jueves, 23 de junio de 2016

DESPEDIRSE



El otro día fui a la graduación de mi primo Daniel. Acaba de terminar 6º de Primaria y hacían una fiesta en su pequeño colegio. Un cartel grande anunciaba la tragedia: “Una etapa se cierra, un mundo nuevo se abre, ¡siempre estaremos juntos!”. Era fácil observar que yo no pintaba nada allí: era la única persona sin hijos, en ese limbo de personas que no hablan ni se plantean ahora mismo cosas como casarse o tener hijos. “¡Tengo 23 años!”, me decía, “es lógico que no pare de salir y que me dé miedo mirarlos con sus hijos”. Cuando, hace dos años, ya empezaba a creerme poco las cosas de los enamoramientos, ponía mis 23 años como un punto de inflexión: algo así como de que a partir de ese momento las cosas serían distintas. Ahora he tenido que ponerlo a los 30. No era algo que se me haya ocurrido a mí: ya lo dejó memorablemente dicho el personaje de Ivan en Los Hermanos Karamazov

“No sé si lo creerás, pero después de nuestro encuentro con ella, era lo único que pensaba de mí, que soy un mozo de veintitrés años, un mozalbete; y ahora empiezas con eso mismo. Estaba aquí y me decía: aunque no creyese en la vida, aunque perdiese la fe en la mujer amada y en el orden de las cosas, aunque llegase al convencimiento de que, al contrario, todo puede ser un caos desordenado, maldito y, acaso, diabólico, aunque cayesen sobre todos los horrores de la desilusión humana, a pesar de todo, querría vivir y llevaría a mis labios esta copa para no separarlos de ella, ¡hasta apurarla! Por lo demás, seguramente a los treinta años arrojaré la copa, aunque no la haya apurado, y me iré… no sé a dónde. Pero hasta los treinta, estoy seguro, mi juventud lo vencerá todo, cualquier desilusión, cualquier repulsión hacia la vida. Me he preguntado muchas veces si en el mundo hay una desesperación capaz de vencer en mí esta sed frenética y hasta indecorosa de vivir, y he llegado a la conclusión de que no la hay, hasta los treinta años, se entiende, y luego como yo quiera. Eso es lo que a mí me parece”. 

Es difícil tomarse algo demasiado en serio si uno se lo piensa un poco. Los primeros amores, los que parecen tan fuertes, son en realidad los menos reales: luego las cosas se van repitiendo, es verdad, pero como escribió Marx a propósito de otros asuntos, “primero como tragedia y luego como farsa”. El amor de pareja real tiene mucho más que ver con la cotidianidad que con la pasión, con la aceptación de la mediocridad que con la ascendencia idealista. Lo describía Antonio García Maldonado escribiendo sobre Borgen, a propósito de esa edad maldita de los 30: “no es más que la necesidad de elegir. No se puede tener todo. Hay que tomar decisiones trascendentes y afrontar realidades complicadas, que es en esencia en lo que consiste la vida a partir de los 30”. En un reciente artículo en Letras Libres, Elvira Liceaga mantenía que debíamos aprender a alejarnos de las “obsesiones equivocadas”: 

“Propongo recuperar más bien una cultura del desapego a través de las despedidas ceremoniosas. ¿Por qué no aprendemos, mientras enseñamos a las nuevas generaciones, a apreciar el cuerpo humano con su propia degradación? Asumir la caducidad propia. Vivir a conciencia de que nuestros padres, nuestra pareja y nuestros hijos pueden de hecho fallecer, e ir ensayando diferentes formas de la soledad, de un poco, no mucho, de independencia o de la autonomía emocional, pero sobre todo del duelo y de la capacidad de sobrellevar las pérdidas. Comunicarnos nuestros últimos deseos, reescribir cada tanto el testamento, donar hoy mero nuestros órganos y acostumbramos a que nuestro cuerpo no es nada más nuestro. Aprovechar la cotidianidad y planear una buena fiesta en lugar de un funeral.”

