domingo, 3 de noviembre de 2019

Historias de Nueva York (I)


Mujeres en la ventana. Aún recuerdo cómo Javier Ocaña, en su curso de cine en el Colegio Mayor Mara, nos habló del mito de la mujer en la ventana. Creo que utilizó el libro y la adaptación cinematográfica de Madame Bovary para ilustrar el mito. Javier explicó cómo a lo largo del tiempo diversos creadores habían fantaseado con las mujeres que se asomaban a las ventanas. Yo a veces paseaba por Madrid mirando las ventanas y los balcones, imaginándome las historias que se podrían estar fraguando en esos lugares. Mientras paseo por mi barrio, Crown Heights, me gusta observar los bloques y me acuerdo del curso de cine. Como titula su libro sobre la ciudad Paolo Cognetti, Nueva York es una ventana sin cortinas. Es verdad que en muchos de los pisos de Brooklyn se puede ver el interior desde fuera, y que con un poco de atención uno puede acabar descubriendo casi cualquier cosa. Así ocurre en la Ventana indiscreta, en la que James Stewart, por mirar demasiado, es testigo de un asesinato. En mi barrio, si uno mira mucho por la ventana es probable que acabe viendo un crimen. A la primera semana de llegar, apuñalaron a un judío ortodoxo a unas pocas manzanas de casa. Hace dos semanas, un tiroteo al lado de casa causó 4 muertos y varios heridos. Casi cada semana, un aviso nos llega al móvil anunciando secuestros de niños, tiroteos, atracos, tempestades o huracanes. En realidad, la sensación en el barrio en general es de seguridad. Pero con un poco de imaginación y una mirada cinéfila, uno puede imaginarse en cada bloque de pisos de Crown Heights unas cuantas historias que hubiera filmado Hitchcock. El mito de la mujer en la ventana, para mí, se ha convertido en el mito del hombre muerto.



Ratas en las aceras. Había leído en El País que Nueva York estaba llena de ratas. Es verdad. He ido poco a poco aprendiendo a verlas. Ahora sé localizarlas en casi cualquier rincón. Me siguen dando asco, y eso es lo que más me distingue de los neoyorquinos. Chris y Maya se ríen de mí cuando me ven asustarme por una rata. Ellos, que han vivido en la ciudad casi toda la vida, saben ya de qué va la cosa. El único motivo por el que la película Joker resulta verosímil es que ocurre en Nueva York, un lugar en el que las ratas, la suciedad y los desórdenes mentales son parte del paisaje.



Citas en las esquinas. La vida en Nueva York está estructurada para que la gente tenga citas constantemente. Como estoy fuera del mercado, una gran parte de las posibles actividades que podría hacer desaparecen. Mi mejor amigo del doctorado tuvo ocho citas en sus tres primeras semanas, siete de las cuales tuvieron final feliz. Mis amigas españolas no tienen que hacer casi ningún esfuerzo para quedar con todos los tipos que quieren. En general, la gente vive muy ocupada con el trabajo y apenas tiene tiempo para tonterías. Así, mucha gente soltera se libera una o dos noches para tener una cita que seguramente acabe en sexo. Eso dificulta sobremanera las relaciones de amistad entre grupos que se ven de manera constante, pero también tiene ventajas para aquellos que están solteros. En Nueva York, solo hay una cosa que supera al número de ratas que uno se encuentra al hacer cualquier actividad, y es el potencial número de citas que se están desperdiciando.   



Trabajo constante. A veces creo que trabajo mucho, casi diría que todo el rato. Entonces, hablo con los demás españoles que estudian en Nueva York y siento que no hago nada. No me gusta hablar de lo que hago con mi doctorado a la gente, así que normalmente digo tonterías respecto a lo que teóricamente me dedico. Quizás por esto, una chica me ha dicho que esperaba que fuera más trabajador y serio cuando se enteró de que había escrito un libro; otra, a la que llevaba mucho tiempo sin ver, me preguntó que qué tal llevaba el paro tras mi estancia en Bruselas; una mujer mayor catalana me dijo que los andaluces no trabajábamos. Es verdad que en Nueva York todo el mundo trabaja más que yo, pero eso es porque los neoyorquinos no hacen otra cosa. Si algo funciona se dice que it works, ya que es la única función que un neoyorquino entiende que pueda tener un organismo. Hacer amigos, para un neoyorquino, es parte del trabajo y se llama networking; tomar cervezas también es trabajo ya que despeja la mente y se llama work hard party hard; tomar un whisky mientras trabajas te permite ser un workaholic; una cita estándar es considerada networking hasta que luego, si todo va bien, pasa a ser coworking; hacer un trío se llama teamwork y una orgía se considera massive work; ser voluntario en cualquier organización benéfica te permite ser un workawayer  y trabajar el doble; quedarse en casa una mañana se llama teleworking y es una parte fundamental de la vida laboral neoyorquina; casarse para obtener la Green card se considera ultimate networking; divorciarse una vez obtienes lo que quieres es lo que se considera la work ethic; dejarse de asustar tras ver una rata entra dentro de la categoría de working habits; ser madre te permite identificarte con la serie Workin’ moms; ir a una manifestación por el planeta se llama extinction networking; hacerse vegetariano vegworking; matar una rata y ofrecérsela en sacrificio a tu jefe extreme networking; escribir filosofía se llama hacer un Dworkin.



