martes, 7 de agosto de 2018

¿A quién le importa la verdad sobre Enrique Ruano?


Fragmento del libro de no ficción Los años rebeldes: España, 1966-69, de Manuel Espín, publicado por Kailas Editorial hace pocos meses. Según la editorial, se trata de “una crónica lúcida y rigurosa sobre unos años cruciales en un país que intentaba dejar atrás el blanco y negro del pasado para instalarse en la modernidad del color”. El autor, supuestamente, es “licenciado en Derecho, Sociología, Ciencias Políticas y CC de la Información por la Complutense y ha completado el ciclo de Doctorado en Sociología por la UNED”. En paréntesis mis comentarios a su texto.



“El 17 de enero de 1969, la Policía detiene en Madrid a un joven estudiante de la Facultad de Derecho. Su delito: arrojar unas octavillas en la calle, bajo el convulso ambiente social del estado de excepción decretado por el gobierno (1- No se sabe a ciencia cierta que fuera por arrojar unas octavillas en la calle, y en todo caso sería porque fueran de un partido político y no por el mero hecho de hacerlo. 2 - ¿A qué “convulso ambiente social debido al estado de excepción decretado por el gobierno” se refiere el autor? El estado de excepción se decretó el 24 de enero, precisamente tras los disturbios derivados tras la muerte de Enrique Ruano. Que una persona que escribe un libro sobre los sucesos de ese año no lo sepa resulta intrigante, y nos deja solo dos opciones: el autor es un ignorante o está haciendo propaganda política). Se llama Enrique Ruano Casanova y ha nacido en 1947 en la capital de España (bien por el autor, que es capaz de dar correctamente los apellidos de Enrique y su año y lugar de nacimiento). Estudió en un colegio religioso, y entre sus compañeros de clase se encuentra Alfredo Pérez Rubalcaba, futuro ministro y candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno (Alfredo Pérez Rubalcaba tenía cuatro años menos que Enrique y nunca compartió clases con él. De hecho, cuando lo entrevisté me dijo que no había conocido personalmente a Enrique. ¿De dónde saca el autor ese dato?). La familia Ruano Casanova pertenece a una clase acomodada, pero ni él ni su hermana Margot, estudiantes, parecen identificados con los mismos valores políticos de la mayoría de su espacio social (¿Qué quiere decir con que “no parecen identificados”? Enrique era un activista revolucionario contrario al franquismo y por tanto a años luz de distancia de los valores de sus padres. Meter un “parecer” en la frase lleva a confusión). Enrique es militante del Frente de Liberación Popular, que siempre ha defendido una vía pacífica para el acceso a un sistema democrático (esta trola es tremenda, y es una de esas mentiras en las que uno piensa que el autor está haciendo propaganda política con su historia. El Frente de Liberación Popular defendía cualquier cosa menos el acceso a un sistema democrático parecido al actual, y lo de “siempre” una vía pacífica no es solo falso, sino que el autor lo tiene que saber a menos que sea totalmente ajeno a la realidad. ¿Qué eran los comandos, los saltos, los asaltos al decanato y los juicios críticos que hacían los miembros del Frente de Liberación Popular? ¿Se ha leído el autor alguno de los documentos internos del Frente de Liberación Popular en los que se aboga directamente por la “violencia revolucionaria” como vía para la implantación del socialismo? ¿Se ha enterado de quiénes eran los referentes de este grupo político? ¿Son Lenin y el Che, referentes absolutos de los integrantes del Frente de Liberación Popular, defensores de una vía pacífica para establecer un sistema democrático?). Para el Régimen se trata de un grupo subversivo de extremistas, manejado por el comunismo (para el régimen y para cualquiera que no sea el autor del texto. De hecho, muchos de los integrantes del Frente pueden verse reconocidos a sí mismos como subversivos y comunistas).

