lunes, 26 de agosto de 2019

Cuatro momentos de unas vacaciones demasiado largas


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Huelva, Semana Santa. El 19 de abril de 2019, Viernes Santo en Andalucía, mis tíos Chipi y Ron vinieron a recogerme a mi casa. Nuestro plan era ir a Huelva para entrevistarnos con Ignacio Noguer Carmona, el que fuera el obispo de nuestra familia (“el primo obispo”). Mi padre, Javier Padilla, me había contado cómo recordaba que había sido su ordenación como obispo de Guadix-Baza, el 10 de septiembre de 1976. Mi abuelo, Javier Padilla, había fletado numerosos autobuses para que fuera toda la familia desde Málaga a la ceremonia. También vinieron los primos desde Madrid, Barcelona y otras partes de España. Con el paso del tiempo, las imágenes que me cuenta mi padre parecen escenas de un país muy lejano, una España que ya no reconozco. 


Llegamos a Huelva y fuimos a varios de los sitios que tiene la diócesis en la ciudad. Por fin, encontramos a Ignacio en la residencia del obispado de Huelva. Era un edificio vetusto y anacrónico, que años antes había rebosado vida pero hoy estaba prácticamente vacío. Lo ocupaban una decena de religiosos de distinta jerarquía, todos muy mayores. Junto a ellos, estaban los cuidadores, que eran las únicas personas jóvenes que se veían en ese lugar. Conocimos al cuidador de Ignacio, que llevaba ya muchos años ocupándose de él. La muerte estaba muy presente en su vida. Hacía como diez años, a Ignacio le habían dicho que moriría pronto debido a sus problemas renales, pero aún seguía resistiendo contra todo pronóstico. El cuidador, que había pasado la treintena con la compañía casi exclusiva de Ignacio, se quedaba con él por el compromiso que un día había adquirido, y que había prometido mantener hasta su muerte. 

Estuvimos hablando con él una hora. Era la primera entrevista que realizaba para mi investigación sobre mi familia Argentina y estaba muy emocionado. Ignacio había conocido a varios papas y había estado presente en varios momentos históricos de la historia de España. Cuando acabamos la entrevista, bajamos a la capilla sin Ignacio, que no puede moverse. Allí, su cuidador nos enseñó la futura tumba de Ignacio: ya estaba decidido dónde pasaría el resto de sus días. Yo pensé en uno de los primeros pasajes de La Montaña Mágica, y en cómo la concepción del tiempo era distinta en un lugar enfocado en el pasado y en la otra vida.  También pensé que estaba siendo un testigo privilegiado de algo que se acababa para siempre, un mundo y una forma de ver la vida (y la muerte) de la que poco quedará en las próximas generaciones. Cuando escribo estas líneas, Ignacio Noguer sigue vivo, pero mis abuelos maternos han muerto durante estas vacaciones demasiado largas. Así, mis vueltas a Málaga están cada vez más asociadas al pasado y a los que ya no están.

2

La Coruña, 1 de junio. Voy en avión desde Madrid a La Coruña para presentar A finales de enero junto a dos históricas del movimiento antifranquista. La conferencia es organizada por el Ateneo Republicano de la Coruña, y se hace en una librería junto al concejal de cultura de la ciudad. Como siempre, la media de edad ronda los 70 años. En cuanto acabamos la presentación, durante el paseo mis acompañantes empiezan a contarme con toda minuciosidad los detalles de la política local coruñesa. Es cierto que hay todo tipo de matices que convierten a La Coruña en un lugar único; el problema es que ocurre igual con los demás lugares del mundo y mi capacidad de aprendizaje es limitada. 

Como todo lo que hacen en Galicia, la comida fue exquisita y los anfitriones de lo más simpáticos. Yo me iba dando cuenta de que todos bebían mucho, pero supuse que pararían pronto porque por la tarde haríamos algo interesante que no implicara estar seis horas sentados. Cuando todos los históricos antifranquistas comenzaron con los destilados, eran las cuatro de la tarde y aún faltaba mucho tiempo para coger el avión de vuelta a Madrid. Tras rechazar un Gin Tonic, una de mis acompañantes me recriminó amistosamente que, en su época, los antifranquistas “además de leer a Marx, escribir cosas y hacer la revolución, nos pegábamos unas cogorzas de cuidado, aunque ya veo que los de tu generación poca cosa”. Poco después, se levantó a vomitar todo lo que había comido y yo sentí que los de mi generación sonrieron en silencio. 

La ingesta de alcohol se mantuvo durante horas llenas de historias del antifranquismo y la política local coruñesa. Uno de mis acompañantes, errejonista y excéntrico, tiró varias botellas de vino mientras hacía una complicada digresión sobre el significado de la socialdemocracia. Tras unas horas de conversación que alternaron entre lo divertido, lo brillante y lo grotesco, entré en un modo depresivo. No entendía qué pintaba yo allí, y quise dar un paseo en el que no se hablara de La Coruña ni de la Transición Española.  Apunté mentalmente que no debía estar más con personas bebidas que me lleven más de 45 años, por muy antifranquistas o gallegos que fueran. Cuando nos despedimos, el que parecía más cansado era yo, ante las risas de los Baby Boomers. Sin embargo, en un giro inesperado que pone en valor a los Millenials, en el avión los achaques les vinieron a mis acompañantes. Ya en Madrid, casi nos chocamos dos veces en el coche que condujo una de ellas para llevarme a casa. Cuando al fin me despedí, el peligro no había terminado: acababa de ganar el Liverpool la Copa de Europa y Madrid estaba llena de ingleses borrachos. Es cierto que nunca he corrido delante de los grises, pero al menos podré contarle a mis nietos que vi correr a los hooligans.

