domingo, 3 de noviembre de 2019

Historias de Nueva York (I)


Mujeres en la ventana. Aún recuerdo cómo Javier Ocaña, en su curso de cine en el Colegio Mayor Mara, nos habló del mito de la mujer en la ventana. Creo que utilizó el libro y la adaptación cinematográfica de Madame Bovary para ilustrar el mito. Javier explicó cómo a lo largo del tiempo diversos creadores habían fantaseado con las mujeres que se asomaban a las ventanas. Yo a veces paseaba por Madrid mirando las ventanas y los balcones, imaginándome las historias que se podrían estar fraguando en esos lugares. Mientras paseo por mi barrio, Crown Heights, me gusta observar los bloques y me acuerdo del curso de cine. Como titula su libro sobre la ciudad Paolo Cognetti, Nueva York es una ventana sin cortinas. Es verdad que en muchos de los pisos de Brooklyn se puede ver el interior desde fuera, y que con un poco de atención uno puede acabar descubriendo casi cualquier cosa. Así ocurre en la Ventana indiscreta, en la que James Stewart, por mirar demasiado, es testigo de un asesinato. En mi barrio, si uno mira mucho por la ventana es probable que acabe viendo un crimen. A la primera semana de llegar, apuñalaron a un judío ortodoxo a unas pocas manzanas de casa. Hace dos semanas, un tiroteo al lado de casa causó 4 muertos y varios heridos. Casi cada semana, un aviso nos llega al móvil anunciando secuestros de niños, tiroteos, atracos, tempestades o huracanes. En realidad, la sensación en el barrio en general es de seguridad. Pero con un poco de imaginación y una mirada cinéfila, uno puede imaginarse en cada bloque de pisos de Crown Heights unas cuantas historias que hubiera filmado Hitchcock. El mito de la mujer en la ventana, para mí, se ha convertido en el mito del hombre muerto.



Ratas en las aceras. Había leído en El País que Nueva York estaba llena de ratas. Es verdad. He ido poco a poco aprendiendo a verlas. Ahora sé localizarlas en casi cualquier rincón. Me siguen dando asco, y eso es lo que más me distingue de los neoyorquinos. Chris y Maya se ríen de mí cuando me ven asustarme por una rata. Ellos, que han vivido en la ciudad casi toda la vida, saben ya de qué va la cosa. El único motivo por el que la película Joker resulta verosímil es que ocurre en Nueva York, un lugar en el que las ratas, la suciedad y los desórdenes mentales son parte del paisaje.



Citas en las esquinas. La vida en Nueva York está estructurada para que la gente tenga citas constantemente. Como estoy fuera del mercado, una gran parte de las posibles actividades que podría hacer desaparecen. Mi mejor amigo del doctorado tuvo ocho citas en sus tres primeras semanas, siete de las cuales tuvieron final feliz. Mis amigas españolas no tienen que hacer casi ningún esfuerzo para quedar con todos los tipos que quieren. En general, la gente vive muy ocupada con el trabajo y apenas tiene tiempo para tonterías. Así, mucha gente soltera se libera una o dos noches para tener una cita que seguramente acabe en sexo. Eso dificulta sobremanera las relaciones de amistad entre grupos que se ven de manera constante, pero también tiene ventajas para aquellos que están solteros. En Nueva York, solo hay una cosa que supera al número de ratas que uno se encuentra al hacer cualquier actividad, y es el potencial número de citas que se están desperdiciando.   



Trabajo constante. A veces creo que trabajo mucho, casi diría que todo el rato. Entonces, hablo con los demás españoles que estudian en Nueva York y siento que no hago nada. No me gusta hablar de lo que hago con mi doctorado a la gente, así que normalmente digo tonterías respecto a lo que teóricamente me dedico. Quizás por esto, una chica me ha dicho que esperaba que fuera más trabajador y serio cuando se enteró de que había escrito un libro; otra, a la que llevaba mucho tiempo sin ver, me preguntó que qué tal llevaba el paro tras mi estancia en Bruselas; una mujer mayor catalana me dijo que los andaluces no trabajábamos. Es verdad que en Nueva York todo el mundo trabaja más que yo, pero eso es porque los neoyorquinos no hacen otra cosa. Si algo funciona se dice que it works, ya que es la única función que un neoyorquino entiende que pueda tener un organismo. Hacer amigos, para un neoyorquino, es parte del trabajo y se llama networking; tomar cervezas también es trabajo ya que despeja la mente y se llama work hard party hard; tomar un whisky mientras trabajas te permite ser un workaholic; una cita estándar es considerada networking hasta que luego, si todo va bien, pasa a ser coworking; hacer un trío se llama teamwork y una orgía se considera massive work; ser voluntario en cualquier organización benéfica te permite ser un workawayer  y trabajar el doble; quedarse en casa una mañana se llama teleworking y es una parte fundamental de la vida laboral neoyorquina; casarse para obtener la Green card se considera ultimate networking; divorciarse una vez obtienes lo que quieres es lo que se considera la work ethic; dejarse de asustar tras ver una rata entra dentro de la categoría de working habits; ser madre te permite identificarte con la serie Workin’ moms; ir a una manifestación por el planeta se llama extinction networking; hacerse vegetariano vegworking; matar una rata y ofrecérsela en sacrificio a tu jefe extreme networking; escribir filosofía se llama hacer un Dworkin.