Historias truncadas. Nunca había visto tantas vidas irse al garete tan rápido como en estos meses. A Aisa, se le murió el padre en Turquía y tiene que dejar el doctorado en agosto para volverse a su pueblo. A Roberto, le denegaron la Visa de trabajo y se ha tenido que volver a Colombia. A Isa, se le han muerto los dos abuelos en España nada más llegar a Nueva York. Cada día, en el metro me cruzo con personas que están en las peores condiciones materiales y mentales posibles. Aunque no es comparable con lo que veía en Nueva Delhi, es muy fácil deprimirse si una noche te tocan tres o cuatro escenas lamentables: una mujer medio desnuda que grita pidiendo ayuda en el metro; un enfermo mental que te pide dinero muy educadamente mientras no sabe a qué lugar mirar; un señor con los ojos blancos que no puede moverse en la acera; un joven inconsciente en la boca del metro. A mí, aún no me ha pasado nada. Pero la sensación de fragilidad que da esta ciudad, en la que nunca sabemos muy bien si estamos cubiertos por el seguro médico o no y la desigualdad económica es extrema, es tremenda.



Amigos en la gran ciudad. Nunca me había resultado tan difícil hacer un grupo de amigos como en Nueva York. En dos meses, he conocido a más gente de la que recuerdo, pero apenas mantengo relaciones con algún grupo. He conocido a muchas personas que considero que serán mis amigos en el futuro, pero no sé si voy a tener ningún grupo estable con el que verme todas las semanas. Vine con Pablo, uno de mis mejores amigos, y eso ha sido mi salvación. Durante varios fines de semana, he estado alternando planes que si los veo en retrospectiva me parecen una locura. Por ejemplo, un fin de semana en el que, tras el mitin de Bernie Sanders, acabé en un restaurante peruano ilegal con David Riker, Amy Goodman y más amigos españoles, viendo cómo un gallego decía gastarse más de 4.000 dólares en limusinas cada mes mientras un chico de Leganés le hacía un striptease a una dominicana de 60 años; un fin de semana en Filadelfia con personas de estudios culturales de NYU, CUNY y UPenn haciendo de resaca un collage izquierdista con Ana Penyas; varios fines de semana con Luis, Enrique, Pablo, Sergio y otros amigos haciendo todo tipo de planes en Washington y Nueva York; una noche tomando vino junto con las mujeres mayores de 60 años más interesantes (y ricas) que conoceré en mi vida; varios domingos de resaca con Javi y Claudia viendo partidos del Atlético de Madrid y el Barcelona; aprender a tocar jazz en el piano junto a Carolina los miércoles; conocer a todas las Fulbright, sobre todo a Leti y Inés, y enfadarnos por tonterías y reconciliarnos sin saber muy bien cómo; un sábado en el que nos colamos en el Brooklyn Book Festival alegando ser guionistas y acabamos en la casa del hijo de un miembro de Pink Floyd junto a un escritor sexagenario trumpista que me cayó en gracia porque se parecía físicamente a Aramburu; un jueves en el que una chica de mi equipo de fútbol intenta pegarle a otra chica sin ninguna razón mientras le grita puta y le dice que le iba a matar; unos cuantos días visitando los mejores museos que vi en mi vida; unos cuantos encuentros con personajes entrañables como Israel y Susan, que desde su experiencia me hablan de posibles libros y proyectos futuros. 


Nunca había conocido a tanta gente interesante en mi vida. A la vez, jamás me había sentido con tanta frecuencia tan inseguro. Todo el mundo tiene mil planes y proyectos que son los más interesantes del mundo. A veces, parece que nadie tiene tiempo para estar con los demás, que hay que solicitar con semanas de antelación cualquier posible plan. Además, como estudiante de doctorado tengo poco dinero, y no puedo permitirme una parte de los planes que hacen mis amigos que trabajan. Muchas veces me siento un farsante, y pocas veces digo lo que pienso de las cosas, que suele ser negativo. Yo ya sé las reglas de juego en cada gran ciudad: uno viene y va de mil sitios y nada va a permanecer igual durante mucho tiempo. Muchas veces solo tengo a Belén para contarle lo que me ha pasado, y no entiendo la manera en que se comportan muchos de los americanos de mi entorno. Aunque tengo suerte de que en Nueva York están algunos de mis mejores amigos, y que Enrique está a distancia de autobús, otra buena parte de mi vida está muy lejos. Echo de menos a mis amigos de Málaga. Me da mucho miedo que pase algo en mi ciudad y yo no esté: asociar Málaga con la muerte es la secuela de un año muy malo en términos de pérdidas, y estar tan lejos contribuye a que tema que cada llamada de España sea para anunciarme que una vida se ha acabado. Estoy bien, pero echo de menos lo que ya nunca va a volverme a ocurrir: el reencuentro con mis amigos cada día después de comer para comentar el último cotilleo; la sensación que tenía entonces de que algunas cosas iban a ser para siempre.