Uno desearía no haber perdido el control, a estas alturas, de sus impulsos; desgraciadamente eso no se elige. Ya sólo queda teorizar sobre ellos para tratar de coger algo de distancia: no hay manera una humana de vencerlos. Como escribe Hölderlin en Hyperion:

“Cuando su divina cabeza, muerta de placer, cayó sobre mi cuello desnudo y sus dulces labios tranquilizaron mi agitado pecho y su amado aliento me llego hasta el alma... ¡oh Belarmino!, entonces me abandonaron los sentidos y el espíritu huyo de mí. Pero ya veo, sí, ya veo cómo tiene que terminar esto. El timón ha caído a las olas y el barco, como un niño cogido por los pies, será estrellado contra las rocas.”

Aparentemente, de los 23 años a los 30 hay un trecho importante. Y es verdad: aún no debería preocuparme. Cada año me da tiempo a muchas cosas, me gusta en general mi vida y no quiero cambiar demasiadas cosas de la misma: deseo sinceramente que se paralizara el tiempo y viviera siempre esta época de incertidumbre. Mi día a día está bien. Es cuando veo la vida de los demás y, incluso haciendo unos cálculos relativamente conservadores, veo que me estoy acercando peligrosamente a un “estado de cosas” determinado, cuando se me viene el “tiempo encima” y me doy cuenta de algo terrible: lo que ahora está bien pasará a ser ridículo mucho antes de lo que parece. Como ocurre en La Montaña Mágica, en cuanto uno se deje llevar a un tipo de estado mental la vida se consumirá sin que nos demos cuenta: una peonza que va dando vuelta sobre los mismos temas (la misma chica, la familia que tienes decayendo y la que no tuviste en las entrañas, lo no conseguido profesionalmente, lo perdido, la envidia) cada vez con menos fuerza, como una triste parodia.

Desde que me fui de Málaga a Madrid hace seis años no paró de despedirme. Mi vida, a veces, es una mera sucesión de despedidas. En las despedidas, es mucho mejor ser el que se va que el que se queda. Cuando uno se va se asegura tener una recepción en otro lugar, un encuentro de nuevas posibilidades: la tristeza inicial tiene un punto egoísta. Cuando uno se queda es cuando se sufre. Afortunadamente, yo casi siempre me voy. Es más fácil despedirse de los amigos; un abrazo y una nueva aventura esperarán en otro lugar: la sensación de tiempo perdido en común es menor. De la familia es complicado: los más pequeños cambian a una velocidad de vértigo y los más mayores puede que no hayan cambiado nada o que lo hayan cambiado todo para la próxima vez. Despedirse de los animales es complejo: con la esperanza de vida que tienen coger cariño por un animal es peligroso. Cada despedida es una pequeña muerte. Las peores despedidas ya se saben cuáles son. En las despedidas se da cuenta uno de lo que implican las relaciones a distancia: se llevan vidas paralelas que no se conocen y, así, todo pasa más rápido y más lento a la vez ¡Es una farsa! Uno conoce historias cruzadas, lo que es de agradecer, pero el tiempo mutuamente pasado se reduce tanto que las anécdotas no van por días… ¡van por años! En un año puedes coincidir dos veces con una persona a la que consideras importante… ¡Qué se puede sacar de ahí! Por eso es mucho más fácil despedirme de Madrid que de Málaga. Como me fui hace seis años de Málaga, mi relación con mis amigos y familia es equivalente a la de un mero año: el tiempo que he pasado físicamente allí. Desde mis 18 años, tengo tres años y medio de Madrid, uno y medio en el extranjero y otro de Málaga… ¡Por qué me he quedado sentimentalmente en mi ciudad! Tal y como pintan las cosas, Thomas Mann tiene razón: a partir del año que viene la Montaña Mágica malagueña será cada vez menor, hasta que un día en que casi desaparezca para siempre: creo que ha llegado definitivamente El último de los veranos que Airbag lleva anunciando siempre. La distancia entre el tiempo real transcurrido y el tiempo juntos pasado es cada vez más trágica. A pesar de que no paro de salir y hacer cosas, cada vez veo a menos gente dos días seguidos. ¡No solo me pasa a mí, nos pasa a todos! Últimamente me doy cuenta que en muchos holas estoy diciendo en realidad adiós y que en muchos cómo te va estoy afirmando que no construiremos nada nuevo ya nunca más. A veces pienso que la estabilidad tiene que ver con que los adioses sean hasta mañanas. La felicidad puede tener que ver con la certeza de verse al día siguiente.