Historias truncadas. Nunca había visto tantas vidas irse al garete tan rápido como en estos meses. A Aisa, se le murió el padre en Turquía y tiene que dejar el doctorado en agosto para volverse a su pueblo. A Roberto, le denegaron la Visa de trabajo y se ha tenido que volver a Colombia. A Isa, se le han muerto los dos abuelos en España nada más llegar a Nueva York. Cada día, en el metro me cruzo con personas que están en las peores condiciones materiales y mentales posibles. Aunque no es comparable con lo que veía en Nueva Delhi, es muy fácil deprimirse si una noche te tocan tres o cuatro escenas lamentables: una mujer medio desnuda que grita pidiendo ayuda en el metro; un enfermo mental que te pide dinero muy educadamente mientras no sabe a qué lugar mirar; un señor con los ojos blancos que no puede moverse en la acera; un joven inconsciente en la boca del metro. A mí, aún no me ha pasado nada. Pero la sensación de fragilidad que da esta ciudad, en la que nunca sabemos muy bien si estamos cubiertos por el seguro médico o no y la desigualdad económica es extrema, es tremenda.



Amigos en la gran ciudad. Nunca me había resultado tan difícil hacer un grupo de amigos como en Nueva York. En dos meses, he conocido a más gente de la que recuerdo, pero apenas mantengo relaciones con algún grupo. He conocido a muchas personas que considero que serán mis amigos en el futuro, pero no sé si voy a tener ningún grupo estable con el que verme todas las semanas. Vine con Pablo, uno de mis mejores amigos, y eso ha sido mi salvación. Durante varios fines de semana, he estado alternando planes que si los veo en retrospectiva me parecen una locura. Por ejemplo, un fin de semana en el que, tras el mitin de Bernie Sanders, acabé en un restaurante peruano ilegal con David Riker, Amy Goodman y más amigos españoles, viendo cómo un gallego decía gastarse más de 4.000 dólares en limusinas cada mes mientras un chico de Leganés le hacía un striptease a una dominicana de 60 años; un fin de semana en Filadelfia con personas de estudios culturales de NYU, CUNY y UPenn haciendo de resaca un collage izquierdista con Ana Penyas; varios fines de semana con Luis, Enrique, Pablo, Sergio y otros amigos haciendo todo tipo de planes en Washington y Nueva York; una noche tomando vino junto con las mujeres mayores de 60 años más interesantes (y ricas) que conoceré en mi vida; varios domingos de resaca con Javi y Claudia viendo partidos del Atlético de Madrid y el Barcelona; aprender a tocar jazz en el piano junto a Carolina los miércoles; conocer a todas las Fulbright, sobre todo a Leti y Inés, y enfadarnos por tonterías y reconciliarnos sin saber muy bien cómo; un sábado en el que nos colamos en el Brooklyn Book Festival alegando ser guionistas y acabamos en la casa del hijo de un miembro de Pink Floyd junto a un escritor sexagenario trumpista que me cayó en gracia porque se parecía físicamente a Aramburu; un jueves en el que una chica de mi equipo de fútbol intenta pegarle a otra chica sin ninguna razón mientras le grita puta y le dice que le iba a matar; unos cuantos días visitando los mejores museos que vi en mi vida; unos cuantos encuentros con personajes entrañables como Israel y Susan, que desde su experiencia me hablan de posibles libros y proyectos futuros. 


