jueves, 22 de septiembre de 2016

Linklater, la Transición española y la eterna nostalgia universitaria



En la película de Linklater Movida del 76, sobre el último día de unos estudiantes en el instituto, uno de los personajes proclama lo que espera de la universidad: “Si alguna vez digo que estos han sido mis mejores años, recordadme que me suicide”. En su maravillosa última película, Todos queremos algo, un grupo de jugadores de beisbol se emborrachan, hacen deporte, conocen chicas, van a discotecas y fantasean sobre todo tipo de temas antes de que comience el curso universitario. Finnegan, el personaje más mítico de la película, es capaz de hacer cualquier cosa por follar, y cada noche sigue unas tácticas diferentes en función de las circunstancias. “Hemos bailado música disco en una discoteca absurda, country vestidos de paletos y ahora… somos punkis”, le dice el protagonista, Jake, al experimentado Finnegan. Jake tiene 18 años. 

En la presentación del libro de Ana Puértolas El grupo, en la librería Alberti, se reunieron algunos de los que fueron jóvenes universitarios en los 60. Al final de la charla, uno de ellos contó cómo se sentía al recordar aquella época. “Me es grato pensar en eso, lo recuerdo como una buena etapa, me lo pasé muy bien. En la militancia, que era disciplinada y nos ocupaba todo el tiempo, hacíamos lo que los jóvenes: socializábamos, ligábamos, nos reíamos… yo veo a los jóvenes de ahora y veo qué hablan, qué hacen y cómo son… y yo no me cambio por ellos. Había buen rollo, camaradería. Lo recuerdo muy bien”. La militancia de este grupo era diferente a la del alegre equipo de beisbol linklateriano: estamos hablando de militantes maoístas. Muchos de ellos se reencontraban después de muchos años y recordaban otros tiempos de oposición al franquismo, ideas disparatadas, peligros reales y fantasías irrealizables. 

Al comienza de la charla, Manuel Gutiérrez Aragón ya anunciaba medio en broma que “a todos nos gustaría que ahora entrara un señor con bigotito y nos detuviera en una reunión como la que estamos haciendo. Pero, claro, esto ya no pasa”. En varios momentos se glorificó esa época porque “aunque yo no digo que tuviéramos razón, era una época con belleza. Se respetaba muchísimo el pensamiento y se llamaba, aunque ahora dé gracia decirlo, a la acción”. Gutierrez Aragón contó la anécdota de aquel universitario que quiso proletarizarse y, cuando se metió en el taller a hacer cosas que no sabía, acabó cortándose un dedo. “Se quedó sin proletarizar y sin dedo”. También dijo algunas de esas cosas que no se atrevían a decirse a sí mismos. Recordó cómo se manifestaban en contra de que el régimen matara a varios antifranquistas pero no de la pena de muerte, que les parecía un mecanismo aceptable en la China de Mao: ellos luchaban por el fin de la pena de muerte burguesa pero no la popular. Mientras tanto, se trataba de ser el más puro, el más leninista y maoísta. Gutierrez Aragón acabó diciendo que, a pesar de todo, no renegaba de nada, y acabó proclamando “así que como siempre, ¡Que vivan los compañeros!”. Eugenio del Río, mucho más crítico, habló de la autocomplacencia de la generación de últimos antifranquistas y de la falta de autocrítica. Afirmó que la ideología servía como un atajo para que no se pensara y para no ver la realidad. Criticó la idea que ellos tenían de que el revolucionario puro era el que se levantaba en armas. Hizo también la siguiente afirmación: esos antifranquistas fueron lo mejor de esa generación. Muchos de los protagonistas de los distintos grupos antifranquistas tuvieron un papel destacado en la democracia. 

Ana Puértolas ha mezclado en su novela El grupo la vida cotidiana de una parte de la minoría que se enfrentó a Franco con las pequeñas cosas cotidianas de la vida de los jóvenes en el final de la dictadura. El choque entre las fantasías revolucionarias, los grandes sueños y los grandes llamamientos a la revolución armada se cruzan con los dolores de tripas, los amoríos y las cervezas. Ana contó algo sobre las dudas que tenía y no podía desvelar. “¡Cómo poner en cuestión el materialismo histórico! Y eso que, a veces, me preguntaba si eso iba de veras a arreglar lo que tenemos aquí”. Dijo que la acción les protegía de las dudas, que eran muy variopintas: desde que los detuvieran los grises hasta que sus padres se enteraran y la castigaran sin salir. 