Aunque solo tengo 23 años, mi vida ya no es la que era: curiosamente es en la mayoría de aspectos mejor. A mi primo Daniel deberían enseñarle que no estaremos siempre juntos, que cuando se cierran etapas se pierde la mayoría de lo que uno considera importante. Que si no somos nosotros los que nos movemos otros se moverán y te dejarán solo, que hay que cuidarse a uno mismo y no confiar demasiado en nadie. En la maravillosa película Fat City, de John Houston, un veterano púgil en decadencia (interpretado por Stacy Keach) acaba observando a un camarero, mayor, raquítico y viejo, en la barra de un bar mientras desesperado habla con un joven boxeador (ya casado) interpretado por Jeff Bridges.

-          “¿Te gustaría despertarte por la mañana y ser él? Jesús, qué basura. Antes de dar tumbos, vete en línea recta al sumidero.
-          Quizás es feliz.
-          Quizás todos lo seamos. ¿Verdad? ¿Crees que fue joven alguna vez?
-          No.
-          A lo mejor lo fue.
-          Eh amigo, yo ya me voy.
-          Quédate. Hablemos.
-          De acuerdo.”

La película acaba con un largo plano en que los dos toman café sin que tengan nada que decirse. Entonces suena la música de Kris Kristofferson con la que empieza la película: Help me make it through the night. Uno se imagina mirando a los desmejorados padres con sus hijos en su decadente graduación y criticarles duramente: entonces puede que te des cuenta de que es lo que quieres ser, y que lo que haces es ridículo. En el para mí momento más dramático de la película, el personaje de Stacy Keach, que con el aspecto devastado que tiene aparenta unos 50 años, había desvelado su edad: está a punto de cumplir 30 años. 

Mis cálculos más optimistas me dan seis meros encuentros a solas con algunas de las personas a las que quiero hasta cumplir los treinta años. Ya para esas alturas se habrán casado y tendrán sus hijos. Ya para entonces los holas serán definitivos adioses y viviré en el absoluto pasado. Sus hermanas se están casando antes de esa edad; también algunos de mis amigos de 26 o 27 años: ¡yo ya sé la que me espera! Si tengo la suerte de encontrar a alguien en una ciudad que no sea Málaga, estoy seguro que me prohibirá volver a mi ciudad. ¡Tampoco podré ir a Dinamarca ni a Berlín! La mayoría de mis amigos han mantenido ya a mi edad multitud de relaciones sentimentales. Imagino que a la cuarta o quinta, como escribió Eva Illouz, ya no caerán en las mismas escenas sentimentaloides o, al menos, no se las creerán: me da que imagino demasiado. En el fondo da igual que haya distancia o no: al final la pasión se desfigura como un sueño. “Ningún amor es original”, escribió Roland Barthes. Hölderlin describe mejor que nadie lo que quizás debiéramos destruir: 

“Había anochecido y las estrellas trepaban por el cielo. Nos paramos, en silencio, al pie de la casa. Había en nosotros y sobre nosotros algo eterno. Tierna como el éter me envolvió Diotima.
-Loco mío, ¿qué es la separación?-, me susurro misteriosamente con la sonrisa de un inmortal.
-Ahora yo también me siento de otra manera-, dije, -y no sé cuál de las dos cosas es un sueño, si mi pena o mi alegría.-
-Las dos-, respondió ella, -y las dos son buenas-.
-¡Oh perfecta!-, exclame, -hablo igual que tú. En el cielo estrellado nos reconoceremos. Que él sea la señal entre tú y yo mientras callen los labios.”

En todo caso, la esperanza no debería perderse. Lo que nunca debería hacerse, aparte de sentir dependencia absoluta por otra persona, es lo que hace el personaje lorquiano de Asi que pasen cinco años: esperar cinco años. A Lorca lo mataron justo a los cinco años de escribir la obra y al personaje de su obra le persiguen los fantasmas de las chicas con las que no estuvo. En cinco años quizás sea momento de “settle down”. Y, mientras tanto, confío moderadamente en la mayoría de mis amigos, tanto de Málaga como de Madrid, para poder seguir manteniendo las “conversaciones que duran toda una vida”. Ahora no me queda otra que seguir haciendo lo que hago: irme a Francia de vacaciones. Se pueden vivir infinitas vidas. Me despido del blog hasta septiembre, en una despedida no amarga.

