jueves, 27 de septiembre de 2018

Una noche en la ópera

Llegué a Madrid a las seis y media y me dirigí al Museo Arqueológico Nacional. Me reuní en torno a las siete con Belén. No entramos en el museo porque quedaba solo una hora, y mi descuento de menor de 26 años se había esfumado una semana antes. Nunca pensé que llegaría ese momento en que me quedaría sin descuentos. Sin saber qué hacer, llamé a Enrique, que me dijo que estaba en el Teatro Real y que quedaban muchas entradas libres. Como el descuento de la ópera es hasta los 30 años, nos dirigimos allí. No íbamos muy vestidos para el estreno de la temporada en el Teatro Real. Yo iba con una camiseta de mi antigua universidad alemana en la que se lee “Bulls are coming”, que me regalaron para un torneo de fútbol. Nada más comprar la entrada, me encontré con uno de los protagonistas de la biografía de Dolores González Ruiz. Antiguo gerifalte comunista y miembro en su etapa universitaria del radical Frente de Liberación Popular; hoy es un aseado y trajeado socialista que saluda a todas las autoridades. Cuando entré, él estaba en la puerta saludando a una ministra y a mucha gente más, todos con traje, vestidos de ocasión y pintas de importante.
Esperando a que llegara Enrique, vimos una florida representación de la clase política, periodística y empresarial española. A nuestra derecha, Federico Jiménez Losantos saluda a mucha gente muy animado. Subiendo las escaleras, vemos a varios miembros prominentes del ejecutivo socialista y a la cantante Zahara. En el centro, hay un pasillo rodeado por periodistas que culmina en un pasamanos que lideran personalidades trajeadas a las que cuando yo entrevisté para el libro iban en pantalón corto. Esto de que la ópera esté subvencionada parece absurdo si solo van personas a hacer negocios o dejarse ver. Nuestras entradas, que compramos por 19 euros, costaban 340 euros y no eran las más caras. Belén y yo rastreamos el Teatro Real para ver si encontrábamos algún joven, o al menos alguien vestido con ropa que no superara el sueldo mensual de un joven estándar. La escasa decena de personas que no iban de boda eran sospechosas de ir allí a escuchar música.  
Por un lado, pensamos en ese momento, si las entradas fueran más caras la ópera estaría menos subvencionada con el dinero de todos. Además, parece que el interés por ir es escaso entre las clases no muy pudientes, y que por lo tanto subvencionarla es pagar pasamanos a elites políticas y empresariales. Al fin y al cabo, para los menores de 30 la entrada es muy barata, y en muchas ocasiones hay sitios libres. Con todo el dinero que me he ahorrado con los descuentos en la ópera podría haberme pagado un segundo máster. Por otro lado, yo quiero que la ópera persista en Madrid porque me parece maravillosa. Sin embargo, y aunque disparo contra mí mismo, cada vez me parece que hay menos argumentos para que se ponga dinero púbico en la misma.
Por orden de importancia, llegó primero Enrique con su pesada mochila y luego los reyes y políticos. Muchas fotos y saludos. Albert Rivera, Ángel Gabilondo, Alberto Ruiz-Gallardón y un largo etcétera. Me hizo gracia imaginar a Albert Rivera disertando sobre Fausto y las complejidades del alma humana con Alberto Ruiz-Gallardón, al que me imagino discutiendo muy vehementemente sobre la interpretación que da Rivera a las reacciones del personaje de Margarita. Ya sentados y esperando el comienzo del espectáculo, vemos que todo el mundo se levanta y nos preguntamos el motivo. Era por los reyes, que aún no habían entrado. Cuando lo hicieron, todos les aplauden y la orquesta comienza a tocar el himno de España. Belén y yo nos imaginamos que los reyes deben creerse que lo habitual es que la gente aplauda todo el rato y que el himno suene a todas horas. Debe ser una pesadilla para ellos vivir en una especie de Show de Truman con el himno de España como leitmotiv. Creo que uno de los mejores argumentos en contra de la monarquía, al menos desde un punto de vista liberal, es que se condena a unos individuos a unas vidas en las que es muy difícil esperar que puedan tomar ellos las decisiones sobre lo que quieren libremente. Se puede abdicar, sí, pero es muy difícil recuperarse de un mundo en el que todo el mundo te espera de pie para aplaudirte. Ese ejercicio simultáneo de escrutinio y adulación constante al que se somete a los reyes, que es además determinado por razón de nacimiento y no por elección personal, es una injusticia a la que no deberíamos someter a ningún individuo.
Comienza Fausto y a mí me encantan la representación y la música. Hay varios momentos de catarsis memorables y otros de simbología muy potente. La obra es muy compleja y oscura, con algunos momentos de reflexión sobre lo que se puede aspirar en una vida humana y la perpetua tensión entre los límites de la naturaleza, los deseos humanos y la religiosidad. Al terminar la obra, mucha gente enfadada se va sin aplaudir. A nuestro lado pita alguna gente al director de orquesta, acusado de haber tapado a los cantantes, que en general reciben un gran aplauso. Todo va normal hasta que aparecen dos señores con lazo amarillo, que provocan que yo deje de aplaudir y que una buena parte de los espectadores comiencen a gritar enfurecidos. Yo creo que fue un error pitar a los portadores de los lazos. A fin de cuentas, seguramente estaban haciendo una performance para dar un significado nuevo a la ópera. Fausto, al fin y al cabo, vende su alma al diablo para recuperar una juventud que resulta ridícula a partir de una cierta edad. Siguiendo la lógica fatalista faustiana, los portadores de los lazos hacen lo mismo: venden su alma al independentismo y a cambio pueden parecer revolucionarios en una época y un lugar en que apostar por la revolución no puede ser más extemporal. En el mundo mágico revolucionario, los portadores de lazos pueden olvidar que reciben el dinero que permitió su representación del Estado totalitario español y que su público no puede ser más burgués y elitista.
Creo que los portadores de lazos hacen bien en ir al Teatro Real a afirmar sus creencias mitológicas. Eso es al fin y al cabo la ópera: un lugar donde los burgueses casados puede ser eternamente jóvenes revolucionarios solteros, los antiguos comunistas antisistema saludan trajeados a las autoridades reales, los periodistas de derechas tienen que aguantar representaciones subversivas y las subvenciones permiten un microcosmos lleno de contradicciones que configura uno de los mejores lugares del mundo.