jueves, 29 de septiembre de 2016

El café de chinitas



A veces, en un instante, todo se junta y se justifica a la vez. En ese preciso instante, que casi todos viven en algún momento de su vida pero pocos recuerdan y menos se atreven a mencionar, es posible vernos a nosotros mismos y, de repente, saber qué queremos y hacia dónde deberíamos dirigir nuestra vida. Afortunada o desafortunadamente, ese momento, como todos los demás, simplemente se desvanece y desaparece para siempre, dejándonos una ligera sensación de mareo y una agradable sensación placentera, como tras el primer beso de amor. 

No es sino en ese segundo cuando concebimos la verdadera naturaleza del hombre y descubrimos lo que realmente es o no es él. Desgraciadamente, el lenguaje se convierte en una herramienta inútil para acometer la tarea de desgranar los entresijos de los sentimientos que se sienten entonces, pero eso da igual. Las cosas verdaderamente importantes no son susceptibles a ser expresadas por palabras y sólo quedan en entredicho en cuanto se intentan expresar. 

Da igual. Esto no es más que la biografía de dos personajes que, sin saberlo nunca, fueron durante un instante la misma persona, vivieron la misma historia y cambiaron, en cierto modo, mi modo de ser. Juanito Pinto de la Gloria y el General Julio Sánchez De la Riba no eran la misma persona, ni siquiera tuvieron el honor de conocerse o saludarse nunca, pero en un momento dado sus almas fueron la misma y sus historias coincidieron para siempre. De uno y de otro se han dicho muchas cosas, buenas y malas, y ambos trascendieron para siempre en este relato que no pretende ser sino un ligero reflejo y una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España que tan pocas veces ha sido reivindicado. Esta historia, si no es verdadera como hecho, lo será como símbolo. 

De la biografía de Juanito Pinto de Gloria se sabe poco. Un aura de misterio cubre los primeros días del gitano que se crio recogiendo aceitunas en Jaén hasta que se trasladó con su padre, tras el ahogamiento de su madre Marifé de la Puebla allá por el 1912 por el desbordamiento del río Quiebrajano, a su Jerez, donde fue creciendo a ritmo de bulerías, soleares, seguiriyas y paseos por los caminos de los pueblos andaluces en caravana. El cante era suyo, de los gitanos. En su casa todos cantaban y bailaban, eran artistas por naturaleza y vocación sin dedicarse profesionalmente a ello, y por aquella casa pasaron figuras como Macandé, La Niña de Los Peines o Niño de Cabra que iban a oír a su padre, que era herrero, pero tenía el arte en la sangre y en las entrañas. Así, Juanito se despertaba cada día con el cante jondo, oscuro y negro de su padre, que había olvidado las lágrimas y lloraba a base de soleares y seguiriyas la muerte de su esposa. Se ha dicho de Juanito que, cuando murió su madre, hubo de quedarse sólo, ya que antes había estado sumido en un mutismo atroz, para entonces romper gritando tan desgarradoramente por seguiriyas que retumbó todo el valle y comenzaron a  llorar con tanta intensidad los olivos y las gitanas que fueron trasladando el llanto por toda Andalucía, en la expresión más cercana a la tristeza pura que se recuerda en honor de una de las mujeres más farrucas, serranas, flamencas y puras que debió parir España.

Desde pronto se vio que aquel chico sólo serviría para cantar. No sabía leer, ni escribir, ni hacer básicamente nada y, siendo elemental y primario como era y quizás precisamente por ello, descubrió el duende casi nada más nacer. Juanito equivalía en capacidad de fantasía a Rafael el Gallo, Goya, o Federico García Lorca y en él era todo flamenquísimo: su cante, su baile, su forma de estar sobre las tablas; rebosaba jondura por todos sus poros. Se ha dicho de él que se dejaba llevar por su temperamento imprevisible, llegando a soluciones heterodoxas y sencillamente inoperantes desentendiéndose de los esquemas clásicos del flamenco. Y era verdad. A él no le importaba en lo más mínimo la norma codificada, siendo tan puro que era capaz de ser lo contrario a un purista, siendo el afortunado improvisador de una cartesiana anarquía. Su orden tenía mucho caos en reposo. Cantaba con la magnífica y única libertad de aquél que sabe que es incapaz de corromper su congénita integridad cultural y su expresión, cante y forma de moverse bajo las tablas permanecerán siempre como otros tantos paradigmas de identificación con el primario y soberano embrión artístico del flamenco. Él, como los santos y los tocados por la mano de Dios, no entendía ni de razón, lógica o pensamiento metafísico; lo suyo era la comunicación pura, la sensibilidad extrema y la identificación total con su naturaleza andaluza, jienense-jerezana y flamenca. A los nueve años andaba bailando por calles y tabancos, junto al también cantaor y bailaor Romerito. Cantaban uno u otro, indistintamente, y después pasaban la gorra. Así los descubrió un día el más famoso representante de los flamencos y los contrató para un tablao de Jerez.