Nunca había conocido a tanta gente interesante en mi vida. A la vez, jamás me había sentido con tanta frecuencia tan inseguro. Todo el mundo tiene mil planes y proyectos que son los más interesantes del mundo. A veces, parece que nadie tiene tiempo para estar con los demás, que hay que solicitar con semanas de antelación cualquier posible plan. Además, como estudiante de doctorado tengo poco dinero, y no puedo permitirme una parte de los planes que hacen mis amigos que trabajan. Muchas veces me siento un farsante, y pocas veces digo lo que pienso de las cosas, que suele ser negativo. Yo ya sé las reglas de juego en cada gran ciudad: uno viene y va de mil sitios y nada va a permanecer igual durante mucho tiempo. Muchas veces solo tengo a Belén para contarle lo que me ha pasado, y no entiendo la manera en que se comportan muchos de los americanos de mi entorno. Aunque tengo suerte de que en Nueva York están algunos de mis mejores amigos, y que Enrique está a distancia de autobús, otra buena parte de mi vida está muy lejos. Echo de menos a mis amigos de Málaga. Me da mucho miedo que pase algo en mi ciudad y yo no esté: asociar Málaga con la muerte es la secuela de un año muy malo en términos de pérdidas, y estar tan lejos contribuye a que tema que cada llamada de España sea para anunciarme que una vida se ha acabado. Estoy bien, pero echo de menos lo que ya nunca va a volverme a ocurrir: el reencuentro con mis amigos cada día después de comer para comentar el último cotilleo; la sensación que tenía entonces de que algunas cosas iban a ser para siempre. 

lunes, 26 de agosto de 2019

Cuatro momentos de unas vacaciones demasiado largas


1



Huelva, Semana Santa. El 19 de abril de 2019, Viernes Santo en Andalucía, mis tíos Chipi y Ron vinieron a recogerme a mi casa. Nuestro plan era ir a Huelva para entrevistarnos con Ignacio Noguer Carmona, el que fuera el obispo de nuestra familia (“el primo obispo”). Mi padre, Javier Padilla, me había contado cómo recordaba que había sido su ordenación como obispo de Guadix-Baza, el 10 de septiembre de 1976. Mi abuelo, Javier Padilla, había fletado numerosos autobuses para que fuera toda la familia desde Málaga a la ceremonia. También vinieron los primos desde Madrid, Barcelona y otras partes de España. Con el paso del tiempo, las imágenes que me cuenta mi padre parecen escenas de un país muy lejano, una España que ya no reconozco. 


Llegamos a Huelva y fuimos a varios de los sitios que tiene la diócesis en la ciudad. Por fin, encontramos a Ignacio en la residencia del obispado de Huelva. Era un edificio vetusto y anacrónico, que años antes había rebosado vida pero hoy estaba prácticamente vacío. Lo ocupaban una decena de religiosos de distinta jerarquía, todos muy mayores. Junto a ellos, estaban los cuidadores, que eran las únicas personas jóvenes que se veían en ese lugar. Conocimos al cuidador de Ignacio, que llevaba ya muchos años ocupándose de él. La muerte estaba muy presente en su vida. Hacía como diez años, a Ignacio le habían dicho que moriría pronto debido a sus problemas renales, pero aún seguía resistiendo contra todo pronóstico. El cuidador, que había pasado la treintena con la compañía casi exclusiva de Ignacio, se quedaba con él por el compromiso que un día había adquirido, y que había prometido mantener hasta su muerte. 

Estuvimos hablando con él una hora. Era la primera entrevista que realizaba para mi investigación sobre mi familia Argentina y estaba muy emocionado. Ignacio había conocido a varios papas y había estado presente en varios momentos históricos de la historia de España. Cuando acabamos la entrevista, bajamos a la capilla sin Ignacio, que no puede moverse. Allí, su cuidador nos enseñó la futura tumba de Ignacio: ya estaba decidido dónde pasaría el resto de sus días. Yo pensé en uno de los primeros pasajes de La Montaña Mágica, y en cómo la concepción del tiempo era distinta en un lugar enfocado en el pasado y en la otra vida.  También pensé que estaba siendo un testigo privilegiado de algo que se acababa para siempre, un mundo y una forma de ver la vida (y la muerte) de la que poco quedará en las próximas generaciones. Cuando escribo estas líneas, Ignacio Noguer sigue vivo, pero mis abuelos maternos han muerto durante estas vacaciones demasiado largas. Así, mis vueltas a Málaga están cada vez más asociadas al pasado y a los que ya no están.

