negativa del escritor a aceptar las cosas tal como son…todo reinventado, incluido él mismo. 

Gracias a Dios, no hay verdad más importante, interiorizada y auténtica que mi desfigurado falso recuerdo de lo que yo viví aquella noche.