jueves, 28 de diciembre de 2023

Recuerdos de 2023

 

Últimamente hay cierta confusión en torno a qué hago con mi vida. La verdad es que no me extraña. Mi enemigo Javier Padilla y yo manteníamos un pulso secreto por ver quién era más exitoso. Cuando empezó la disputa, en 2020, un Javier Padilla era un prometedor médico de familia que había escrito un libro y el otro Javier Padilla era un prometedor estudiante de doctorado en Ciencias Políticas que había escrito un libro. Hoy un Javier Padilla es Secretario de Estado de Sanidad y el otro Javier Padilla, que paso por ser yo, sigue haciendo el mismo doctorado. Para colmo, no han parado de aparecer Javier Padilla, y todos son escritores más exitosos que yo. La batalla está perdida.

Quizás por la proliferación de Javier Padillas nadie sabe a qué me dedico. En Tinta Libre, revista en la que he empezado a colaborar, escribieron hace un par de meses que “Javier Padilla es filósofo”; para una presentación en Málaga la editorial Libros del Asteroide ha escrito que “Javier Padilla es historiador”; en Librería Luces han optado por tirar la casa por la ventana y prefieren decir que “Ignacio (sic) Padilla es periodista y escritor” (el único Ignacio Padilla malagueño que podría encajar en la descripción es mi tío, pero por desgracia trabaja en aduanas y no ha escrito un artículo periodístico en su vida); en mis artículos en El País y Agenda Pública aparezco como “Doctorando en CUNY”; en Letras Libres soy “autor de A finales de enero”; en Planeta de Libros me definen como “graduado en Derecho y Administración de Empresas y máster en Filosofía y Políticas Públicas”; en la Fundación La Caixa, quizás porque la he escrito yo, aparece la definición que siento más cercana: “estudiante de doctorado de Ciencias Políticas”. 

Este problema no tiene solución a corto plazo. Quizás un día tenga un trabajo estable y lo que viene llamándose una profesión; esperemos que no. Mientras tanto, las dos descripciones cortas que deberían usarse en público son “Javier Padilla, algo” y “Javier Padilla es Javier Padilla”. 

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2023 ha sido un gran año a nivel profesional para mis amigos: Carlos ha firmado un contrato para que hagan una película de su artículo en The Atavist y su libro va a ser un bombazo, Ricky ha escrito uno de los mejores libros del año en España (de verdad, tenéis que leer Mi padre alemán), María ha ganado un Goya y se ha hecho viral en Twitter, Belén rechazó un doctorado en Harvard y se ha ido a estudiar economía a Milán… Si ampliamos un poco el círculo a personas que conozco de hace muchos años, las cosas no son menos impresionantes: Alejandro ha dirigido una exitosa película que seguramente gane el Goya el año que viene, Alba ha ganado la Beca Leonardo de Creación Literaria… Han llegado muy jóvenes a metas que no podían ni imaginar hace unos años, pero mi sensación es que en cierto modo todo sigue igual. Creo que mis amigos están contentos, pero también agobiados: sus éxitos no les han hecho menos precarios, sus dificultades quizás no sean para llegar a fin de mes, pero sí para verse con unos ingresos estables a medio plazo. Gracias a que destacan consiguen seguir haciendo lo que les gusta, que es el verdadero premio.    

Más allá de Belén, a mis amigos que se dedican a la academia no les va tan bien. Independientemente de lo que estemos haciendo y de cómo nos esté yendo, todos sentimos que no valemos (quién le diría a mi yo de hace unos años que los doctorados en sitios como Harvard, NYU y Oxford tienen problemas de autoestima). Es algo impresionante ver cómo la academia hace estragos la autoestima de los futuros investigadores. Hay quien lo lleva bien, pero es difícil que alguien que no venga de una familia de investigadores entienda por qué demonios una persona en su sano juicio haría un doctorado. En mi entorno cuesta mucho entender que esté tardando tanto en hacer el doctorado; a mí me asombra que alguien lo haga en tres años y quiero alargar el mío todo lo posible. Percibo que hay cierta confianza puesta en mí, que se va renovando con los premios y becas que (de momento) sigo recibiendo, pero todo tiene un límite: en un festival de música este verano, un tipo encocado de 45 años que le ponía los cuernos a su mujer me llamó “sinvergüenza” cuando se enteró de que tenía 30 años (cumplía 31 esa semana) y seguía en la universidad. La gran ventaja de hacer un doctorado comparado con opositar es que nadie sabe del todo qué estás haciendo ni cómo evaluar lo bien o mal que te va. A diferencia de muchos de mis amigos, a mí el doctorado me está encantando: me da (de momento) algo de dinero y mucha libertad. Mi sueño sería hacer el paso directo del doctorado a la jubilación, una vida entera sin jefes ni cotizaciones a la seguridad social.