2

La Coruña, 1 de junio. Voy en avión desde Madrid a La Coruña para presentar A finales de enero junto a dos históricas del movimiento antifranquista. La conferencia es organizada por el Ateneo Republicano de la Coruña, y se hace en una librería junto al concejal de cultura de la ciudad. Como siempre, la media de edad ronda los 70 años. En cuanto acabamos la presentación, durante el paseo mis acompañantes empiezan a contarme con toda minuciosidad los detalles de la política local coruñesa. Es cierto que hay todo tipo de matices que convierten a La Coruña en un lugar único; el problema es que ocurre igual con los demás lugares del mundo y mi capacidad de aprendizaje es limitada. 

Como todo lo que hacen en Galicia, la comida fue exquisita y los anfitriones de lo más simpáticos. Yo me iba dando cuenta de que todos bebían mucho, pero supuse que pararían pronto porque por la tarde haríamos algo interesante que no implicara estar seis horas sentados. Cuando todos los históricos antifranquistas comenzaron con los destilados, eran las cuatro de la tarde y aún faltaba mucho tiempo para coger el avión de vuelta a Madrid. Tras rechazar un Gin Tonic, una de mis acompañantes me recriminó amistosamente que, en su época, los antifranquistas “además de leer a Marx, escribir cosas y hacer la revolución, nos pegábamos unas cogorzas de cuidado, aunque ya veo que los de tu generación poca cosa”. Poco después, se levantó a vomitar todo lo que había comido y yo sentí que los de mi generación sonrieron en silencio. 

La ingesta de alcohol se mantuvo durante horas llenas de historias del antifranquismo y la política local coruñesa. Uno de mis acompañantes, errejonista y excéntrico, tiró varias botellas de vino mientras hacía una complicada digresión sobre el significado de la socialdemocracia. Tras unas horas de conversación que alternaron entre lo divertido, lo brillante y lo grotesco, entré en un modo depresivo. No entendía qué pintaba yo allí, y quise dar un paseo en el que no se hablara de La Coruña ni de la Transición Española.  Apunté mentalmente que no debía estar más con personas bebidas que me lleven más de 45 años, por muy antifranquistas o gallegos que fueran. Cuando nos despedimos, el que parecía más cansado era yo, ante las risas de los Baby Boomers. Sin embargo, en un giro inesperado que pone en valor a los Millenials, en el avión los achaques les vinieron a mis acompañantes. Ya en Madrid, casi nos chocamos dos veces en el coche que condujo una de ellas para llevarme a casa. Cuando al fin me despedí, el peligro no había terminado: acababa de ganar el Liverpool la Copa de Europa y Madrid estaba llena de ingleses borrachos. Es cierto que nunca he corrido delante de los grises, pero al menos podré contarle a mis nietos que vi correr a los hooligans.

3

Buenos Aires, 7 de julio. Durante una entrevista con una conocida periodista argentina sobre los niños desaparecidos de la dictadura, tuvimos un momento de complicidad cuando descubrimos que un familiar suyo estudió conmigo en Londres. A los dos nos parecía que el susodicho era un flipado, lo que siempre es reconfortante. Yo estaba en ese momento desesperado por entrevistar a montoneros de Columna Norte. Cuando me dijo que conocía a Raimon, de Columna Norte, yo le dije con mucha seguridad que quería entrevistarle, a pesar de que no sabía muy bien quién era. Durante los siguientes días, mientras concertaba la entrevista con Raimon, leí un libro de Marcelo Larraquay en que se cuenta la historia de un montonero que se propuso matar a la Conducción Nacional. Según el libro, esta persona había tenido trato con los que le pusieron la bomba a una de las personas de mi familia que yo estaba investigando. En el libro se cuentan todo tipo de detalles loquinarios sobre su vida, y luego el autor dice haber perdido el rastro sobre él. En ese momento, supuse que “perder el rastro” era un eufemismo para decir que había sido asesinado y su cuerpo no había aparecido, como había pasado con tantos otros. 

Durante mi entrevista con Raimon, me sentí muy extraño. Todas sus historias me sonaban, y algunas me las sabía casi de memoria. Cuando me contó la manera en que un montonero le intentó asesinar, supe que era porque yo había leído sus historias en el libro de Larraquay. Entonces empecé a hacerle preguntas cada vez más detalladas, incluso en un momento dado me hice el listo contando detalles que no me había dicho. Al final, paró la grabación y me contó la verdad: él era el personaje de Larraquay, que como podía ver con mis propios ojos no estaba desaparecido ni muerto. Su nombre, por supuesto, no es Raimon. 