Visto en perspectiva, muchos estudiosos de la materia y otros tarados como yo que hemos tratado de reconstruir la vida de Juanito, hemos entendido que era imposible que cantara mal porque no aprendió nunca a cantar mal. De la misma manera, no se puede decir jamás que no fuera verdadero, que no fuera auténtico, por la sencilla razón de que estaba incontaminado, por la sencilla razón de que se mantenía en estado de pureza, de inocencia flamenca sin influencias perniciosas para su arte. Él sólo había vivido flamencamente. ¿Aprendió a cantar en alguna etapa de su vida? Él no necesitó aprender; él era el cante, su cante. Su importancia artística está  fuera de ningún tipo de calificación y el lenguaje queda inerme en su tarea de explicar cómo su voz llevaba el son, el júbilo y el dolor de su raza dentro de la carne, siendo ejemplo máximo de esa tendencia a lo espiritual que caracteriza lo verdaderamente jondo, pues aunque dejara de pronunciar un verso entero de la debla o el fandango no importaba pues su sentido quedaba adivinado e intuido, explícito en el quejío e implícito en lo embrionario, ya que así suplía a la palabra rebasando su significado en grandeza expresiva a fuerza de pureza y atavismo.  

Respecto al General Julio, demasiado han dicho y especulado sobre él historiadores de todo tipo y condición tras la recién estrenada democracia y no es mi menester, siendo ya tan viejo como soy, referirme a todo aquello de nuevo, siendo su vida sobradamente conocida por todos. Mi propósito no es repetir su historia. Digamos que de los días y las noches que lo componen, sólo me interesa una noche; y es que su vida, como tantas otras, puede resumirse en una sola noche, siendo el resto de su vida alcance de otras materias ajenas a la literatura y materia de las ciencias sociales, pues al General Julio lo esperaba secretamente en el porvenir una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin se vio a sí mismo, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo. Así, de lo general a lo particular y de lo particular a lo universal, se desarrolla esta historia. 

El día que desembocaría en aquella noche había comenzado con una cita con Marisol Rodriguez, guapa y morena como ella sola, con quien el General Julio, que andaba de permiso por unas semanas, tenía intención de mantener relaciones sexuales extramatrimoniales, algo no muy bien visto por determinados círculos de aquellos años pero que era intrínsecamente necesario para ser un verdadero militar como Dios manda, según pensaba el propio General Julio.  Marisol, que se había trasladado a Madrid desde Ronda en 1922 en busca de trabajo, era de madre gitana y padre payo y era una gran aficionada al flamenco, a la tauromaquia y, en general, a todas esas costumbres andaluzas fuertemente atacadas ya entonces por la conocida como Generación del 98 y, en particular, por Eugenio Noel, al que sin duda creí ver en un momento de la memorable noche en el Café, quizás una parada más en su campaña antiflamenca. Se decía del padre de Marisol que había sido uno de los últimos bandoleros de Lucena muerto por una generosa aplicación de Ley de Fugas, como fueron asesinados otros anarquistas y revolucionarios en los años 20.    

En todo caso los propósitos del General Julio con la guapa Marisol iban mucho más allá del flamenco y los toros.  Siendo su propósito el más universal de todos entre los seres humanos, no se le ocurrió mejor manera de llegar a él que aceptando todo lo particular que Marisol le ofrecía en su día a día. Tras haberse dejado llevar por ella al Circo Price, que además de sus famosos espectáculos circenses empezaba a ofrecer recitales de flamenco, a una actuación de Pastora Imperio y Pepe Pinto, y al Teatro Lara a un espectáculo de ópera flamenca (que ya a mediados de los años 20 empezaba a estar de moda cómo género, intentando así evitar la alta tributación que se hacía sobre los espectáculos de variedades cambiándole la denominación por la de ópera), el General Julio pretendía ir con Marisol a un sitio más íntimo donde pudiera meterle mano. Y sí, es cierto. Ya en aquellos años el esplendor del café cantante iba decayendo. Pero aún quedaba pureza y rasgo propio en aquella España ya convaleciente y aquella noche bien se pudo ver la grandeza de esa intelectualidad que aún se reunía casi en familia para bailar, tocar y escuchar lo más profundo y oscuro de la condición humana. Y entre todos ellos, un café cantante seguía sobresaliendo sobre los demás en materia de buen gusto y autenticidad, el Café Chinitas.