3

Buenos Aires, 7 de julio. Durante una entrevista con una conocida periodista argentina sobre los niños desaparecidos de la dictadura, tuvimos un momento de complicidad cuando descubrimos que un familiar suyo estudió conmigo en Londres. A los dos nos parecía que el susodicho era un flipado, lo que siempre es reconfortante. Yo estaba en ese momento desesperado por entrevistar a montoneros de Columna Norte. Cuando me dijo que conocía a Raimon, de Columna Norte, yo le dije con mucha seguridad que quería entrevistarle, a pesar de que no sabía muy bien quién era. Durante los siguientes días, mientras concertaba la entrevista con Raimon, leí un libro de Marcelo Larraquay en que se cuenta la historia de un montonero que se propuso matar a la Conducción Nacional. Según el libro, esta persona había tenido trato con los que le pusieron la bomba a una de las personas de mi familia que yo estaba investigando. En el libro se cuentan todo tipo de detalles loquinarios sobre su vida, y luego el autor dice haber perdido el rastro sobre él. En ese momento, supuse que “perder el rastro” era un eufemismo para decir que había sido asesinado y su cuerpo no había aparecido, como había pasado con tantos otros. 

Durante mi entrevista con Raimon, me sentí muy extraño. Todas sus historias me sonaban, y algunas me las sabía casi de memoria. Cuando me contó la manera en que un montonero le intentó asesinar, supe que era porque yo había leído sus historias en el libro de Larraquay. Entonces empecé a hacerle preguntas cada vez más detalladas, incluso en un momento dado me hice el listo contando detalles que no me había dicho. Al final, paró la grabación y me contó la verdad: él era el personaje de Larraquay, que como podía ver con mis propios ojos no estaba desaparecido ni muerto. Su nombre, por supuesto, no es Raimon. 

Para que mi sorpresa no se limitara a entrevistar a un muerto, me contó que él le había puesto la bomba a mi familiar junto a la actual Ministra de Seguridad de la Nación, en el pasado una conocida montonera. Por otros documentos que he visto más tarde, he podido comprobar que esto es verdad con casi absoluta certeza. Me contó el motivo con detalle, así como otras historias que serían increíbles en cualquier país que no fuera Argentina. Yo había estado poco antes con mi familiar, que tiene 96 años y está sordo y ciego. Su mujer y sus hijos me habían contado cómo vivieron los momentos angustiosos de la bomba. Nunca hubiera imaginado que iba a conocer al que la puso.

4

Nueva York, 14 de julio. Mi primer día completo en Nueva York. Tras hacer un poco de papeleo en la universidad, acompaño a Israel a hacer varios recados. Vamos a la joyería Cartier de la Quinta Avenida. Mientras esperamos a que nos atiendan en una de las plantas de arriba, nos invitan a Champagne. Una mujer de unos cincuenta años, que dice ser una neoyorkina de origen griego, comienza a hablar con Israel sobre asuntos variopintos. Cuando Israel se marcha a que le atiendan, yo saco el libro de Enrique Vila-Matas París no se acaba nunca. En ese momento, la mujer se acerca y me pregunta si Israel es mi pareja. Yo le digo que no, que tengo una novia en España con la que, de hecho, me he casado. Entonces me dice que tenemos que quedar los dos a solas, ya que claramente hay algo en mi vida que no funciona. 

La enigmática mujer me contó que necesitaba un cambio en mi vida, ya que notaba por mi sonrisa melancólica que el devenir de los días sin cambios estaba haciéndome entrar en una depresión sin salida. Cuando me preguntó si estaba en lo cierto, le dije que justo ayer me había mudado a Nueva York, y que qué más cambios quería en una vida. Entonces pasó a su segundo truco, que era contarme que notaba que tenía una relación apagada con mi padre, y que por eso tenía que darme su tarjeta para que habláramos en privado. La mujer me hizo gracia, y pensé por un momento que estaba ante un reportaje que podría interesar a algún medio español. Entonces la mujer empezó a preguntarme por mi madre, y ya en ese momento le hice la pregunta que la desactivó: “¿Who are you?”. Tras desearme un buen viaje, se fue al sofá en el que estaba su acompañante, un tipo repeinado con aspecto del sur de Europa que bien podría haber salido en una película de Scorsese. 

Cuando volvió Israel, manejamos dos hipótesis sobre lo ocurrido: era una loca seductora o una timadora. Yo me inclinaba por la segunda. La última vez que alguien se me acercó de manera tan extraña, en San Petersburgo, mi amigo Enrique tuvo que pagar un rescate por mí. Como ahora no vivimos juntos, y no es cuestión de hacerle venir desde Washington, es mejor que no me acerque demasiado a extraños. Sin embargo, con esta mujer no había peligro. Pensándolo con más detenimiento, yo creo que se sintió impulsada a hacerse la excéntrica por ver que estaba leyendo París no se acaba nunca. Como notó que acababa de llegar a Nueva York y estaba desorientado, pensó que la mejor manera de que me sintiera en casa era hacerme una escena digna de Vila-Matas. Nueva York, al fin y al cabo, no es París, pero a mí me ha servido de excusa para escribir una entrada imitando a un autor que admiro.