Para que mi sorpresa no se limitara a entrevistar a un muerto, me contó que él le había puesto la bomba a mi familiar junto a la actual Ministra de Seguridad de la Nación, en el pasado una conocida montonera. Por otros documentos que he visto más tarde, he podido comprobar que esto es verdad con casi absoluta certeza. Me contó el motivo con detalle, así como otras historias que serían increíbles en cualquier país que no fuera Argentina. Yo había estado poco antes con mi familiar, que tiene 96 años y está sordo y ciego. Su mujer y sus hijos me habían contado cómo vivieron los momentos angustiosos de la bomba. Nunca hubiera imaginado que iba a conocer al que la puso.

4

Nueva York, 14 de julio. Mi primer día completo en Nueva York. Tras hacer un poco de papeleo en la universidad, acompaño a Israel a hacer varios recados. Vamos a la joyería Cartier de la Quinta Avenida. Mientras esperamos a que nos atiendan en una de las plantas de arriba, nos invitan a Champagne. Una mujer de unos cincuenta años, que dice ser una neoyorkina de origen griego, comienza a hablar con Israel sobre asuntos variopintos. Cuando Israel se marcha a que le atiendan, yo saco el libro de Enrique Vila-Matas París no se acaba nunca. En ese momento, la mujer se acerca y me pregunta si Israel es mi pareja. Yo le digo que no, que tengo una novia en España con la que, de hecho, me he casado. Entonces me dice que tenemos que quedar los dos a solas, ya que claramente hay algo en mi vida que no funciona. 

La enigmática mujer me contó que necesitaba un cambio en mi vida, ya que notaba por mi sonrisa melancólica que el devenir de los días sin cambios estaba haciéndome entrar en una depresión sin salida. Cuando me preguntó si estaba en lo cierto, le dije que justo ayer me había mudado a Nueva York, y que qué más cambios quería en una vida. Entonces pasó a su segundo truco, que era contarme que notaba que tenía una relación apagada con mi padre, y que por eso tenía que darme su tarjeta para que habláramos en privado. La mujer me hizo gracia, y pensé por un momento que estaba ante un reportaje que podría interesar a algún medio español. Entonces la mujer empezó a preguntarme por mi madre, y ya en ese momento le hice la pregunta que la desactivó: “¿Who are you?”. Tras desearme un buen viaje, se fue al sofá en el que estaba su acompañante, un tipo repeinado con aspecto del sur de Europa que bien podría haber salido en una película de Scorsese. 

Cuando volvió Israel, manejamos dos hipótesis sobre lo ocurrido: era una loca seductora o una timadora. Yo me inclinaba por la segunda. La última vez que alguien se me acercó de manera tan extraña, en San Petersburgo, mi amigo Enrique tuvo que pagar un rescate por mí. Como ahora no vivimos juntos, y no es cuestión de hacerle venir desde Washington, es mejor que no me acerque demasiado a extraños. Sin embargo, con esta mujer no había peligro. Pensándolo con más detenimiento, yo creo que se sintió impulsada a hacerse la excéntrica por ver que estaba leyendo París no se acaba nunca. Como notó que acababa de llegar a Nueva York y estaba desorientado, pensó que la mejor manera de que me sintiera en casa era hacerme una escena digna de Vila-Matas. Nueva York, al fin y al cabo, no es París, pero a mí me ha servido de excusa para escribir una entrada imitando a un autor que admiro.

sábado, 2 de marzo de 2019

Cañas por España


Me imagino el acto de “Cañas por España”, organizado por Vox en el Teatro Barceló con el objetivo de para atraer a jóvenes universitarios, como lo que sería mi vida si hubiera ido a un colegio mayor masculino en Madrid. Una discoteca llena de tíos vestidos en camisa, un photocall con la bandera de España, muchas frases hechas para ligar, luces amarillas molestas, pocas chicas muy de derechas y todavía más imposibles. Así era la vida para los que fueron desde Málaga a Madrid y acabaron en los colegios mayores masculinos o femeninos. La mayoría de ellos se sentían muy orgullosos de estar en colegios mayores en los que no podían dormir en sus habitaciones con ninguna chica, ellos sabrán por qué. Y la mayoría de ellas también se mostraban muy contentas de estar en sitios en los que tenían la obligación de volver antes de las 10 de la noche y si no las dejaban en la calle, ellas sabrán el motivo. Cuando me encontraba con la gente de estos colegios en Málaga, tanto mi interlocutor como yo teníamos la misma sensación cuando nos despedíamos: la otra persona era un primo desde que se había ido a Madrid. Cómo había cambiado todo en solo seis meses, cuando todos compartíamos penas e historias en el viaje de fin de curso a Mallorca. Llegamos a Madrid increíblemente despolitizados y, quizás por eso, a los pocos meses la política era algo importante en nuestra vida que marcaba diferencias.     