La enumeración bastará para que se hagan una idea aproximada del local, pero tendrán que excusar mi incapacidad para explicar con un lenguaje sencillo la grandeza del lugar. Para empezar y como reseña más importante he de decir que el Café de Chinitas era, en primer lugar y por encima de todo, un lupanar. En la intimidad de la oscuridad de las esquinas del Café de Chinitas ocurrieron todo tipo de inmoralidades durante los años que se mantuvo abierto y el General Julio quería aprovechar que allí se celebraban los espectáculos flamencos como excusa para llevar a su chica a un sitio como ese donde la perversión sexual y la obscenidad pública estaban, a todas luces, no sólo permitidas sino ampliamente aceptadas e, incluso, aprobadas y celebradas en su amplia mayoría. Cedo aquí mi palabra a una reputada revista literaria de la época para que se hagan una idea física aproximada del local:

“Era un local reducido. Y así como las tejas de la cubierta se distribuían en diez segmentos irregulares que casi le dan la forma decagonal, el salón público, elevado en la primera planta, era casi un círculo pentagonal tan mal diseñado como peor enlucido. El escenario era de modestas dimensiones y a sus lados se abrían seis palcos, en realidad verdaderos reservados para gentes con ganas de nocturna jarana con presencia femenina. Carecía de camerinos y los artistas, hombres o mujeres, tenían que ataviarse y desvestirse amparados por un sistema de cortinas y lonas que nadie custodiaba. El piano quedaba a pie de escenario y el público se acomodaba en veladores situados de manera que, por sus estrechos pasillos, pudieran transitar activos camareros de grandes y redondas bandejas, largas patillas y engomados bigotes”

¡Oh recuerdos, volved a mí e iluminadme una vez más, pues os necesitaré en todo vuestro esplendor para explicar todos aquellos sentimientos maravillosos y extraordinarios que vivimos aquella noche! 

¿Cómo explicar que aunque hace tanto tiempo de todo esto yo aún vivo en el recuerdo de aquella noche, como si hubiera sido ayer y no hace sesenta años cuando sucedió todo?

Recuerdo perfectamente a todas las personas que había esa noche en el Café de Chinitas y no es sino esa perfección en el recuerdo la que me advierte de la posibilidad de estar inventándomelo todo. Me veo a mí mismo, joven y apuesto, fumando un pitillo mientras cruzo el pasaje para llegar a la plazuela donde se ubica el Café de Chinitas, la ropa oreándose en los balcones y las cabezas de las muchachas asomadas para vernos a nosotros, tan osados, chulos, farrucos y valentones como éramos entonces, pavonearnos mientras apurábamos un cigarrillo. En la puerta estaba, reconocible como era, un joven granaino que se retocaba el sombrero antes de entrar. Se trataba de Federico García Lorca. Junto a él, sonriente, se encontraba Manuel de Falla. Los saludo a los dos y me dispongo a entrar. 

Ya en el interior del local, recuerdo tan bien la atmósfera cargada de humo que se respiraba dentro como la fuerte impresión que me produjo la entrada de un militar acompañado de una preciosa mujer de ojos verdes y piel tersa y morena. Le veo pedir vino fino para los dos, que vale siete pesetas, y me sorprendo, pues en aquel local se llevaba más la media botella de machaco, a tres pesetas, o el simple café con espectáculo, a peseta y media. Les observo en el vestir y en el andar mientras van a uno de los reservados y me llaman someramente la atención, no sé muy bien por qué. Debió ser Manuel Altolaguirre o quizás José María Souvirón quienes me hicieran llegar una pequeña reseña de los recién llegados ante mis preguntas: por lo visto el apuesto militar era el General Julio Sánchez de la Riba, bastante conocido ya por entonces para todos excepto para mí, y su preciosa acompañante era Marisol, que por lo visto era una habitual en el Café de Chinitas, si bien yo nunca pensé que pudiera tratarse de una puta a pesar de su tez morena y aspecto gitano parecido al de las chicas del Café de Chinitas. Lo que sí recuerdo es que al verla sonreír me sentí irremediablemente atraído hacía ella, y me prometí a mí mismo que sería mía.

No recuerdo del todo quiénes fueron los que actuaron antes de Juanito. Era, sin duda, un buen cartel el de aquella noche, pero todos, y aquí incluyo a los propios artistas, esperábamos ansiosos el momento en que apareciera Juanito. Creo recordar que primero desfilaron por el escenario la Rubia de Málaga e, incluso, el Mochuelo, el rey de la farruca, ofreciendo a los asistentes un dúo que nos dejó ciertamente asombrados ante la fuerza y el misterio que se percibía en aquel cante puro, adobado con estremecedoras melismas y compás con el característico quejío y voz rota y redonda de la Rubia de Málaga para terminar la actuación el Mochuelo con una de sus personales malagueñas excelentemente interpretada. Los aplausos no se hicieron esperar y los siguientes espectáculos fueron igualmente exitosos. 

