El primer libro
que me leí en 2017 fue Sumisión, de Michel Houellebecq. Lo leí en el viaje a
Astaná desde Madrid, en el que hice una escala de un día en Estambul. En
Turquía entré en varias mezquitas mientras leía una novela que tiene como
contexto la islamización de Francia y la progresiva aceptación de un
determinado tipo de vida religiosa por el protagonista. Mis circunstancias
personales eran propicias para un cambio de fe: abandonaba en Madrid a mucha
gente querida y me iba al incierto frío estepario. Uno podía desear en ese
momento ser como Huysmans, el pesimista y místico escritor francés del siglo
XIX que estudia obsesivamente el protagonista de Sumisión, y dejar “en la cuneta la carga de su existencia
individual”. Como escribe Álvaro Delgado-Gal en Revista de Libros, “Huysmans
fue un decadentista y un espíritu rompedor que empezó pensando que la vida era
una aventura y acabó prefiriendo ser un autómata en un convento benedictino”. En Sumisión,
el islamismo es un Macguffin. Lo que a Houellebecq le importa es la posibilidad
de que en Francia alguien decida dejar de ser y competir en un mundo liberal
que impone una constante reafirmación del yo. En otra de sus célebres novelas, Ampliación del campo de batalla, Houellebecq
describe minuciosamente las dificultades que la sociedad liberal crea tanto en
el mercado económico como el sexual, estableciendo paralelismos entre los
mismos:
“Algunos hacen el amor todos los días;
otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas
de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama «ley del mercado». En un
sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o
menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada
cual se arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. […] En un
sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y
excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad”.
En Kazajistán, el islamismo no es un
Macguffin: es la religión de la inmensa mayoría de la población de etnia
kazaja. En un país en que la religión fue perseguida durante muchos años, y el
libre mercado absolutamente prohibido, la descomposición de la Unión Soviética
ha supuesto que hasta cierto punto se hermanen el islam con el libre mercado.
El Presidente Nazarbayev, un ególatra que desde su antigua posición de sátrapa
comunista se reinventó en dictador vitalicio, ha combinado una liberalización
económica del país con una vuelta a algunos valores sociales conservadores.
Bajo el pretexto del terrorismo yihadista, persigue a numerosas organizaciones
de musulmanes que no siguen exactamente los mismos preceptos que la rama
mayoritaria, y mientras tanto financia redes, colegios y actividades que se
adecúan al sempiterno presidente. Entre las muchas posibles divisiones de los jóvenes
de Astaná, es notable la de aquellos que forman parte de la élite cultural del país, que no necesariamente económica, saben hablar inglés perfectamente y
viven vidas profesionales y sexuales equiparables a los occidentales, y la gran
mayoría de la población que viven vidas alejadas totalmente del ideal
occidental.
Mi mejor amigo kazajo estaba en un
colegio del movimiento de Fethullah Gulen, el exiliado turco que reside en
Estados Unidos desde que se enemistó con su antiguo aliado Erdogan.
Simplificando, su movimiento tiene muchas concomitancias con el Opus Dei, y
combina una visión conservadora pero flexible del islam con una relativa aceptación
del mercado, el comercio y las tecnologías de la información. Como en la novela
distópica de Houellebecq, todos sus amigos que abrazaban el islam tenían ya la
vida económica y sexual resuelta: trabajaban en alguno de los sitios que las
redes de seguridad del grupo proporcionaban
y se casaban con alguien que esas mismas redes garantizaban. Mi amigo era ocasional profesor de química y educador
de los niños de uno de los colegios del movimiento, y se debatía entre
reinventarse montando un restaurante uzbeko o montar una tienda de deportes de
nombre español, siempre con más amigos del movimiento. Como había aprendido
español, conseguía trabajos ocasionales para la Embajada de España: todo lo
relacionado con España era lo único que hacía fuera de sus redes de contactos.