Debería decir el cartel de la graduación: “una etapa se cierra, un mundo nuevo se abre, ¡No siempre estaremos juntos pero el recuerdo nos mantendrá unidos! Vive todas las posibles vidas que tienes dentro de ti.”

jueves, 16 de junio de 2016

La “nueva izquierda”, Unidos Podemos y lo poco que aprendimos en la universidad



Cuenta Tony Judt que cuando, en 1968, los estudiantes franceses de los colegios mayores del sur de París ocuparon la Sorbona y parte del centro de París, los dirigentes del Partido Comunista Francés (PCF) reiteraban continuamente que lo que ocurría no era una revolución: se trataba de una fiesta. El líder del PCF francés, George Marchais, los calificó despectivamente como fils à papa. Desde hacía varios años, en algunos colegios mayores, había discusiones sobre las prohibiciones en los movimientos nocturnos de las residencias masculinas y femeninas. ¡Nada que no se destile en la Ciudad Universitaria madrileña entre los carcas del Mendel! Daniel Cohn-Bendit, que acabaría muchos años más tarde como eurodiputado del Grupo de Los Verdes/Ale y protagonizó el Mayo francés, le preguntaría en 1966 al ministro para la Juventud, François Missoffe, sobre las disputas de dormitorios (“problemas sexuales”, denominó). Cuando el ministro le respondió que debía solucionarlos zambulléndose en la nueva piscina, Cohn-Bendit, de origen alemán, comentó muy educadamente que “eso es lo que la Juventud Hitleriana solía decir”. 

Las protestas del Mayo del 68 francés, según Judt, “tuvieron un impacto psicológico absolutamente desproporcionado en relación con su verdadera significación”. Con líderes telegénicos, atractivos, jóvenes y elocuentes como los de hoy en día, sus demandas eran en realidad poco amenazadoras. A pesar de la retórica de puños cerrados y la exhibición de la iconografía de personajes de la talla de Marx, Stalin o Mao, la mayoría de los estudiantes eran bastante inconsistentes y tenían una idea bastante opaca de lo que buscaban. La mayoría tan solo “amaban la revolución”, rememoraba Dany Cohn-Bendit. El movimiento estudiantil provocó una serie de huelgas que poco tenían que ver originariamente con el mismo. Como posible nexo común, apunta Judt, estaba la idea de que “cualesquiera que fueran sus quejas particulares, lo que les frustraba por encima de todo eran las condiciones de su existencia”. Al final poco ocurrió. “En las elecciones parlamentarias posteriores, los partidos gaullistas en el poder obtuvieron una aplastante victoria, en la que aumentaron sus votos en más de una quinta parte. Los trabajadores volvieron al trabajo. Los estudiantes se fueron de vacaciones.” 

Al año siguiente en Italia, a pesar de que 1969 era un mejor año para reivindicar el sexo, las revueltas fueron mucho más serias. Es conocido lo que dijo Pasolini respecto a los estudiantes italianos: “ahora todos los periodistas del mundo os lamen el culo (…) pues yo no, queridos míos. Tenéis cara de mocosos malcriados y os odio, como odio a vuestros padres (…). Cuando ayer en Valle Giulia golpeabais a la policía, yo simpatizaba con la policía porque ellos son hijos de los pobres”. En aquella época ir a la universidad era algo verdaderamente de élites: los universitarios eran totalmente ajenos a las penurias del resto de la población. A pesar de que se había producido un aumento de la tasa de universitarios respecto a años anteriores, ninguno de los que estudiamos ahora en la universidad podemos hacernos una idea de lo que era aquella época. 