Aún recuerdo cómo bebíamos y nos abrazábamos entre todos nosotros. Recuerdo mi envidia al mirar como el General  Julio metía mano a Marisol y como me bebía de trago el vino para intentar en vano olvidar y posteriormente seguir bebiendo, observando y por ende odiando a aquel señor, que aprovechaba los aplausos para acercar sus morros a los de ella y tocar su culo y pechos sin atender en lo más mínimo a aquella música celestial que brotaba de aquellas almas benditas. Ya había decidido en mi borrachera enfrentarme a aquel señor, que reía cuando no había de reír y hablaba cuando no debía hablar mientras no mostraba ninguna atención al cante y al toque, para mostrarle mi amor a la gitana cuando, de repente, se hizo ese algo en ocasiones imposible que es el silencio y hasta el mismo General se calló ante la figura enjuta, flaca y morena de Juanito que subía, como perdido, al escenario y cantaba una seguiriya, con Pepe de Barranco al toque.

Hizo Juanito un abuso de apoyatura literaria en esa seguiriya. Su recitación fue cansina, inarmoniosa y, sobre todo, extraflamenca, malbaratando lo que realmente interesaba de él, que era el cante puro y sus últimas descargas emocionales. Los oyentes permanecieron callados y Juanito terminó de cantar en medio del silencio, sin aplausos. Sólo, y con sarcasmo, un hombrecillo, que en mi recuerdo se configura como Emilio Prados, debió gritar: ¡Viva París! Como diciendo que aquí no importaban ni las facultades ni la técnica sino que lo que iban a valorar era otra cosa. Entonces Juanito se levantó como un loco, se bebió un vaso de cazalla y comenzó a cantar por lo vivos y por los muertos, sin voz, sin aliento, sin matices…pero con duende. 

Y comienza aquí mi desesperación como escritor.  La mera enumeración de lo que allí pasaba hará a cada uno configurarse la idea de lo que pasó en aquellos momentos únicos, pero deberán perdonar la imposibilidad de comunicar cualquier parecido con la realidad, con ese duende furioso y abrasador que latía en esa voz desgarrada para aquellos exquisitos que estábamos en el Café de Chinitas que pedíamos tuétanos de formas, música pura y sin facultades pero que luchara a brazo partío, como ese chorro de sangre digna por su dolor y sinceridad que era su voz y que se abría en nuestras entrañas para quedarse para siempre, para que recordáramos nuestras tristezas y dolores y las propagáramos como formas artísticas que eran. 

El “ay” profundo y prolongado con el que comenzó, el bendito quejío, fue más allá de melismas, florituras y giros vocales. Juanito sacó su rasgo, y estilizó su forma de gritar, dibujando con la voz lo que sentía su alma desdichada. Todos entonces conocimos nuestras tristezas más absolutas y perpetuas y la expulsamos juntas en el quejío, como expresión artística imperecedera, para continuar volviéndonos, simplemente, locos. 

Y es que su voz afillá y enjundiosa nos volvió a todos locos. Recuerdo cómo nos quitábamos a tirones la ropa y nos mirábamos los unos a los otros, mientras entrecerrábamos los ojos para imaginar formas e imágenes divinas, para vernos a nosotros mismos y para ver a la eternidad y al duende. Todos nos abrazábamos, nos besábamos y perdíamos la consciencia por momentos. Y sí, Eugenio Noel también lo hacía, por mucho que maldijera luego. Juanito cantaba por todos y todos nos desnudábamos para besarnos y meternos mano. Recuerdo las escenas de sexo desenfrenado, las miradas, las palmas, los bailes y los calores mientras encontrábamos lo que queríamos ser en el duende bendito que nos unía a todos en la catarsis. 

¿Y qué es el duende, se preguntarán, qué cojones es el duende? No es reír ni llorar, sino las dos cosas a la vez. No es soledad sino unión y es todo y de todos pero individual, único e intransferible. ¿Qué es, pues, el duende? El duende era aquello, mi señor. Era ese momento. Era no entender nada pero reír y llorar. Saber que todo ha merecido la pena y entender por un momento que, pese a las imperfecciones y las contradicciones, la vida es, a veces, perfecta. Era el momento del duende, cuando tuvo lugar la perfección artística y Juanito alcanzó los límites del trance y nos transmitió una carga emocional de tal naturaleza que nos arrastró al paroxismo, límite con la locura, que hacía que nos arrancáramos los unos a los otros la camisa a tirones, nos achucháramos con mujeres y hombres y nos secáramos, todos, los lagrimones a manotazos. 