Yo tengo una faceta académica y otra cultural, ¿qué podría salir mal? Mi vida cultural en 2023 no ha ido del todo bien: Vida y Obra de Gabriel Maceli Campalans fue un fracaso comercial (“tu libro es el que menos se ha vendido de la colección, pero los que lo han leído lo han disfrutado muchísimo y se lo recomiendan a todo el mundo”, me vino a decir mi editor con mucho tacto) y Televisión Española ha empezado a hacer una serie con el mismo argumento que A finales de enero, pero sin pagar derechos de autor ni reconocer de dónde viene la inspiración. Mi vida académica ha ido mejor: me han dado varias becas para poder seguir con mis planes un par de años más, he publicado un par de cosas y es probable que otro par salga el año que viene. Tengo un proyecto en el que llevo casi tres años y me deben quedar otros tres años. Mi problema: cuando empiezo a hacer algo que me interesa, independientemente de si tiene sentido o no, no soy capaz de diversificar. Esto puede salir muy bien o muy mal. Para quitarme presión, ya tengo preparado mi plan B. Si no consigo que mis proyectos salgan adelante, viviré de los éxitos de mis amigos: “Javier Padilla jugó al fútbol con Carlos Barragán, compartió ciudad con María Herrera y se toma cervezas con Ricardo Dudda”.

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Llevo todo 2023 queriendo escribir algo en el blog o en mi diario, pero he sido incapaz. He apuntado ideas en el móvil, pero algo me ha paralizado. No es que no haya escrito cosas, pero han sido sobre todo tonterías. No es una forma despectiva de referirme a lo que escribo, sino una realidad: las únicas cosas que he escrito en mi tiempo libre han sido historias para mis amigos de Málaga, y son verdaderamente estúpidas. Este año he viajado mucho, quizás demasiado. Ha sido en los aeropuertos, que cada vez odio más, donde he pensado más sobre mi vida y donde más he sentido que tenía que escribir. 2023 ha sido un año muy largo que ha tenido muchas etapas, quizás porque he estado en muchos pisos y ciudades diferentes. He trabajado mucho, lo que ha afectado negativamente a que se me ocurran buenas ideas y a que esté atento a lo que ocurre a mi alrededor. En las últimas semanas he estado más tranquilo, he escuchado mucha música clásica y me ha dado tiempo a reflexionar sobre lo que me ocurre. A la vuelta a Málaga, he tenido la misma certeza de siempre: todo lo que ocurre verdaderamente importante en mi vida, descontando a Belén, está aquí. Lo demás es una especie de simulacro divertido. Como vuelvo cada cinco o seis meses, los primeros días a la vuelta son siempre un shock acelerado de noticias que me afectan profundamente. Luego la cosa se calma y empieza la rutina de amigos y familia. Yo sé que lo más probable es que acabe viviendo en Madrid, pero me cuesta mucho meterme en la cabeza (por muy irracional que sea) que si vuelvo a España no sea para volver a mi ciudad, concretamente a mi barrio.

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Un viernes de noviembre fuimos a uno de los conciertos que dio Vulfpeck en Nueva York. Ya hacía meses que Griffin había comprado entradas para todos, era el evento del año. Belén estaba en Nueva York y todo era felicidad. Aunque el sonido no fue el mejor del mundo, salimos encantados de nuestra vida. Dos días más tarde, Belén ya se había ido a Milán y fui a comer con Lucía, mi compañera de piso, a casa de Álvaro y Sukanya. Era domingo y era el día del último concierto que daba Vulfpeck en Nueva York. Griffin estaba escalando y Lucía, que es su pareja, dijo que Griffin le había dicho que lo que más le gustaba en el mundo era un concierto de Vulfpeck. Más todavía: Griffin sentía que se encontraba a sí mismo en estos conciertos, “era el sitio en que él quería estar”. Todos, incluyendo a Griffin, acabaron comprándose entradas para el concierto de Vulfpeck de esa noche. “Yo si Griffin es feliz soy feliz”, decía Lucía.

En diciembre, mi madre me visitó en Nueva York. Yo llevaba meses esperando a que llegara diciembre porque sabía que en Lincoln Center iban a representar Tannhäuser, la ópera de Wagner. Yo siempre consigo entradas con mucho descuento por ser un joven estudiante (mi objetivo vital: hacer directamente la transición de joven estudiante a honorable jubilado), pero para esta ópera no había entradas a precio reducido. El domingo por la mañana era la única oportunidad para que yo fuera al Tannhäuser, así que nos levantamos pronto para ir al Lincoln Center y comprar las entradas más baratas que hubiera sin descuento (sorprendentemente, el precio fue bastante decente y se veía muy bien). Yo estaba emocionado. En cuanto sonó la primera nota ya estaba llorando y pensé que Wagner era mi Vulfpeck. Llevaba varias semanas obsesionado con Tannhäuser, escuchando una y otra vez los programas sobre Tannhäuser y cualquier cosa relacionada con Wagner de Música y Significado, del gran Luis Ángel de Benito. En las semanas anteriores había escuchado todas las oberturas de las óperas de Wagner, me había leído la biografía de Wagner escrita por Barry Millington, me había preparado las distintas escenas de Tannhäuser, había ojeado las partituras de la obertura y había estudiado los significados de todos los motivos, revisando una y otra vez la historia detrás de la ópera. Tanto sabía sobre Tannhäuser que me puse los subtítulos en alemán y me enteré de casi todo. Lo que más desearía en el mundo es asistir al Festival de Bayreuth. ¿Podría ser que entre los lectores de este blog hubiera uno lo suficientemente pudiente y generoso como para hacer mi sueño realidad?