A Enrique, que sigue vinculado a organizaciones católicas (¿Cómo lo sabe el autor del texto? Todos los datos disponibles indican lo contrario. Por ejemplo, el cura Jesús Aguirre había dejado de tratarlo en los últimos meses, y el mismo Enrique dice en una de sus notas a Carlos Castilla del Pino que ha dejado de ser creyente), lo detienen ese día 17 y lo conducen a las dependencias policiales, donde en ningún momento se le permite dormir ni comer para que pueda delatar con más facilidad a sus compañeros y conducir a los agentes al piso franco donde guardan propaganda (de nuevo, el autor mezcla un poco de verdad con cosas que son mentira y con otras cosas que no puede saber. 1- ¿Cómo sabe que no le permiten comer ni dormir? Abilio Villena, al que detuvieron junto a Enrique, me dijo que lo trasladaban de un lado a otro y que le hicieron un interrogatorio continuo, pero no dijo nada respecto a la comida ni al sueño. Margot Ruano tampoco me dijo nada, y en el sumario no hay ninguna referencia al asunto. ¿Quién le ha dado ese dato al autor? 2- ¿Delatar a qué compañeros? ¿No debería decir el autor del texto que Enrique fue detenido junto a José Baílo, Abilio Villena y Lola González Ruiz para que el lector se entere de algo? 3- ¿Qué piso “franco” donde guardan propaganda? En ese piso no se guardaba propaganda alguna. Era el lugar donde vivían dos chicos vascos que habían huido del País Vasco por el estado de excepción decretado en la zona (y no en Madrid) en 1968). En paralelo, su novia, Lola González Ruiz, también es interrogada en la sede de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol (es en paralelo porque los detuvieron juntos, cosa que el autor no dice en ningún momento). Según contará su hermana Margot muchos años después: “Se sabían mi vida de arriba abajo. Me pasearon por todo Madrid para que les dijera de dónde eran las llaves que llevaba en mi bolsillo. Las tenía yo, no Enrique, iban a llevarme a mí” (la fuente del autor es un artículo de El País, en el que se hace esta declaración muchos años después, que yo también he usado. ¡Pero la declaración la hace Lola, no Margot! Es Lola la que dice eso, y además no puede ser de otra manera. Margot, que no fue detenida, no pudo decir nada parecido. En El País aparece claramente, así que el autor no ha debido releer lo que ha escrito). Ella intentó resistir (¿Quién, según el autor, Lola o Margot?) a pesar de sufrir torturas (¿Cómo lo sabe? Y si hubo torturas, ¿De qué intensidad?) para tratar de ganar tiempo para que sus compañeros que permanecían en un séptimo piso de la calle General Mola 60, en la actualidad Príncipe de Vergara, pudieran tener tiempo de escapar (¿No era propaganda lo que había en esa casa?). Se trataba de una vivienda alquilada por miembros de ESBA, la filial vasca del FLP (otra mentira. Los que estaban en esa casa eran Ángel Artola y Loli Latierro, a los que pude entrevistar en San Sebastián. El primero había sido miembro de ETA años antes. En el sumario de Enrique, aparece como miembro en activo de ETA)”.



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El texto anterior es lamentable pero no es una excepción. En buena parte de los libros sobre Enrique Ruano podemos encontrar textos similares. Por no tirar la piedra y esconder la mano, voy a decir varios nombres: Benjamín Prado, Gregorio Morán y Manuel Vicent. Los tres tienen una cosa en común: querer convencernos de que la transición fue una estafa y de que debido a ello aún seguimos en una especie de franquismo tutelado. La historia de Enrique Ruano entra a la perfección en este relato, así que no han tenido reparo en inventarse todo tipo de datos sobre él. Supongo que por eso mismo no les importará fallar en detalles fácticos y realizar interpretaciones especulativas de brocha gorda sobre temas altamente complejos, aunque tampoco podemos descartar la mera incapacidad intelectual de hacer un trabajo mejor. En todo caso, parece que para ellos la verdad está al servicio de la causa más importante de todas: imponer un relato ideológico sobre la Transición que cuadre con sus convicciones. Personalmente, me produce mucha pena leer todos estos libros, así como observar algunas de las propuestas que se hacen desde las distintas comisiones de la verdad que están creando algunos gobiernos de izquierda.

Es importante comenzar a ser críticos con los que intentan imponernos un relato ideológico que olvida los hechos fácticos. En estos momentos, esos relatos nos llegan mayoritariamente desde un sector de la izquierda. Parte de esa izquierda, que supuestamente reivindica la figura de Enrique Ruano, está en el fondo tratando su figura como un medio para un fin político: imponer su cosmovisión sobre la Transición. No podemos dejar que eso ocurra, entre otras cosas por la memoria de Enrique Ruano. La dignidad de las víctimas no se restituirá convirtiéndoles en mártires de causas a las que nunca pertenecieron, y lo único que se puede conseguir falseando la historia es una visión sesgada de la realidad. Gran parte de la derecha se equivoca al no preocuparse por la memoria histórica, siendo Pablo Casado con sus palabras una gran representación de este negacionismo histórico. El problema es que gran parte de la izquierda activa en este tema quiere apropiarse de la memoria histórica, y así se deja poco espacio a la búsqueda de la verdad. A todos (y no solo a la izquierda) nos debe importar la verdad sobre el caso de Enrique Ruano, pero debemos aceptar que esta verdad debe ser la misma para todos y no una mera coartada para imponer una visión política.  

sábado, 4 de agosto de 2018

Los momentos del verano


Acababa de llegar a Pozuelo, y traté de poner el tocadiscos del padre de mi novia. Dejé puesto el disco que ya estaba allí, uno de cantatas de Bach. Nada más comenzar la primera cantata, tuve un déjà vu. No solo había escuchado esa cantata antes, sino que me acordaba exactamente de cuándo, dónde y con quién: octubre de 2014, Heidelberg, mi madre. En esa ciudad, mi madre y yo habíamos entrado aleatoriamente en una iglesia, y nos quedamos porque había un concierto. El motivo principal de la primera obra que tocaron se me quedó grabado. No había programa sobre lo que tocaban, así que no pude saber qué cantata de Bach estaban tocando. El verano antes de mi Erasmus en Alemania, había leído el primero tomo de En búsqueda del tiempo perdido, y recordaba cómo Swam se obsesionaba con una melodía que había escuchado en el piano. Me vi a mí mismo envuelto en esa misma sensación, y esa melodía me siguió acompañando en numerosos momentos, sobre todo cuando paseaba solitario por Frankfurt. En esa época, yo dedicaba las mañanas de los domingos que conseguía levantarme a ir a las iglesias de Frankfurt a escuchar cantatas de Bach y misas cantadas. A diferencia de lo que ocurría con la ópera y el auditorio, nunca conseguía que nadie me acompañara a las iglesias. Siempre pensaba que en algún momento volverían a tocar esa cantata. No tuve suerte, y mi ignorancia sobre el asunto se mantuvo cuatro años.