Pensándolo con más tiempo he comprendido que Juanito era un profeta. Él vivió todo aquello con la naturalidad del que vive en ese estado perpetuamente. Él tenía comunicación directa con el duende y nos lo hacía llegar a nosotros, los demás, actuando de intermediario para que llegáramos a nosotros mismos. Juanito debió sentirse como si no existiera, con su mente despojada de ataduras y vacía de contenido limitándose a contemplar de forma maravillada y respetuosa todo lo que sucedía, llegando a la excelencia sin el menor esfuerzo y transmitiéndonos a todos la buena nueva en forma de la sensación de alegría espontánea característica de ese tipo de momentos en la que se produce un cierto rapto de nuestro consciente para adentrarnos en las arenas movedizas de nuestros deseos más oscuros y profundos. 

El mensaje del profeta fue llegando a cada uno de los presentes y nos transformó en función de nuestra sensibilidad y empatía. Hubo un caso especialmente paradigmático. Se trata, en efecto, del General Julio, motivo de esta historia y de mi vida. 

El General Julio debió verse a sí mismo reflejado en cada punteo de la guitarra y en cada melisma de Juanito. Debió comprender la tristeza de su vida en el quejío y verse a sí mismo, miserable y débil, en cada seguiriya. Debió descubrir que en su interior había también pureza y amor, y debió entender que debía haber un cambio en su vida, que lo llevara a otra cosa, no sabía si diferente o no. Descubrió que el Dios en el que había creído toda su vida no le llegaba a ese conocimiento y felicidad que alcanzaba en ese momento y se vio, de repente, embutido en la espiral de contradicciones que era su vida y sus actuaciones, con una sensibilidad extrema demostrando poseer un duende exquisito y único, equiparable al de Goya, Rafael el Gallo o el mismo Lorca, y que lo llevaba a examinarse a sí mismo con una crudeza difícilmente asimilable. 

En cuanto Juanito comenzó el cante, el General Julio apartó sus manos de Marisol y su atención se focalizó tanto en la figura y cante de Juanito que perdió la noción del tiempo y del espacio. Sus ojos se abrieron y no parpadeó mientras se daba cuenta de todo. En un momento dado, cerró los ojos y comenzó a bailar, como nunca había hecho, en una expresión genuina y auténtica y pensó e imaginó como nunca había hecho ni haría. Lo que no paró de hacer fue reír y llorar. Reía y lloraba, reía y lloraba y eran indistinguibles el lloro y la risa, unidos de la misma manera fraternal e indisoluble en la que pronto se unirían el General y Juanito. Y es que el General, tras su baile, comenzó a darse cuenta de que era Juanito y de que Juanito era él y de que era capaz de sentir todo eso y transmitirlo y de que él era mucho más de lo había sido hasta ahora y comenzó a identificarse de una manera absoluta con el profeta que lo iluminaba hasta que, en un instante tan mágico como precioso y efímero, ambos se convirtieron en la misma persona y se trasladaron la felicidad secreta para aquellos que no gozan de esa sensibilidad. 

Juanito y el General Julio pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos les arrebató un ímpetu secreto más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una misma historia. Cuando el profeta, en un momento de la actuación, vio la expresión de Julio, se sintió absolutamente identificado con ese alma y supo, en ese momento, que ellos dos eran la misma persona y que su mensaje había sido transmitido a aquel señor que reía y lloraba y que lo comprendía perfectamente, como el alma gemela que era, y que podía transmitir su mensaje de felicidad a los demás y seguir viviendo como había hecho hasta ahora. 

Juanito acabó y el más absoluto mutismo se instaló en la sala. Nadie aplaudía, ni decía nada por miedo a romper el instante mágico, porque todos los allí presentes éramos conscientes que lo que acabábamos de vivir no era digno de un aplauso o de algo tangible, sino de algo que no éramos capaces de ofrecer. Todos, incluido Eugenio Noel, llorábamos en silencio y, por nosotros, este silencio hubiera durado horas. Los otros artistas se mantuvieron en el lateral del escenario religiosamente compartiendo nuestra pena al acabar el espectáculo y Juanito, entre tanto, se mantenía erguido, distante y abstraído. 

Fue el General Julio el que interrumpió el silencio instalado al desplomarse del palco al escenario en una total inconsciencia y caer violentamente encima de Juanito, que cayó fuertemente al suelo. La proximidad de la muerte nos hizo reaccionar. Intentamos reanimar de todas las maneras posibles al General Julio. Finalmente despertó, ante el alivio de todos. 

El General Julio estaba aturdido y fuera de lugar. No quiso saber nada de nadie y rechazó a Marisol y a todos los demás para posteriormente marcharse, renqueante, del Café de Chinitas y abandonar la plazuela y volver a su casa. 