“Cañas por España” representa ese Madrid del que nunca fui parte y esa Málaga pija que abandoné junto a mi grupo de amigos del colegio cuando todos empezamos la universidad. Los del Chaminade éramos, como bien ha descrito el representante de esa España conservadora que pisó uno de esos colegios masculinos, Pablo Casado, “característicos por sus largos pelajes y ademanes anarco-masónicos”. Aunque éramos “peligrosos y abundantes”, los “lupus chaminantium” eran minoría en un entorno mayoritariamente de derechas donde había pocos matices. A veces, daba la impresión de que uno era rojo en determinados ambientes por no ir en camisa y llevar la bandera de España. Mientras tanto, en mi ambiente, uno podía ser tachado de reaccionario muy rápido si no estaba a la izquierda del PSOE o si vestía formal. Así, cuando volvía a Málaga, había una cierta barrera entre los que nos habíamos ido a un ambiente y los que se habían ido a otro. Esta distancia, más que ideológica, era cultural. Yo tenía mucho más que ver con mis amigos que se habían quedado en Málaga que con la mayoría de los que se habían ido a Madrid a ser conservadores. Y tenía, desde luego, mucho más parecido con los nuevos amigos que había hecho en Madrid, casi todos del norte de España, de esas ciudades maravillosas que son Tudela, Santander y Logroño, que con los de Málaga que estaban en Madrid. Hubo excepciones como Guille, pero fueron muy pocas y la distancia personal que se creó entonces aún se mantiene, aunque hoy en día con muchos más matices.

“Cañas por España” me recuerda mucho a mi etapa universitaria madrileña, por la que siento siempre cierta nostalgia. Por muchos prejuicios que pueda tener contra los jóvenes conservadores, ellos también formaban parte de ese paisaje mitológico que conformaba nuestro imaginario juvenil, y estoy seguro de que muchos de mis grandes momentos en Madrid fueron compartidos por ellos. A nosotros nos pilló Podemos y el 15-M como momentos clave de despertar político; a ellos les ha tocado Vox y el 1-O. Nosotros, en nuestras fiestas por 10 euros con barra libre, poníamos “El imperio contraataca” de los Nikis y nos volvíamos locos de alegría; ellos hacen ahora lo propio, solo que en fiestas por 40 euros sin barra libre, y además sin captar la ironía de la letra de Los Nikis. 

Yo quiero darle las gracias a Vox por recordarme el motivo por el que me alejé culturalmente para siempre de la derecha más rancia cuando entré en Madrid. No fue tanto por sus ideas sobre el mundo; fue más por esas camisas, esas pulseritas con la bandera, esas discotecas horrorosas llenas de tíos, esa forma de estar en el mundo no aceptando a los demás, esos comentarios homófobos, esa forma de hablar de los que no eran de derechas, esa falta de ironía.

domingo, 27 de enero de 2019

Historias de Bruselas


Mi vida en Bruselas se limita al barrio Saint-Josse-ten-Noode. Mi calle se llama rue du Vallon, y mi edificio está en un estado tan lamentable que será derrumbado en pocos meses. La calle está siempre en obras, pero todas estas reformas lo único que han conseguido ha sido empeorar el pavimento. En el avión que cogí desde Málaga, un señor marroquí me advirtió que rue du Vallon era peligrosa porque su única actividad comercial era la venta de droga. Es cierto que suele haber redadas de policías y se vende droga, pero mi problema principal son los ratones. Algunas noches, mi única compañía han sido estos roedores, que en una ocasión llegaron a entrar en mi cuarto. El casero es un matón iraní con el don de la ubicuidad: un día afirmó estar fuera de Europa y poco después apareció en mi cuarto para proferir unas cuantas amenazas.

