1
Huelva, Semana Santa. El 19 de abril de 2019, Viernes Santo en
Andalucía, mis tíos Chipi y Ron vinieron a recogerme a mi casa. Nuestro plan
era ir a Huelva para entrevistarnos con Ignacio Noguer Carmona, el que fuera el
obispo de nuestra familia (“el primo obispo”). Mi padre, Javier Padilla, me
había contado cómo recordaba que había sido su ordenación como obispo de
Guadix-Baza, el 10 de septiembre de 1976. Mi abuelo, Javier Padilla, había
fletado numerosos autobuses para que fuera toda la familia desde Málaga a la
ceremonia. También vinieron los primos desde Madrid, Barcelona y otras partes
de España. Con el paso del tiempo, las imágenes que me cuenta mi padre parecen
escenas de un país muy lejano, una España que ya no reconozco.
Llegamos a Huelva y fuimos a varios de los sitios que tiene la diócesis
en la ciudad. Por fin, encontramos a Ignacio en la residencia del obispado de
Huelva. Era un edificio vetusto y anacrónico, que años antes había rebosado
vida pero hoy estaba prácticamente vacío. Lo ocupaban una decena de religiosos
de distinta jerarquía, todos muy mayores. Junto a ellos, estaban los
cuidadores, que eran las únicas personas jóvenes que se veían en ese lugar.
Conocimos al cuidador de Ignacio, que llevaba ya muchos años ocupándose de él.
La muerte estaba muy presente en su vida. Hacía como diez años, a Ignacio le
habían dicho que moriría pronto debido a sus problemas renales, pero aún seguía
resistiendo contra todo pronóstico. El cuidador, que había pasado la treintena
con la compañía casi exclusiva de Ignacio, se quedaba con él por el compromiso
que un día había adquirido, y que había prometido mantener hasta su muerte.
Estuvimos hablando con él una hora. Era la primera entrevista que
realizaba para mi investigación sobre mi familia Argentina y estaba muy
emocionado. Ignacio había conocido a varios papas y había estado presente en
varios momentos históricos de la historia de España. Cuando acabamos la
entrevista, bajamos a la capilla sin Ignacio, que no puede moverse. Allí, su
cuidador nos enseñó la futura tumba de Ignacio: ya estaba decidido dónde
pasaría el resto de sus días. Yo pensé en uno de los primeros pasajes de La
Montaña Mágica, y en cómo la concepción del tiempo era distinta en un lugar
enfocado en el pasado y en la otra vida. También pensé que estaba siendo un testigo
privilegiado de algo que se acababa para siempre, un mundo y una forma de ver
la vida (y la muerte) de la que poco quedará en las próximas generaciones. Cuando
escribo estas líneas, Ignacio Noguer sigue vivo, pero mis abuelos maternos han
muerto durante estas vacaciones demasiado largas. Así, mis vueltas a Málaga están cada vez más asociadas al pasado
y a los que ya no están.
2
La Coruña, 1 de junio. Voy
en avión desde Madrid a La Coruña para presentar A finales de enero
junto a dos históricas del movimiento antifranquista. La conferencia es
organizada por el Ateneo Republicano de la Coruña, y se hace en una librería
junto al concejal de cultura de la ciudad. Como siempre, la media de edad ronda
los 70 años. En cuanto acabamos la presentación, durante el paseo mis
acompañantes empiezan a contarme con toda minuciosidad los detalles de la
política local coruñesa. Es cierto que hay todo tipo de matices que convierten
a La Coruña en un lugar único; el problema es que ocurre igual con los demás
lugares del mundo y mi capacidad de aprendizaje es limitada.
Como todo lo que hacen en Galicia, la comida fue exquisita y los
anfitriones de lo más simpáticos. Yo me iba dando cuenta de que todos bebían
mucho, pero supuse que pararían pronto porque por la tarde haríamos algo
interesante que no implicara estar seis horas sentados. Cuando todos los
históricos antifranquistas comenzaron con los destilados, eran las cuatro de la
tarde y aún faltaba mucho tiempo para coger el avión de vuelta a Madrid. Tras rechazar
un Gin Tonic, una de mis acompañantes me recriminó amistosamente que, en su
época, los antifranquistas “además de leer a Marx, escribir cosas y hacer la
revolución, nos pegábamos unas cogorzas de cuidado, aunque ya veo que los de tu
generación poca cosa”. Poco después, se levantó a vomitar todo lo que había
comido y yo sentí que los de mi generación sonrieron en silencio.
La ingesta de alcohol se mantuvo durante horas llenas de historias del
antifranquismo y la política local coruñesa. Uno de mis acompañantes,
errejonista y excéntrico, tiró varias botellas de vino mientras hacía una
complicada digresión sobre el significado de la socialdemocracia. Tras unas
horas de conversación que alternaron entre lo divertido, lo brillante y lo grotesco,
entré en un modo depresivo. No entendía qué pintaba yo allí, y quise dar un
paseo en el que no se hablara de La Coruña ni de la Transición Española. Apunté mentalmente que no debía estar más con
personas bebidas que me lleven más de 45 años, por muy antifranquistas o
gallegos que fueran. Cuando nos despedimos, el que parecía más cansado era yo,
ante las risas de los Baby Boomers. Sin embargo, en un giro inesperado que pone
en valor a los Millenials, en el avión los achaques les vinieron a mis
acompañantes. Ya en Madrid, casi nos chocamos dos veces en el coche que condujo
una de ellas para llevarme a casa. Cuando al fin me despedí, el peligro no
había terminado: acababa de ganar el Liverpool la Copa de Europa y Madrid
estaba llena de ingleses borrachos. Es cierto que nunca he corrido delante de
los grises, pero al menos podré contarle a mis nietos que vi correr a los
hooligans.