Aún recuerdo salir del local y seguir al General Julio con la mirada mientras abandonaba mi horizonte visible. Quise desde entonces creer que, al acabar el recital, el General se vio enfrentado directamente con la realidad de su existencia y no fue capaz de afrontarla, así que se desmayó y se salvó del enfrentamiento que le suponían sus deseos con dicha realidad. Dícese que fue el General Julio quien cerraría no muchos años más tarde el Café de Chinitas alegando que era inmoral, y no me extrañaría nada, pues, en su más remoto inconsciente, le recordaba quién era él realmente y lo que había disfrutado y descubierto aquella noche. Esto era demasiado para él, acostumbrado a otro tipo de vida, pero dotado de un duende oculto que, aunque no aflorara más, demostró ser inmenso y oscurísimo, como las razones del alma humana, y que lo hicieron convertirse, aún por una noche, en Juanito Pinto de Gloria y descubrir, en su interior, lo que él era, en lo que él creía y, en definitiva, su religión, por la que hubiera muerto sin duda aquella noche. Pero, ya se sabe, morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud y eso es algo que el General Julio no fue capaz de asumir.

Nada más soy capaz de recordar de aquella noche. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizás las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, juré olvidarlas.  

¿Y en cuanto a mí, qué decir? Yo, escritor andaluz amargado, sé que estuve allí en el Café de Chinitas y asistí a todo ese espectáculo. Vi el cante, la expresión de locura, la catarsis y la evolución de aquellos dos hombres. Las biografías y demás, como todas las cosas bonitas que nos hacen levantarnos de la cama, son, cómo decirlo, literatura. Nunca volví a ver a Juanito ni al General Julio ni supe nada de ellos. Quizás, por el alcohol y la distancia en el tiempo que lo desfigura todo, ninguno de los dos se llamara así, los hechos no fueron tal y como los he narrado o incluso alguno de los personajes no existiera jamás. Pero sí sé que aquel momento me salvó la vida y fue el que me recordó, porque he debido de tener ese duende dentro siempre de mí, que yo debía escribir, adentrarme en mí mismo y salvarme a mí mismo de la tediosa realidad de mi existencia. Se ha dicho en repetidas ocasiones que Juanito, analfabeto como era, no era más que un engañabobos perteneciente a la fanfarria popular, burda y dictatorial de la época, amén de las historias que lo sitúan como un maltratador y mujeriego; no obstante la historia ha situado al General Julio como uno de los fascistas más represivos del Régimen, un hombre que posteriormente participaría en la matanza masiva de niños de la carretera de Málaga-Almería y que ordenaría ejecutar numerosas sentencias de muerte. Todo eso no repercute a esta historia y es sólo una parte de la verdad. Que la plenitud de sus vidas no hayan sido todo lo dignas que exigen la decencia y lo políticamente correcto no significa que en aquel preciso instante ambos dos no lo hubieran entendido y merecido todo, cual profetas plenamente identificados consigo mismos y poseedores de la verdad más absoluta, aunque luego no fueran quizás capaces de plasmarla en su día a día. Y si bien un instante es menos que todas las horas de un hombre eso no quita que un instante no justifique todas las horas de ese mismo hombre.

Respecto a los insultos e injurias de Eugenio Noel acerca de lo acontecido aquella noche, qué quieren que les diga, sólo puedo perdonarle por no ser capaz de sentir la admiración que yo siento por ese arte y esos individuos, a los que llamo ídolos y razón de mi existencia. 

 Los ídolos, ya saben ustedes, son mentira. Pero se trata de una mentira dulce. Así que vale la pena seguir su pista, aún a fuerza de inventársela por momentos, pues estar cerca de ese tipo de personajes es romper el mito y descubrir que todo es falso. La negativa del escritor a aceptar las cosas tal como son…todo reinventado, incluido él mismo. 

Gracias a Dios, no hay verdad más importante, interiorizada y auténtica que mi desfigurado falso recuerdo de lo que yo viví aquella noche.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Linklater, la Transición española y la eterna nostalgia universitaria



En la película de Linklater Movida del 76, sobre el último día de unos estudiantes en el instituto, uno de los personajes proclama lo que espera de la universidad: “Si alguna vez digo que estos han sido mis mejores años, recordadme que me suicide”. En su maravillosa última película, Todos queremos algo, un grupo de jugadores de beisbol se emborrachan, hacen deporte, conocen chicas, van a discotecas y fantasean sobre todo tipo de temas antes de que comience el curso universitario. Finnegan, el personaje más mítico de la película, es capaz de hacer cualquier cosa por follar, y cada noche sigue unas tácticas diferentes en función de las circunstancias. “Hemos bailado música disco en una discoteca absurda, country vestidos de paletos y ahora… somos punkis”, le dice el protagonista, Jake, al experimentado Finnegan. Jake tiene 18 años. 