Saint-Josse-ten-Noode es mi barrio favorito de todos los que he vivido hasta ahora. Cada mañana, voy a trabajar a la otra punta del barrio, cerca de Botanique. Atravieso primero rue du Vallon y giro a la izquierda en la interminable chaussée de Louvain, antigua ruta para ir a Lovaina. Suelo ir por la rue de l'Alliance, donde vivían en edificios contiguos Moses Hess, Karl Marx y Frederic Engels en los números 3, 5 y 7 respectivamente. El acaudalado Engels ayudó a Marx a moverse desde París a Bruselas en 1845. En Bélgica, entonces un país algo más liberal, Marx se dedicó a reunirse con comunistas y socialistas, así como a escribir junto a Engels algunas de las obras por las que serían recordados.

En esa calle los dos escribieron el libro La ideología alemana, y Marx garabateó una de sus célebres tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. La rue de l'Alliance ejemplifica lo mucho que se ha transformado el mundo desde Marx: lo que antes eran casas de revolucionarios hoy son edificios burocráticos de la Comisión Europea. Tras pasar por esta calle, hay varias opciones para llegar a mi trabajo. Aunque no es la mejor opción, se puede ir por rue de l’Association. Allí, el misterioso jurista Joseph Charlier escribió La Question sociale résolue. Testament philosophique d’un penseur, uno de los primeros trabajos en los que se aboga por un ingreso mínimo garantizado para paliar la pobreza.

Por las tardes, en vez girar a la izquierda en chaussée de Louvain, normalmente voy a la derecha. Dejo atrás dos puntos de la calle, en los números 26 y 28, que merecen consideración: el antiguo cine Mirano, hoy una discoteca, y la sala de eventos Claridge. Antiguamente, esos dos sitios constituyeron puntos importantes de la historia bruselense. En el número 26, tuvo lugar una parte del affaire Vandersmissen: la historia de cómo el jurista y político Gustave Vandermissen asesinó allí a su antigua esposa Alice Renaud, cantante de ópera. Dos personalidades conocidas en Bruselas, la historia de este asesinato tiene una trama enrevesada de chantajes, cuernos, ansias de nobleza, honor perdido y prensa rosa. Enamorado perdidamente de ella tras haber asistido a su representación de la ópera Carmen, Gustave Vandermissen empezó a ir a todas las óperas en las que aparecía Renaud. La familia del abogado se negaba a la unión de la pareja, lo que dificultaba cualquier paso que pudieran tomar. La madre de la artista tenía su casa en el número 26 de chaussée de Louvain, donde la pareja estableció su nido de amor. Años más tarde, cuando todo se complicó sobremanera, el asesinato tuvo lugar al lado de mi trabajo y la Gare du Nord, hoy uno de los sitios más turbios de Bruselas.  

Siguiendo nuestro camino por chaussée de Louvain, se pasa por un sitio libanés que está abonado al drama. Cada vez que voy a tomarme algo, la dueña del sitio está enredada en un asunto trágico que requiere su atención. Un día era su hijo, que no había sacado buenas notas en el colegio y lloraba; otro día era Roberto, un angoleño que habla perfecto español con el que conversaba con mucha pena. He intentado sin éxito comprobar si hubo algún suceso trágico en ese número de la calle que explique esta situación. Quizás fue donde Vandermissen descubrió que su mujer le engañaba o donde Marx se dio cuenta de que había un fallo en su teoría que lo tiraba todo por la borda; desgraciadamente no he podido averiguarlo. El sitio compensa las moderadas dosis de tragedia con precios competitivos y comida sabrosa.

Después del sitio libanés, lo siguiente remarcable es una plaza con los mejores sitios italianos del barrio: La Piola y La Mamma. A partir de esta plaza, si uno se adentra por chaussée de Louvain entra en un universo desconocido para los del barrio Europeo de Bruselas: un sitio en el que las personas se saludan entre sí y no van en traje. Todo esta lleno de carnicerías halal, tiendas africanas y de países del este de Europa, peluquerías turcas, lugares para mandar dinero al más allá, panaderías árabes, restaurantes congoleses y locales de kebabs; el paraíso imaginado por Vox. Tras meses de ardua exploración, puedo decir que los mejores kebabs de la zona son el Anatolia y el Relex, si bien por motivos distintos. El Anatolia tiene mejor carne, pero su servicio deja mucho que desear: una vez necesitaba cambio para la lavadora y no me lo dieron. Por su parte, el Relex es dirigido por Mumu, un marroquí rifeño de lo más simpático. Mumu es mi mejor amigo del barrio, la persona que más me cuida. Juan y yo solemos ir allí solo para verle apostar dinero al Barcelona y echarnos unas risas. Además de los kebabs, es importante conocer las panaderías marroquíes del barrio. Las tres mejores son Rayan, Orientales y Selimiye Tasty Corner. Además de que tienen las mejores especialidades de su país, son simpatiquísimos y añoran Andalucía, donde la mayoría de ellos estuvieron antes de tener que irse de allí por la falta de posibilidades. Casi todos los marroquíes del barrio vienen de Nador.