La fascinación por Marx y el marxismo fue constante durante la primera mitad del siglo XX. Sartre la consideraba “la filosofía insuperable de nuestro tiempo” y, en palabras de la Premio Nobel de la paz Liu Xiu, los intelectuales franceses “amaron a Mao y la revolución cultural porque no han vivido los acontecimientos desde el interior de ella”. Cuando el funcionamiento del comunismo evidenció pobreza endémica y falta total de libertades políticas y civiles, los marxistas fueron poco a poco buscando nuevos referentes… dentro del marxismo y el comunismo: muy pocos intelectuales fueron capaces de emular a Camus. Pensadores marxistas que habían sido críticos en algún momento con el régimen soviético fueron redescubiertos en los sesenta: Rosa Luxemburgo, György Lukacs y, ay, Antonio Gramsci. “La nueva izquierda, como comenzó a llamársela en 1965, buscó nuevos textos- y los encontró, en los escritos del joven Karl Marx, en los ensayos metafísicos y las notas escritas a principios de la década de 1840, cuando Marx apenas había cumplido veinte años y era un joven filósofo alemán empapado en el historicismo hegeliano y el sueño romántico de la libertad definitiva”, narra Judt. Muchos de estos escritos habían sido deliberadamente ocultados por Marx: el joven Marx hegeliano y el maduro Marx materialista… ¿Cuáles eran los verdaderamente marxistas?

En España, los movimientos universitarios de izquierda eran una amalgama de tendencias verdaderamente diversas. Era muy fácil estar “contra algo” como el Franquismo: mucho más difícil definir qué se quería exactamente. Movimientos y organizaciones como el FLP (conocido como FELIPE), los Sindicatos Democráticos de Estudiantes Universitarios, el PSOE, el PCE, la CNT o el POUM ofrecían distintas visiones de izquierdas, más o menos compatibles con un sistema democrático tal y como la mayoría de nosotros lo consideraríamos aceptable. En el Chami y en el San Juan Evangelista (el Johnny) vivieron muchos colegiales que tenían relación con estos movimientos: Manolo Garí, Ernesto Moltó o Miguel Romero, entre otros, se afiliaron al FLP a partir de los colegios mayores. Garí militaba en Izquierda Anticapitalista y hace poco fue el encargado por Teresa Rodríguez para negociar la investidura de Susana Díaz como presidenta de la Junta de Andalucía; Miguel Romero, por su parte, fue un referente para las nuevas generaciones de Izquierda Anticapitalista. En el entierro de Romero en el Johnny en 2014, Garí recordó que Moreno “nunca se reconcilió con los vencedores de la Transición”, hablando así de esa idea de largo combate que se mantuvo tras la dictadura franquista. El consenso socialdemócrata propuesto por Fukuyama como fin de la historia es para ellos una excusa para que gobierne el capitalismo alienante. La nueva izquierda, la que ahora está cerca de gobernar, lleva mucho tiempo entre nosotros: sacudiendo las entrañas de esa transición que no consiguió realizar. 

En una entrevista en Jot Down a Pablo iglesias, el titular era “me considero marxista, pero soy consciente de que cambiar las cosas no depende de los principios”. Pablo Iglesias ha ido modulando su crítica a la Transición. Lo mismo ha hecho Errejón. Monedero sigue manteniendo la idea de que el relato de la Transición fue una mentira y que “tiene mucho de fraude”. Podemos ha conseguido cambiar el eje del discurso y llegar más lejos de lo que Izquierda Unida consiguió nunca. Anguita lo admitió en El Mundo recientemente afirmando que “Pablo Iglesias ha conseguido lo que yo quería”. Para Anguita, que alguien le llame progresista “es un insulto”: él es rojo. ¿Y eso qué es? En la misma entrevista, lo explica a su manera: “Soy partidario de la revolución, de negar lo existente. Yo no asumo los valores del sistema. Yo me afeito, me aseo, me visto normalmente -se señala el jersey- pero soy un antisistema. Los antisistema no son esos que gritan cuatro consignas en la calle. A mí me gustan las manifestaciones silenciosas, bien organizadas, porque yo lo que quiero es ganar, no hacer folclore. Eso es ser rojo.” Sorprendentemente Izquierda Unida (o antes el Partido Comunista) no ha conseguido eso de ganar. Anguita, panchamente, lo explica en la entrevista:

“El 90% de la población piensa distinto a usted. ¿Nunca ha pensado que igual está equivocado y el 'sistema' tiene razón?
 ¿Usted cree que el 90% de la población piensa?

