sábado, 4 de agosto de 2018

Los momentos del verano


Acababa de llegar a Pozuelo, y traté de poner el tocadiscos del padre de mi novia. Dejé puesto el disco que ya estaba allí, uno de cantatas de Bach. Nada más comenzar la primera cantata, tuve un déjà vu. No solo había escuchado esa cantata antes, sino que me acordaba exactamente de cuándo, dónde y con quién: octubre de 2014, Heidelberg, mi madre. En esa ciudad, mi madre y yo habíamos entrado aleatoriamente en una iglesia, y nos quedamos porque había un concierto. El motivo principal de la primera obra que tocaron se me quedó grabado. No había programa sobre lo que tocaban, así que no pude saber qué cantata de Bach estaban tocando. El verano antes de mi Erasmus en Alemania, había leído el primero tomo de En búsqueda del tiempo perdido, y recordaba cómo Swam se obsesionaba con una melodía que había escuchado en el piano. Me vi a mí mismo envuelto en esa misma sensación, y esa melodía me siguió acompañando en numerosos momentos, sobre todo cuando paseaba solitario por Frankfurt. En esa época, yo dedicaba las mañanas de los domingos que conseguía levantarme a ir a las iglesias de Frankfurt a escuchar cantatas de Bach y misas cantadas. A diferencia de lo que ocurría con la ópera y el auditorio, nunca conseguía que nadie me acompañara a las iglesias. Siempre pensaba que en algún momento volverían a tocar esa cantata. No tuve suerte, y mi ignorancia sobre el asunto se mantuvo cuatro años.

Cuando volví a escuchar la cantata, me entró una emoción muy fuerte. Creía haber sido capaz de retener una melodía que solo escuché una vez durante cuatro años, y de haberla mantenido sin ninguna alteración en mi cabeza a pesar de no haber tenido más referencias de la misma: me sentía como un personaje de Proust probando una magdalena. La pregunta que me intrigaba era cómo podía haber recordado durante tanto tiempo una simple melodía que aparece en una obra de apenas tres minutos. Normalmente, las partes que me encantan de las sinfonías puedo memorizarlas solo si las escucho varias veces, y si no lo que ocurre es que cuando dejo de tenerlas en la cabeza se pierden para siempre. La pregunta era: ¿Por qué había ocurrido algo diferente con esta cantata? Tras investigar un poco sobre la misma, me di cuenta de la respuesta, que no era digna del escritor francés. Extremoduro, en su disco La ley innata, usa el motivo principal de la cantata en Dulce introducción al caos. Yo había escuchado el disco innumerables veces en los coches de mis amigos de Málaga, cuando íbamos a conciertos y a festivales. Me acuerdo de haber escuchado ese disco cuando varios amigos de Madrid, escépticos con Extremoduro y que me solían acompañar al Teatro Real y al Auditorio, me visitaron en Málaga. Recuerdo insistir en que si les gustaban las sinfonías debía de gustarles el disco, y no convencerles de nada. También recuerdo el concierto de Extremoduro en el En Vivo 2012. Fue la única vez que le he dado una calada a un porro enteramente compuesto por marihuana, y también cuando conocí a mi amigo Adri. No sé si tocaron Dulce introducción al caos, y solo recuerdo que no me interesaban lo más mínimo ninguno de los conciertos más allá de Extremoduro. Guille, Isa y yo decidimos irnos a las zonas de botellón. Recuerdo que en un coche sonaba una sinfonía de Beethoven en versión rave, y que nos pusimos a bailar como locos. Luego se puso a llover, abandonamos Rivas y nos volvimos al Chami, donde hicimos una fiesta en la que llegó a haber 50 personas entre mi cuarto y el pasillo. 

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Mi historia de la cantata de Bach no puede compararse con lo que le pasó a uno de mis tíos maternos. Con dieciséis años, cuando el franquismo se acababa, fue al Valle de Arán con varios amigos. Mi tío siempre ha planeado los viajes con gran antelación, y me imagino que ya tan joven planearía rutas de todo tipo para visitar los mejores sitios de la zona. Sin embargo, cuando llegaron allí recibieron una información indispensable: en el sur de Francia ponían la película El último tango en París. La película, censurada en España, tenía una fuerte carga sexual, lo que motivó que cambiaran todos sus planes y se dirigieran al sur de Francia a ver la película. Tras una gran odisea para llegar al pueblo donde ponían la película, resultó que ya no se proyectaba más. Sin embargo, en la cartelera había una película que podía prometer grandes emociones: Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar. Todos salieron muy decepcionados con la película, en la que un tipo vestido de espermatozoide se dedicaba a divagar sobre las mujeres y el sexo, pero en la que no había ningún tipo de carga erótica. Así, se volvieron de Francia decepcionados.

Mi tío pudo ver El último tango en París al verano siguiente, cuando en su primer interrail pasó por Francia. Tras ese viaje, se fue a Madrid a estudiar, alojándose en un colegio mayor. Uno de los primeros días, alguno de los colegiales intelectuales que llevaban el aula de cine (que yo quiero imagine con gafas de cinéfilo, comunista, formas de hablar althusserianas y estética postmayo del 68), les dijo a algunos novatos que estrenaban una gran película: Bananas. Mi tío fue a ver la película con otros colegiales, y reconoció al momento al enjuto protagonista principal: era el mismo tipejo que iba vestido de espermatozoide. Se trataba de Woody Allen, al que mi tío se acabó aficionando. Muchos años después, ir a ver las películas de Woody Allen en el Cine Albéniz ha sido una de esas cosas que hemos hecho juntos habitualmente. Para él, descubrir quién era el tipejo del espermatozoide debió ser como para mí descubrir el origen de mi apego por la melodía desconocida: los dos seguramente tuvimos la certeza de que nunca se nos iba a olvidar ese momento porque era nuestro. Hacerse con un momento es una de esas sensaciones por las que merece la pena pasar el verano haciendo algo totalmente distinto a lo que se hace el resto del año. 

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