Además de sitios apetitosos para comer, Chaussée de Louvain está llena de sitios de apuestas. Yo voy a esos lugares a ver el Barcelona, y ya me he hecho amigo de alguno de los habituales. Hay un grupo senegalés de lo más simpático, y también un señor leonés al que conocen con el sobrenombre de “Barcelona” porque siempre lleva un gorro con el escudo. Es difícil ver el fútbol con él ya que no para de hablar. Aparte de su característico gorro, lo otro que llama la atención de él es una chapa con el escudo de la legión, donde estuvo unos años destinado en Marruecos. Es un tipo querido por todo el mundo que habla un español con mucho acento francés y que se queja con razón de la defensa del Barcelona y de la falta de políticos con sentido de estado.

Aunque Chaussée de Louvain tiene también un local de jazz mítico, el Jazz Station, hay cosas que no se pueden hacer en el barrio. Yo solo salgo para jugar al fútbol, escuchar música clásica, ir al Sound Jazz Club y salir de fiesta. Juego al fútbol en Ixelles, muy cerca de donde se mudó Marx tras abandonar rue de l'Alliance. Allí escribió gran parte del Manifiesto del Partido Comunista y también se carteó con muchas de las grandes figuras de su tiempo. Yo de momento me limito a hacer deporte con un grupo de italianos, pero quizás monte alguna revolución uno de estos días. El que mejor juega se llama Jan, que es un saxofonista de origen polaco. Cuando me contó que su padre, Frederic Rzewski, es un pianista célebre que tuvo que exiliarse a Estados Unidos, pensé que estaba ante una historia digna de Cold War. Sin embargo, la historia no era tan épica, y resultó que Frederic Rzewski nació en Estados Unidos y sus padres emigraron por la pobreza. De hecho, en sus entrevistas Frederic Rzewski declara tener simpatías comunistas. Su obra más famosa es una variación del tema “El pueblo unido jamás será vencido”, y su ídolo es Shostakovich. Le he dicho varias veces a Jan que me avise si su padre o él van a actuar en los sitios de Jazz de Bruselas, especialmente el Sound Jazz Club, que está al lado de donde jugamos al fútbol. Al Sound Jazz voy casi cada semana con Inram, Enrique y Andrea. En la barra sirve Javier Mateos, un madrileño que nunca se acuerda de mí que toca la flauta travesera. Javier es muy crítico con la Unión Europea y las personas que trabajamos en las instituciones; por fortuna nunca me ha pedido mi opinión sobre cómo él toca la flauta.

El otro sitio que hace que salga de mi barrio es el Bozar, donde ponen conciertos cada semana a precios asequibles. Esta semana he ido a escuchar la Sinfonía nº5 de Shostakovich. Había pensado que quizás me encontraba con personajes como Frederic Rzewski o Juan María Fernández Krohn, el ultraderechista español que trató de asesinar al Papa Juan Pablo II en 1982 y que vive, según su blog “exiliado”, en Bélgica. Hay una enorme polémica en torno a la composición de esta sinfonía. Shostakovich, que temía acabar en el gulag si su obra no era exitosa ya que había sido acusado de hacer música demasiado compleja para el pueblo soviético, parece haber incorporado elementos ocultos en la música que dan a indicar que Stalin y el comunismo no eran santos de su devoción. En pleno clímax de la sinfonía se me ocurrió buscar entre el público a tipos como Krohn, Rzewski o Mateos para ver sus reacciones, pero no los vi. Sin embargo, sí que se me aparecieron Karl Marx y Gustave Vandermissen, que al fin y al cabo hubieran sido habituales del Bozar de seguir con vida. Mientras lloraban, movían sus brazos a ritmo de los tambores finales y gritaban desconsolados la tesis secreta de Feuerbach: “¿Qué he hecho, qué he hecho?”.