Me llevaba constantemente a restaurantes que dirigían gente de nuestra edad a
los que conocía de su etapa en el colegio, y luego íbamos a jugar al FIFA a
unos locales de PlayStation que dirigían los mismos amigos. Los miércoles y
domingos jugábamos al fútbol con dos grupos de personas de distintas edades,
pero del mismo contexto religioso y cultural. Durante mis primeras semanas en Astaná,
pedía para llevar el combo de sushi y pizza al restaurante del mismo amigo con
el que jugaba al fútbol los miércoles. Muchas veces, interrumpíamos nuestras
actividades para que rezaran. Se iban todos juntos a un lugar apartado durante
unos minutos, y yo me quedaba solo aprovechando su ausencia para acabar con las
piezas de sushi.
Mi amigo no tenía solo solucionada la
vida económica, sino también la sexual. En todas las actividades que hicimos,
nunca conocí a ninguna chica. Mi amigo, que saludaba a una gran parte de los
jóvenes de nuestra edad, no parecía conocer a nadie del sexo femenino. Cuando
lo llevaba a alguna fiesta internacional en algún piso, mi abstemio amigo desaparecía a los cinco minutos sin hablar con ninguna chica. Yo intentaba
sacarle temas de conversación sobre sexo y mujeres, pero siempre fue imposible que
me dijera algo más allá de casarse y tener hijos. Un día, discutimos acerca de
la homosexualidad, y yo me puse nervioso por su conservadurismo y abandoné el
coche (como hacía mucho frío, acabé volviendo cobardemente a refugiarme). Entre
todos sus amigos, el tema sexual era un tabú, y el hecho de que no salieran con
ninguna chica impedía cualquier historia de celos entre amigos o cualquier
competición amorosa. Uno de los últimos días, me dijo que se iba a casar en
poco tiempo, y que vendría a visitarme en su luna de miel. Cuando abandoné
Kazajistán en abril, tras una noche entera jugando al FIFA, me concretó que me
vería en 2017 en Málaga o Madrid con su esposa. En ese momento, no me dijo
nada acerca de que no conocía a la chica con la que se iba a casar, y se limitó
vagamente a decirme que era una maestra de Karaganda.
A través de
alguien del movimiento, conoció en junio a la que hoy es su esposa, y en agosto
ya estaban comprometidos. No fue un matrimonio concertado entre las familias, y
fueron sus amigos del movimiento los que les pusieron en contacto. Tras un
rechazo inicial, la chica acabó aceptando a mi insistente amigo, que al poco
tiempo ya estaba seguro de que quería casarse con ella. Esta navidad, los dos me
han visitado en Málaga aprovechando su viaje a Europa por su luna de miel. Para
visitarme durante unas horas, han cogido un autobús desde Madrid y han
reorganizado todo su viaje por Europa. Se han sorprendido de que en España
apenas haya niños por las calles, y que “se vean más perros que niños”. Nos han
dicho a mi familia y a mí que la próxima vez que vengan, si dios quiere,
tendrán hijos. Me ha animado sinceramente a seguir su ejemplo y formar una
familia, y en cierto modo he entendido al reaccionario Houellebecq y a la
feminista Eva Illouz: en el antiguo mercado matrimonial, en el que la compañía precede
al amor y al sexo, había ciertamente ventajas que se nos escapan a los que ya
hemos entrado en la época en la que el sexo es el comienzo de la intimidad.
