jueves, 28 de diciembre de 2017

Sumisión, el mercado matrimonial y los límites del sueño liberal


El primer libro que me leí en 2017 fue Sumisión, de Michel Houellebecq. Lo leí en el viaje a Astaná desde Madrid, en el que hice una escala de un día en Estambul. En Turquía entré en varias mezquitas mientras leía una novela que tiene como contexto la islamización de Francia y la progresiva aceptación de un determinado tipo de vida religiosa por el protagonista. Mis circunstancias personales eran propicias para un cambio de fe: abandonaba en Madrid a mucha gente querida y me iba al incierto frío estepario. Uno podía desear en ese momento ser como Huysmans, el pesimista y místico escritor francés del siglo XIX que estudia obsesivamente el protagonista de Sumisión, y dejar “en la cuneta la carga de su existencia individual”. Como escribe Álvaro Delgado-Gal en Revista de Libros, “Huysmans fue un decadentista y un espíritu rompedor que empezó pensando que la vida era una aventura y acabó prefiriendo ser un autómata en un convento benedictino”. En Sumisión, el islamismo es un Macguffin. Lo que a Houellebecq le importa es la posibilidad de que en Francia alguien decida dejar de ser y competir en un mundo liberal que impone una constante reafirmación del yo. En otra de sus célebres novelas, Ampliación del campo de batalla, Houellebecq describe minuciosamente las dificultades que la sociedad liberal crea tanto en el mercado económico como el sexual, estableciendo paralelismos entre los mismos:

“Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama «ley del mercado». En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. […] En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad”.

En Kazajistán, el islamismo no es un Macguffin: es la religión de la inmensa mayoría de la población de etnia kazaja. En un país en que la religión fue perseguida durante muchos años, y el libre mercado absolutamente prohibido, la descomposición de la Unión Soviética ha supuesto que hasta cierto punto se hermanen el islam con el libre mercado. El Presidente Nazarbayev, un ególatra que desde su antigua posición de sátrapa comunista se reinventó en dictador vitalicio, ha combinado una liberalización económica del país con una vuelta a algunos valores sociales conservadores. Bajo el pretexto del terrorismo yihadista, persigue a numerosas organizaciones de musulmanes que no siguen exactamente los mismos preceptos que la rama mayoritaria, y mientras tanto financia redes, colegios y actividades que se adecúan al sempiterno presidente. Entre las muchas posibles divisiones de los jóvenes de Astaná, es notable la de aquellos que forman parte de la élite cultural del país, que no necesariamente económica, saben hablar inglés perfectamente y viven vidas profesionales y sexuales equiparables a los occidentales, y la gran mayoría de la población que viven vidas alejadas totalmente del ideal occidental.  

Mi mejor amigo kazajo estaba en un colegio del movimiento de Fethullah Gulen, el exiliado turco que reside en Estados Unidos desde que se enemistó con su antiguo aliado Erdogan. Simplificando, su movimiento tiene muchas concomitancias con el Opus Dei, y combina una visión conservadora pero flexible del islam con una relativa aceptación del mercado, el comercio y las tecnologías de la información. Como en la novela distópica de Houellebecq, todos sus amigos que abrazaban el islam tenían ya la vida económica y sexual resuelta: trabajaban en alguno de los sitios que las redes de seguridad del grupo proporcionaban y se casaban con alguien que esas mismas redes garantizaban. Mi amigo era ocasional profesor de química y educador de los niños de uno de los colegios del movimiento, y se debatía entre reinventarse montando un restaurante uzbeko o montar una tienda de deportes de nombre español, siempre con más amigos del movimiento. Como había aprendido español, conseguía trabajos ocasionales para la Embajada de España: todo lo relacionado con España era lo único que hacía fuera de sus redes de contactos. Me llevaba constantemente a restaurantes que dirigían gente de nuestra edad a los que conocía de su etapa en el colegio, y luego íbamos a jugar al FIFA a unos locales de PlayStation que dirigían los mismos amigos. Los miércoles y domingos jugábamos al fútbol con dos grupos de personas de distintas edades, pero del mismo contexto religioso y cultural. Durante mis primeras semanas en Astaná, pedía para llevar el combo de sushi y pizza al restaurante del mismo amigo con el que jugaba al fútbol los miércoles. Muchas veces, interrumpíamos nuestras actividades para que rezaran. Se iban todos juntos a un lugar apartado durante unos minutos, y yo me quedaba solo aprovechando su ausencia para acabar con las piezas de sushi.

Mi amigo no tenía solo solucionada la vida económica, sino también la sexual. En todas las actividades que hicimos, nunca conocí a ninguna chica. Mi amigo, que saludaba a una gran parte de los jóvenes de nuestra edad, no parecía conocer a nadie del sexo femenino. Cuando lo llevaba a alguna fiesta internacional en algún piso, mi abstemio amigo desaparecía a los cinco minutos sin hablar con ninguna chica. Yo intentaba sacarle temas de conversación sobre sexo y mujeres, pero siempre fue imposible que me dijera algo más allá de casarse y tener hijos. Un día, discutimos acerca de la homosexualidad, y yo me puse nervioso por su conservadurismo y abandoné el coche (como hacía mucho frío, acabé volviendo cobardemente a refugiarme). Entre todos sus amigos, el tema sexual era un tabú, y el hecho de que no salieran con ninguna chica impedía cualquier historia de celos entre amigos o cualquier competición amorosa. Uno de los últimos días, me dijo que se iba a casar en poco tiempo, y que vendría a visitarme en su luna de miel. Cuando abandoné Kazajistán en abril, tras una noche entera jugando al FIFA, me concretó que me vería en 2017 en Málaga o Madrid con su esposa. En ese momento, no me dijo nada acerca de que no conocía a la chica con la que se iba a casar, y se limitó vagamente a decirme que era una maestra de Karaganda.