En la presentación del libro de Ana Puértolas El grupo, en la librería Alberti, se reunieron algunos de los que fueron jóvenes universitarios en los 60. Al final de la charla, uno de ellos contó cómo se sentía al recordar aquella época. “Me es grato pensar en eso, lo recuerdo como una buena etapa, me lo pasé muy bien. En la militancia, que era disciplinada y nos ocupaba todo el tiempo, hacíamos lo que los jóvenes: socializábamos, ligábamos, nos reíamos… yo veo a los jóvenes de ahora y veo qué hablan, qué hacen y cómo son… y yo no me cambio por ellos. Había buen rollo, camaradería. Lo recuerdo muy bien”. La militancia de este grupo era diferente a la del alegre equipo de beisbol linklateriano: estamos hablando de militantes maoístas. Muchos de ellos se reencontraban después de muchos años y recordaban otros tiempos de oposición al franquismo, ideas disparatadas, peligros reales y fantasías irrealizables. 

Al comienza de la charla, Manuel Gutiérrez Aragón ya anunciaba medio en broma que “a todos nos gustaría que ahora entrara un señor con bigotito y nos detuviera en una reunión como la que estamos haciendo. Pero, claro, esto ya no pasa”. En varios momentos se glorificó esa época porque “aunque yo no digo que tuviéramos razón, era una época con belleza. Se respetaba muchísimo el pensamiento y se llamaba, aunque ahora dé gracia decirlo, a la acción”. Gutierrez Aragón contó la anécdota de aquel universitario que quiso proletarizarse y, cuando se metió en el taller a hacer cosas que no sabía, acabó cortándose un dedo. “Se quedó sin proletarizar y sin dedo”. También dijo algunas de esas cosas que no se atrevían a decirse a sí mismos. Recordó cómo se manifestaban en contra de que el régimen matara a varios antifranquistas pero no de la pena de muerte, que les parecía un mecanismo aceptable en la China de Mao: ellos luchaban por el fin de la pena de muerte burguesa pero no la popular. Mientras tanto, se trataba de ser el más puro, el más leninista y maoísta. Gutierrez Aragón acabó diciendo que, a pesar de todo, no renegaba de nada, y acabó proclamando “así que como siempre, ¡Que vivan los compañeros!”. Eugenio del Río, mucho más crítico, habló de la autocomplacencia de la generación de últimos antifranquistas y de la falta de autocrítica. Afirmó que la ideología servía como un atajo para que no se pensara y para no ver la realidad. Criticó la idea que ellos tenían de que el revolucionario puro era el que se levantaba en armas. Hizo también la siguiente afirmación: esos antifranquistas fueron lo mejor de esa generación. Muchos de los protagonistas de los distintos grupos antifranquistas tuvieron un papel destacado en la democracia. 

Ana Puértolas ha mezclado en su novela El grupo la vida cotidiana de una parte de la minoría que se enfrentó a Franco con las pequeñas cosas cotidianas de la vida de los jóvenes en el final de la dictadura. El choque entre las fantasías revolucionarias, los grandes sueños y los grandes llamamientos a la revolución armada se cruzan con los dolores de tripas, los amoríos y las cervezas. Ana contó algo sobre las dudas que tenía y no podía desvelar. “¡Cómo poner en cuestión el materialismo histórico! Y eso que, a veces, me preguntaba si eso iba de veras a arreglar lo que tenemos aquí”. Dijo que la acción les protegía de las dudas, que eran muy variopintas: desde que los detuvieran los grises hasta que sus padres se enteraran y la castigaran sin salir. 

Por múltiples circunstancias, he podido conocer a muchas de las personas implicadas en los distintos grupos de la izquierda universitaria antifranquista. Yo no sé si, como afirma Eugenio del Río, esta minoría era la mejor de su generación. Sí sé que eran muy pocos y que, por ejemplo en la Facultad de Derecho, no eran más que unos 50. Lo cierto es que, además de pasarlo bien, vivían peligros reales. Los menos, como Enrique Ruano o Javier Sauquillo, no sobrevivieron. Algunos más, como Francisco Pereña, fueron torturados. Muchos de ellos, como Manolo Garí o Jaime Pastor, tuvieron que exiliarse. La inmensa mayoría huyó en algún momento de la policía, fueron detenidos y pasaron verdadero miedo. A pesar de esto, cuando sabemos sus historias, muchos de nosotros querríamos ser uno de ellos, o al menos sentir que si hubiéramos estado en esas circunstancias nos habríamos puesto en peligro por la democracia. ¿Quién no querría haber conocido a su novia en una manifestación por la libertad? ¿A quién no le hubieran gustado las reuniones clandestinas en el Chaminade, el San Juan Evangelista y el Pío XII, los encuentros en Lavapiés, los conciertos como el de Raimon y las conferencias prohibidas como la de Solé Tura o Peces Barba? ¿Alguien en sano juicio juvenil no querría tener el pensamiento de que estaba cambiando el mundo y la historia, de que era muy importante lo que estaba haciendo? 