No sé, pero sí que votan opciones distintas a la suya.
Yo defiendo los derechos humanos: que la gente tenga trabajo, que no pase hambre, que tengan casa... Es algo que asumen todos los gobiernos democráticos del mundo. La inconsecuencia es el problema de otros partidos, no el mío. Por eso llevo razón y por eso no entiendo que la gente vote al PP. Pero en el pecado llevan la penitencia.

Dicen que el pueblo no se equivoca...
¡Qué va! ¡El pueblo se equivoca casi siempre! La democracia no es decir «pueblo mío, llevas razón», sino «pueblo mío, acato lo que dices».” 

El 90% de la población no piensa, está claro. Para Anguita muchas cosas dependen de la honestidad personal de la persona que la diga. Así, cuando en un encuentro con lectores de El Mundo le preguntaron por la tenencia de una pistola, él contestó que “el problema de las armas está en el tipo de personas que las lleva”. Por la honestidad, se sacrifica si hace falta la ideología. En Coín en mayo de 2011 afirmó que “lo único que os pido es que midáis a los políticos por lo que hacen, por el ejemplo, y aunque sea de la extrema derecha si es un hombre decente y los otros son unos ladrones votad al de la extrema derecha. Eso me lo manda mi inteligencia de hombre de izquierdas. Votad al honrado, al ladrón no lo votéis aunque tenga la hoz y el martillo”. Anguita, en Coín, lo tenía claro: “el problema que ha tenido Izquierda Unida es que los trabajadores no nos han votado. Nos han votado profesionales, intelectuales, obreros de élite. Pero el grupo de obreros en masa ha votado PSOE. ¿O no es verdad?”. ¡Ay los comunistas, que saben más que nadie! ICV, en Cataluña, ha sido casi siempre votada por las clases más pudientes. Alberto Garzón lo reconoció claramente en Jot Down: “Izquierda Unida tradicionalmente tiene dificultades para llegar a las clases populares”. Pepe Fernández-Albertos y Pau Mari-Klose han mantenido un apasionante debate acerca de la situación socioeconómica de los votantes de Podemos. Según las últimas encuestas del CIS, los votantes de Podemos hacen una V entre las clases sociales: lo votan porcentualmente más los obreros y las clases altas y media-altas que las clases medias asalariadas. Entre los más ricos, el voto a Podemos es muy mayoritario según la encuesta del CIS de enero-marzo 2016. El pueblo se equivoca casi siempre pero parece que los ricos tienen bastante razón: aunque hay que tomar los datos del CIS con cautela, aparentemente esos que cobran más de 4500 euros al mes votan proporcionalmente dos y pico veces más a Podemos que al PP (¡Y tres que al PSOE!). Es el marxismo de chalet que tan bien describió José Antonio Montano en El Español. De lo que cabe menos duda es de que Podemos es el partido de los estudiantes: del porcentaje de los mismos casi el 40% votó a Podemos (15% Ciudadanos, 11% PSOE y PP). Esos estudiantes del 68 siguen vivos.

Podemos ha conseguido un éxito abrumador entre todos mis amigos y conocidos. Antes muchos de ellos votaban a Izquierda Unida. No ha habido chica con la que estuviera que no haya votado sistemáticamente a Izquierda Unida. ¡Qué le hago yo! Las chicas que me gustan van a votar a Unidos Podemos en su mayoría. Entre mi grupo de amigos en sentido amplio Unidos Podemos es mayoritario. Ya en el Chami, cuando se hacían simulaciones de elecciones, Bildu sacaba porcentajes similares a los del PP. En todo caso, Podemos ha conseguido meritoriamente juntar a los votantes claramente de izquierdas con una masa de personas que identifican un eje abajo-arriba del que se ven excluidos: ahora aspiran a una mayoría que antes no podían ni soñar. A cambio, las contradicciones cabalgan: el pueblo ha dejado de equivocarse cuando se le ha apelado al espíritu de la “verdadera socialdemocracia”. Pablo Iglesias define ahora a Podemos (y sonrojantemente a Marx y Engels) como socialdemócrata y al PSOE como un socio de gobierno frente al eje conservador del PP y Ciudadanos. Venden que el viraje de la política europea a partir de la era Thatcher hizo que la socialdemocracia europea virara hacia el neoliberalismo: ellos combaten la tercera vía de Blair y Schroeder.  