El peligro demográfico
al que alude Houellebecq es real: los decadentes y liberales occidentales con
sus estilos de vida refinados no quieren tener hijos mientras que otras sociedades,
con mujeres dispuestas a ser amas de casa y deseosas de simplemente contentar a
sus maridos, encuentran que formar una familia es el máximo objetivo de sus
vidas. Según esta tesis, el matrimonio inamovible cumple la función de
proteger las relaciones. Así, evitan el trasiego sentimental moderno y obligan
a una fidelidad desapasionada pero perpetua que garantizaría el correcto cuidado
de la familia. Lo que se pierde en amor y experiencias se gana en tranquilidad
y estabilidad. Al fin y al cabo, ¿quién no sufre desengaños amorosos en nuestra
sociedad, y quién no desearía a veces una vida más simple y clara? Para mi
amigo, las calles de Kazajistán, llenas de niños con muchos abrigos y padres veinteañeros,
dan fuerza a su argumento de que lo mejor para un país y una sociedad son este
tipo de familias. Como Huysmans, podemos acabar pensando que vivir una vida de
aventuras no merece la pena, y que es mejor recluirse a una vida estable en
cuanto tengamos la primera oportunidad.
Sin embargo, las cosas son más
complejas, y muchos conservadores afrontan vidas tremendamente aburridas y
previsibles que pocos de nosotros estaríamos dispuestos a aguantar. Lo malo es
vivir en aquellos sitios que Houellebecq parece reclamar o anunciar como
inevitables, pero no adecuarse al tipo de vida que esa sociedad tiene preparada
para ti. Mi otro gran amigo en Kazajistán era una chica que trabajaba en una
importante consultora, y que hacía las mismas largas jornadas que se hacen en
España pero sin cobrar lo equiparable incluso en el nivel de vida kazajo. Con
veinticinco años, según los estándares kazajos, para ella debería ser difícil
casarse, y recibía cierta presión por parte de su familia. Con mucha más
capacidades, inteligencia y atractivo que cualquiera de sus contrapartes del
movimiento de Gulen, seguramente lo tendría mucho más fácil si se abandonara a
un tipo de vida religioso y casero, dejando que fuera un hipotético marido el
que se ganara la vida. Uno no puede evitar pensar que ella se casará en
cualquier momento, y que quizás retome el islam y abandone las inquietudes
políticas que nos llevaron a contar los 350 retratos que el maniaco Nazarbayev ha
puesto en el museo Nacional de Historia de Kazajistán para hacer honor a su
enorme ego. A ella la vi unas horas casi por casualidad en Barcelona este
verano, justo dos días después del atentado yihadista. Creo que debería tratar
de abandonar Astaná e irse a vivir a un lugar con más posibilidades, pero sobre
todo espero que no se case con alguien muy conservador.
Iba a acabar este artículo diciendo que
es mejor vivir en un país liberal como España, en el que se puede decidir tener
una vida conservadora sin problemas, que en uno conservador donde quienes
quieran tener otros tipos de vida lo tengan más difícil. Pero me parece hipócrita.
Al fin y al cabo, mucha gente en España juzga negativamente los matrimonios concertados
o que el amor venga antes del sexo de manera similar a como en otros países se
ve el sexo casual, el hecho de que las parejas no tengan apenas hijos o el uso
de preservativos. También en las sociedades más liberales se produce una cierta
presión que provoca que sea más fácil llevar un tipo de vida a otro, y no es tan
fácil decir en España que quieres casarte y tener hijos a los 20 años o que no quieres tomar
alcohol ni salir de fiesta. En este sentido, quizás debiéramos ver que hay muchas cosas que vemos raras estrictamente por
motivos culturales, y que no hay una regla universal que proscriba que hay
una opción vital mejor que otra. Por eso, sin caer en el relativismo, creo que es preferible
defender el tipo de vida liberal por el mayor abanico de posibilidades vitales
que otorga, especialmente a las mujeres, y no porque sea más neutral a las diferentes
concepciones del bien que cada persona persigue. Quizás deberíamos aceptar con
mayor naturalidad que haya gente que defienda unas concepciones vitales muy diferentes a las de las sociedades liberales, y entender que nuestro modelo de vida pretendidamente
universal tiene limitaciones que las religiones, el comunitarismo, el
nacionalismo, la tradición y quizás la biología se encargan periódicamente de mostrar
con toda su crudeza.