3
Buenos Aires, 7 de julio. Durante
una entrevista con una conocida periodista argentina sobre los niños
desaparecidos de la dictadura, tuvimos un momento de complicidad cuando
descubrimos que un familiar suyo estudió conmigo en Londres. A los dos nos
parecía que el susodicho era un flipado, lo que siempre es reconfortante. Yo estaba
en ese momento desesperado por entrevistar a montoneros de Columna Norte. Cuando
me dijo que conocía a Raimon, de Columna Norte, yo le dije con mucha seguridad
que quería entrevistarle, a pesar de que no sabía muy bien quién era. Durante
los siguientes días, mientras concertaba la entrevista con Raimon, leí un libro
de Marcelo Larraquay en que se cuenta la historia de un montonero que se
propuso matar a la Conducción Nacional. Según el libro, esta persona había
tenido trato con los que le pusieron la bomba a una de las personas de mi
familia que yo estaba investigando. En el libro se cuentan todo tipo de
detalles loquinarios sobre su vida, y luego el autor dice haber
perdido el rastro sobre él. En ese momento, supuse que “perder el rastro” era
un eufemismo para decir que había sido asesinado y su cuerpo no había aparecido,
como había pasado con tantos otros.
Durante mi entrevista con Raimon,
me sentí muy extraño. Todas sus historias me sonaban, y algunas me las sabía casi
de memoria. Cuando me contó la manera en que un montonero le intentó asesinar,
supe que era porque yo había leído sus historias en el libro de Larraquay. Entonces
empecé a hacerle preguntas cada vez más detalladas, incluso en un momento dado
me hice el listo contando detalles que no me había dicho. Al final, paró la
grabación y me contó la verdad: él era el personaje de Larraquay, que como
podía ver con mis propios ojos no estaba desaparecido ni muerto. Su nombre, por
supuesto, no es Raimon.
Para que mi sorpresa no se
limitara a entrevistar a un muerto, me contó que él le había puesto la bomba a mi
familiar junto a la actual Ministra de Seguridad de la Nación, en el pasado una
conocida montonera. Por otros documentos que he visto más tarde, he podido
comprobar que esto es verdad con casi absoluta certeza. Me contó el motivo con
detalle, así como otras historias que serían increíbles en cualquier país que
no fuera Argentina. Yo había estado poco antes con mi familiar, que tiene 96
años y está sordo y ciego. Su mujer y sus hijos me habían contado cómo vivieron
los momentos angustiosos de la bomba. Nunca hubiera imaginado que iba a conocer
al que la puso.
4
Nueva York, 14 de julio. Mi
primer día completo en Nueva York. Tras hacer un poco de papeleo en la universidad,
acompaño a Israel a hacer varios recados. Vamos a la joyería Cartier de la
Quinta Avenida. Mientras esperamos a que nos atiendan en una de las plantas de
arriba, nos invitan a Champagne. Una mujer de unos cincuenta años, que dice ser
una neoyorkina de origen griego, comienza a hablar con Israel sobre asuntos
variopintos. Cuando Israel se marcha a que le atiendan, yo saco el libro de
Enrique Vila-Matas París no se acaba nunca. En ese momento, la mujer se
acerca y me pregunta si Israel es mi pareja. Yo le digo que no, que tengo una
novia en España con la que, de hecho, me he casado. Entonces me dice que tenemos
que quedar los dos a solas, ya que claramente hay algo en mi vida que no
funciona.
La enigmática mujer me contó que
necesitaba un cambio en mi vida, ya que notaba por mi sonrisa melancólica que
el devenir de los días sin cambios estaba haciéndome entrar en una depresión
sin salida. Cuando me preguntó si estaba en lo cierto, le dije que justo ayer
me había mudado a Nueva York, y que qué más cambios quería en una vida.
Entonces pasó a su segundo truco, que era contarme que notaba que tenía una
relación apagada con mi padre, y que por eso tenía que darme su tarjeta para
que habláramos en privado. La mujer me hizo gracia, y pensé por un momento que
estaba ante un reportaje que podría interesar a algún medio español. Entonces
la mujer empezó a preguntarme por mi madre, y ya en ese momento le hice la
pregunta que la desactivó: “¿Who are you?”. Tras desearme un buen viaje, se fue
al sofá en el que estaba su acompañante, un tipo repeinado con aspecto del sur
de Europa que bien podría haber salido en una película de Scorsese.
Cuando volvió Israel, manejamos
dos hipótesis sobre lo ocurrido: era una loca seductora o una timadora. Yo me
inclinaba por la segunda. La última vez que alguien se me acercó de manera tan
extraña, en San Petersburgo, mi amigo Enrique tuvo que pagar un rescate por mí.
Como ahora no vivimos juntos, y no es cuestión de hacerle venir desde
Washington, es mejor que no me acerque demasiado a extraños. Sin embargo, con
esta mujer no había peligro. Pensándolo con más detenimiento, yo creo que se
sintió impulsada a hacerse la excéntrica por ver que estaba leyendo París no
se acaba nunca. Como notó que acababa de llegar a Nueva York y estaba
desorientado, pensó que la mejor manera de que me sintiera en casa era hacerme
una escena digna de Vila-Matas. Nueva York, al fin y al cabo, no es París, pero
a mí me ha servido de excusa para escribir una entrada imitando a un autor que
admiro.
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