El problema es que el papel real de los estudiantes en el cambio a la democracia es discutible, matizable y controvertido. La oposición moderada, aquella formada por socialdemócratas y el centro derecha, quizás contribuyó más, aunque es indudable que se la jugó menos a nivel personal. Como escribe el que fue miembro del FLP Juan Ruiz Manero en el libro-homenaje a Enrique Ruano, “hay que reconocer que vernos a nosotros mismos como revolucionarios leninistas guardaba una relación con la realidad aproximadamente semejante a la de los bolcheviques viéndose a sí mismos como revolucionarios franceses (…) En realidad estábamos contribuyendo (a mi juicio muy modestamente) a dos procesos muy distinto de nuestra revolución: (…) liberalización de las costumbres y (…) reemplazo del franquismo por un régimen democrático, más o menos como los vigentes en los países de nuestro entorno”. Hay que dar muchas vueltas retóricas para haber sido maoísta, leninista, comunista, trotskista, anarquista o partidario de la lucha armada y proclamar tu eterna defensa de la democracia representativa a posteriori. Igual se trabajó más por la democracia española en las divertidas borracheras de El Quinto Toro que en las tediosas reuniones en el Comité Central. 

Si Linklater hubiera sido español podría haber hecho una gran película sobre los jóvenes universitarios de la Transición, las reuniones clandestinas en el Johny, el concierto de Raimon, la lucha contra la extrema derecha universitaria y el día en que mi padre fue al entierro de los abogados de Atocha. Haría justicia a aquellos grandes personajes que fueron los universitarios Mohedano, Manuela Carmena, Lola González Ruiz, Paco Longo, el Panfle, Jesús Aguirre y tantos otros. Captaría ese momento en que los revolucionarios de clase alta se besaban entre las fotos del Che Guevara y Lenin. Volvería sobre esa época y haría lo mismo que dijo hacer en Todos queremos algo: “poder reírme de aquellos tiempos”

También Savater ha desmitificado su papel antifranquista en varias ocasiones: “no fui a la cárcel por heroico sino por tonto”. Pero es lógico que muchos otros no puedan hacerlo. Pedir distancia ante una época que les marcó tanto es difícil, sobre todo a los que perdieron seres queridos. Puede ser muy complicado reconocer, ay, que quizás lo aparentemente banal ha acabado siendo más importante que todas esas conversaciones y hechos trascendentales. Tanto Ana como Gutiérrez Aragón dijeron que no había nada de qué renegar y que los jóvenes teníamos mucho que aprender: si ellos no han de renegar de su maoísmo yo reivindico mi socialdemocracia y democracia liberal. A pesar de todos los problemas innegables para los jóvenes, nuestra generación no ha sido detenida ni hemos sufrido peligro alguno. Es cierto que las contradicciones a las que nos hemos enfrentado han sido menores, pero también que hemos dicho y hecho menos tonterías con ínfulas de trascendencia. Igual a veces contribuye más el universitario como Finnegan que intenta follar desesperadamente que el moralista que pretende que todos tengan su compromiso y sacrificio: todos somos un poquito las dos cosas, al menos a ratos. Las cosas políticas son un poquito menos importantes que antes, y son definitivamente demasiado complicadas como para solucionarlas en cuatro reuniones clandestinas. 

En todo caso resulta normal que en la librería Alberti se echara de menos la juventud universitaria. Fue un tiempo en común que pasaron todos con mucha intensidad y que luego la vida les quitó: esa nostalgia es muy humana y no es patrimonio de la izquierda antifranquista. Salvando las distancias, cuando pasé el otro día por el Chaminade a jugar al fútbol y vi a los nuevos y sobre todo a las nuevas, volví a entender que he dejado de ser universitario y que ya no me quedan tantas historias con mis amigos de las que graba Linklater. Si siento nostalgia a los 24 años puedo imaginarme lo que sentirán los mayores de 65. Queda unirse a Finnegan, Gutiérrez Aragón y Juan Ruiz Mantero, que acaba su homenaje a Enrique Ruano como yo querría acabar mi propia narración universitaria: “cuando nos vemos en los viejos amigos del Felipe lo que vemos en ellos reflejado no es cualquier imagen de nosotros mismos, sino justamente la imagen de lo mejor que, a lo largo de nuestra vida, hemos sido”. ¡Brindemos por los amigos!