El verdadero problema de la “nueva izquierda” es que no ha cambiado demasiado desde 1965. Las mismas discusiones inacabables, los mismos referentes caducos (cuando en una discusión me mencionaron a Hegel me eché sinceramente a temblar) y el mismo enemigo común: la realidad de que el mundo va a mejor en todos los sentidos donde se aplica la matizable teoría socioliberal y la democracia representativa. Esa socialdemocracia que tanto han odiado históricamente funciona más bien que mal (¡maldita sea!). Parte de los mismos que se consideran marxistas y que quieren aplicar las políticas de otros tiempos, son los que situaron en la URSS, en la China de Mao y en multitud de países del este su modelo a seguir: ahí tenemos a Garí y a Romero, de esa Izquierda Anticapitalista que reniega de la Transición y que ahora es parte de Unidos Podemos, ahí tenemos a algunos de esos estudiantes universitarios del 15-M que orgullosamente emulaban el Mayo francés al grito de “no nos representan” con imágenes de los revolucionarios que tanta sangre trajeron, ahí aparece Anguita yendo a celebrar a finales de los 80 sus vacaciones en la Rumanía del sanguinario Ceaucescu (“no sabía lo que estaba ocurriendo”, admitió Anguita), ahí está como mero ejemplo actual Esther López (directora del gabinete de Economía y Hacienda en el Ayuntamiento de Madrid) afirmando que “cuando nosotros tomemos el poder se llamará dictadura del proletariado porque el interés de los trabajadores será el interés común” y que la URSS “sufrió una degradación, una perversión, pero en la actualidad creo que es hasta más importante detenerse en lo positivo”, ahí tenemos a esos actuales intelectuales de izquierda, con su equidistancia característica, diciendo esta semana que los muertos de Orlando son víctimas del heteropatriarcado. Es la misma izquierda que admira (o, al menos, tiene cierta simpatía) el modelo de Venezuela y Cuba y que lloró la muerte de Chávez. Monedero vino al Chami en 2012 a defender el régimen cubano. Para él era “una isla de libertad”. Pablo Iglesias y Alberto Garzón han mentido deliberadamente (o son verdaderamente ineptos) acerca del asunto de Leopoldo López para, seguramente, no posicionarse claramente sobre Venezuela. 

Cuando el joven estudiante vaya a votar a Unidos Podemos, es posible que maneje uno de estos dos discursos: el de la socialdemocracia perdida o el del comunismo. Si uno es comunista poco hay que decirle más allá de que tiene que ser muy fino para demostrar que, vistos los resultados, su propuesta es claramente democrática; si es socialdemócrata imagino que estará al tanto de los peligros que puede llevar un partido que dirige gente tan históricamente alejada de la socialdemocracia. También es posible que, simplemente, perciba a los otros partidos como corruptos. Pero en ese caso se hace complicado que alguien valore más una teórica honradez personal, bastante difícil de demostrar, que cuestiones relativamente básicas como el respeto al estado de derecho, a la separación de poderes o una determinada afinidad ideológica. Como imagino que habrá ponderado bien los riesgos, probablemente simplemente querrá un gobierno más de izquierdas, que recupere una teórica soberanía nacional frente a los mercados y Europa: una opción legítima. Pero esos votantes deben hacer frente a algo en lo que seguramente no han pensado mucho: detrás de ellos estaban hasta hace poco los fantasmas de los vestigios de parte de lo peor del siglo XX. Es posible que un gobierno de Podemos no cambie demasiado a uno de los otros partidos en liza; es incluso muy probable que sea así por una serie de cuestiones como Europa y la complejidad intrínseca de nuestras sociedades. Pero el riesgo a un cambio radical está ahí. No estaría mal que los estudiantes vieran un poco cómo era el mundo de ayer y abracen todos los avances de esta etapa democrática. Y si eso que luego se lancen a la noche de los tiempos. Ya sabemos que, como dijo Judt, lo peor que les puede pasar es que, después de las barricadas, “se vayan de vacaciones”.