A través de alguien del movimiento, conoció en junio a la que hoy es su esposa, y en agosto ya estaban comprometidos. No fue un matrimonio concertado entre las familias, y fueron sus amigos del movimiento los que les pusieron en contacto. Tras un rechazo inicial, la chica acabó aceptando a mi insistente amigo, que al poco tiempo ya estaba seguro de que quería casarse con ella. Esta navidad, los dos me han visitado en Málaga aprovechando su viaje a Europa por su luna de miel. Para visitarme durante unas horas, han cogido un autobús desde Madrid y han reorganizado todo su viaje por Europa. Se han sorprendido de que en España apenas haya niños por las calles, y que “se vean más perros que niños”. Nos han dicho a mi familia y a mí que la próxima vez que vengan, si dios quiere, tendrán hijos. Me ha animado sinceramente a seguir su ejemplo y formar una familia, y en cierto modo he entendido al reaccionario Houellebecq y a la feminista Eva Illouz: en el antiguo mercado matrimonial, en el que la compañía precede al amor y al sexo, había ciertamente ventajas que se nos escapan a los que ya hemos entrado en la época en la que el sexo es el comienzo de la intimidad.

El peligro demográfico al que alude Houellebecq es real: los decadentes y liberales occidentales con sus estilos de vida refinados no quieren tener hijos mientras que otras sociedades, con mujeres dispuestas a ser amas de casa y deseosas de simplemente contentar a sus maridos, encuentran que formar una familia es el máximo objetivo de sus vidas. Según esta tesis, el matrimonio inamovible cumple la función de proteger las relaciones. Así, evitan el trasiego sentimental moderno y obligan a una fidelidad desapasionada pero perpetua que garantizaría el correcto cuidado de la familia. Lo que se pierde en amor y experiencias se gana en tranquilidad y estabilidad. Al fin y al cabo, ¿quién no sufre desengaños amorosos en nuestra sociedad, y quién no desearía a veces una vida más simple y clara? Para mi amigo, las calles de Kazajistán, llenas de niños con muchos abrigos y padres veinteañeros, dan fuerza a su argumento de que lo mejor para un país y una sociedad son este tipo de familias. Como Huysmans, podemos acabar pensando que vivir una vida de aventuras no merece la pena, y que es mejor recluirse a una vida estable en cuanto tengamos la primera oportunidad.

Sin embargo, las cosas son más complejas, y muchos conservadores afrontan vidas tremendamente aburridas y previsibles que pocos de nosotros estaríamos dispuestos a aguantar. Lo malo es vivir en aquellos sitios que Houellebecq parece reclamar o anunciar como inevitables, pero no adecuarse al tipo de vida que esa sociedad tiene preparada para ti. Mi otro gran amigo en Kazajistán era una chica que trabajaba en una importante consultora, y que hacía las mismas largas jornadas que se hacen en España pero sin cobrar lo equiparable incluso en el nivel de vida kazajo. Con veinticinco años, según los estándares kazajos, para ella debería ser difícil casarse, y recibía cierta presión por parte de su familia. Con mucha más capacidades, inteligencia y atractivo que cualquiera de sus contrapartes del movimiento de Gulen, seguramente lo tendría mucho más fácil si se abandonara a un tipo de vida religioso y casero, dejando que fuera un hipotético marido el que se ganara la vida. Uno no puede evitar pensar que ella se casará en cualquier momento, y que quizás retome el islam y abandone las inquietudes políticas que nos llevaron a contar los 350 retratos que el maniaco Nazarbayev ha puesto en el museo Nacional de Historia de Kazajistán para hacer honor a su enorme ego. A ella la vi unas horas casi por casualidad en Barcelona este verano, justo dos días después del atentado yihadista. Creo que debería tratar de abandonar Astaná e irse a vivir a un lugar con más posibilidades, pero sobre todo espero que no se case con alguien muy conservador.  

Iba a acabar este artículo diciendo que es mejor vivir en un país liberal como España, en el que se puede decidir tener una vida conservadora sin problemas, que en uno conservador donde quienes quieran tener otros tipos de vida lo tengan más difícil. Pero me parece hipócrita. Al fin y al cabo, mucha gente en España juzga negativamente los matrimonios concertados o que el amor venga antes del sexo de manera similar a como en otros países se ve el sexo casual, el hecho de que las parejas no tengan apenas hijos o el uso de preservativos. También en las sociedades más liberales se produce una cierta presión que provoca que sea más fácil llevar un tipo de vida a otro, y no es tan fácil decir en España que quieres casarte y tener hijos a los 20 años o que no quieres tomar alcohol ni salir de fiesta. En este sentido, quizás debiéramos ver que hay muchas cosas que vemos raras estrictamente por motivos culturales, y que no hay una regla universal que proscriba que hay una opción vital mejor que otra. Por eso, sin caer en el relativismo, creo que es preferible defender el tipo de vida liberal por el mayor abanico de posibilidades vitales que otorga, especialmente a las mujeres, y no porque sea más neutral a las diferentes concepciones del bien que cada persona persigue. Quizás deberíamos aceptar con mayor naturalidad que haya gente que defienda unas concepciones vitales muy diferentes a las de las sociedades liberales, y entender que nuestro modelo de vida pretendidamente universal tiene limitaciones que las religiones, el comunitarismo, el nacionalismo, la tradición y quizás la biología se encargan periódicamente de mostrar con toda su crudeza.