Cuando volví a escuchar la cantata, me entró una emoción muy fuerte. Creía haber sido capaz de retener una melodía que solo escuché una vez durante cuatro años, y de haberla mantenido sin ninguna alteración en mi cabeza a pesar de no haber tenido más referencias de la misma: me sentía como un personaje de Proust probando una magdalena. La pregunta que me intrigaba era cómo podía haber recordado durante tanto tiempo una simple melodía que aparece en una obra de apenas tres minutos. Normalmente, las partes que me encantan de las sinfonías puedo memorizarlas solo si las escucho varias veces, y si no lo que ocurre es que cuando dejo de tenerlas en la cabeza se pierden para siempre. La pregunta era: ¿Por qué había ocurrido algo diferente con esta cantata? Tras investigar un poco sobre la misma, me di cuenta de la respuesta, que no era digna del escritor francés. Extremoduro, en su disco La ley innata, usa el motivo principal de la cantata en Dulce introducción al caos. Yo había escuchado el disco innumerables veces en los coches de mis amigos de Málaga, cuando íbamos a conciertos y a festivales. Me acuerdo de haber escuchado ese disco cuando varios amigos de Madrid, escépticos con Extremoduro y que me solían acompañar al Teatro Real y al Auditorio, me visitaron en Málaga. Recuerdo insistir en que si les gustaban las sinfonías debía de gustarles el disco, y no convencerles de nada. También recuerdo el concierto de Extremoduro en el En Vivo 2012. Fue la única vez que le he dado una calada a un porro enteramente compuesto por marihuana, y también cuando conocí a mi amigo Adri. No sé si tocaron Dulce introducción al caos, y solo recuerdo que no me interesaban lo más mínimo ninguno de los conciertos más allá de Extremoduro. Guille, Isa y yo decidimos irnos a las zonas de botellón. Recuerdo que en un coche sonaba una sinfonía de Beethoven en versión rave, y que nos pusimos a bailar como locos. Luego se puso a llover, abandonamos Rivas y nos volvimos al Chami, donde hicimos una fiesta en la que llegó a haber 50 personas entre mi cuarto y el pasillo. 

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Mi historia de la cantata de Bach no puede compararse con lo que le pasó a uno de mis tíos maternos. Con dieciséis años, cuando el franquismo se acababa, fue al Valle de Arán con varios amigos. Mi tío siempre ha planeado los viajes con gran antelación, y me imagino que ya tan joven planearía rutas de todo tipo para visitar los mejores sitios de la zona. Sin embargo, cuando llegaron allí recibieron una información indispensable: en el sur de Francia ponían la película El último tango en París. La película, censurada en España, tenía una fuerte carga sexual, lo que motivó que cambiaran todos sus planes y se dirigieran al sur de Francia a ver la película. Tras una gran odisea para llegar al pueblo donde ponían la película, resultó que ya no se proyectaba más. Sin embargo, en la cartelera había una película que podía prometer grandes emociones: Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar. Todos salieron muy decepcionados con la película, en la que un tipo vestido de espermatozoide se dedicaba a divagar sobre las mujeres y el sexo, pero en la que no había ningún tipo de carga erótica. Así, se volvieron de Francia decepcionados.

Mi tío pudo ver El último tango en París al verano siguiente, cuando en su primer interrail pasó por Francia. Tras ese viaje, se fue a Madrid a estudiar, alojándose en un colegio mayor. Uno de los primeros días, alguno de los colegiales intelectuales que llevaban el aula de cine (que yo quiero imagine con gafas de cinéfilo, comunista, formas de hablar althusserianas y estética postmayo del 68), les dijo a algunos novatos que estrenaban una gran película: Bananas. Mi tío fue a ver la película con otros colegiales, y reconoció al momento al enjuto protagonista principal: era el mismo tipejo que iba vestido de espermatozoide. Se trataba de Woody Allen, al que mi tío se acabó aficionando. Muchos años después, ir a ver las películas de Woody Allen en el Cine Albéniz ha sido una de esas cosas que hemos hecho juntos habitualmente. Para él, descubrir quién era el tipejo del espermatozoide debió ser como para mí descubrir el origen de mi apego por la melodía desconocida: los dos seguramente tuvimos la certeza de que nunca se nos iba a olvidar ese momento porque era nuestro. Hacerse con un momento es una de esas sensaciones por las que merece la pena pasar el verano haciendo algo totalmente distinto a lo que se hace el resto del año.