Por múltiples circunstancias, he podido conocer a muchas de las personas implicadas en los distintos grupos de la izquierda universitaria antifranquista. Yo no sé si, como afirma Eugenio del Río, esta minoría era la mejor de su generación. Sí sé que eran muy pocos y que, por ejemplo en la Facultad de Derecho, no eran más que unos 50. Lo cierto es que, además de pasarlo bien, vivían peligros reales. Los menos, como Enrique Ruano o Javier Sauquillo, no sobrevivieron. Algunos más, como Francisco Pereña, fueron torturados. Muchos de ellos, como Manolo Garí o Jaime Pastor, tuvieron que exiliarse. La inmensa mayoría huyó en algún momento de la policía, fueron detenidos y pasaron verdadero miedo. A pesar de esto, cuando sabemos sus historias, muchos de nosotros querríamos ser uno de ellos, o al menos sentir que si hubiéramos estado en esas circunstancias nos habríamos puesto en peligro por la democracia. ¿Quién no querría haber conocido a su novia en una manifestación por la libertad? ¿A quién no le hubieran gustado las reuniones clandestinas en el Chaminade, el San Juan Evangelista y el Pío XII, los encuentros en Lavapiés, los conciertos como el de Raimon y las conferencias prohibidas como la de Solé Tura o Peces Barba? ¿Alguien en sano juicio juvenil no querría tener el pensamiento de que estaba cambiando el mundo y la historia, de que era muy importante lo que estaba haciendo? 

El problema es que el papel real de los estudiantes en el cambio a la democracia es discutible, matizable y controvertido. La oposición moderada, aquella formada por socialdemócratas y el centro derecha, quizás contribuyó más, aunque es indudable que se la jugó menos a nivel personal. Como escribe el que fue miembro del FLP Juan Ruiz Manero en el libro-homenaje a Enrique Ruano, “hay que reconocer que vernos a nosotros mismos como revolucionarios leninistas guardaba una relación con la realidad aproximadamente semejante a la de los bolcheviques viéndose a sí mismos como revolucionarios franceses (…) En realidad estábamos contribuyendo (a mi juicio muy modestamente) a dos procesos muy distinto de nuestra revolución: (…) liberalización de las costumbres y (…) reemplazo del franquismo por un régimen democrático, más o menos como los vigentes en los países de nuestro entorno”. Hay que dar muchas vueltas retóricas para haber sido maoísta, leninista, comunista, trotskista, anarquista o partidario de la lucha armada y proclamar tu eterna defensa de la democracia representativa a posteriori. Igual se trabajó más por la democracia española en las divertidas borracheras de El Quinto Toro que en las tediosas reuniones en el Comité Central. 

Si Linklater hubiera sido español podría haber hecho una gran película sobre los jóvenes universitarios de la Transición, las reuniones clandestinas en el Johny, el concierto de Raimon, la lucha contra la extrema derecha universitaria y el día en que mi padre fue al entierro de los abogados de Atocha. Haría justicia a aquellos grandes personajes que fueron los universitarios Mohedano, Manuela Carmena, Lola González Ruiz, Paco Longo, el Panfle, Jesús Aguirre y tantos otros. Captaría ese momento en que los revolucionarios de clase alta se besaban entre las fotos del Che Guevara y Lenin. Volvería sobre esa época y haría lo mismo que dijo hacer en Todos queremos algo: “poder reírme de aquellos tiempos”

También Savater ha desmitificado su papel antifranquista en varias ocasiones: “no fui a la cárcel por heroico sino por tonto”. Pero es lógico que muchos otros no puedan hacerlo. Pedir distancia ante una época que les marcó tanto es difícil, sobre todo a los que perdieron seres queridos. Puede ser muy complicado reconocer, ay, que quizás lo aparentemente banal ha acabado siendo más importante que todas esas conversaciones y hechos trascendentales. Tanto Ana como Gutiérrez Aragón dijeron que no había nada de qué renegar y que los jóvenes teníamos mucho que aprender: si ellos no han de renegar de su maoísmo yo reivindico mi socialdemocracia y democracia liberal. A pesar de todos los problemas innegables para los jóvenes, nuestra generación no ha sido detenida ni hemos sufrido peligro alguno. Es cierto que las contradicciones a las que nos hemos enfrentado han sido menores, pero también que hemos dicho y hecho menos tonterías con ínfulas de trascendencia. Igual a veces contribuye más el universitario como Finnegan que intenta follar desesperadamente que el moralista que pretende que todos tengan su compromiso y sacrificio: todos somos un poquito las dos cosas, al menos a ratos. Las cosas políticas son un poquito menos importantes que antes, y son definitivamente demasiado complicadas como para solucionarlas en cuatro reuniones clandestinas. 

En todo caso resulta normal que en la librería Alberti se echara de menos la juventud universitaria. Fue un tiempo en común que pasaron todos con mucha intensidad y que luego la vida les quitó: esa nostalgia es muy humana y no es patrimonio de la izquierda antifranquista. Salvando las distancias, cuando pasé el otro día por el Chaminade a jugar al fútbol y vi a los nuevos y sobre todo a las nuevas, volví a entender que he dejado de ser universitario y que ya no me quedan tantas historias con mis amigos de las que graba Linklater. Si siento nostalgia a los 24 años puedo imaginarme lo que sentirán los mayores de 65. Queda unirse a Finnegan, Gutiérrez Aragón y Juan Ruiz Mantero, que acaba su homenaje a Enrique Ruano como yo querría acabar mi propia narración universitaria: “cuando nos vemos en los viejos amigos del Felipe lo que vemos en ellos reflejado no es cualquier imagen de nosotros mismos, sino justamente la imagen de lo mejor que, a lo largo de nuestra vida, hemos sido”. ¡Brindemos por los amigos!

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