Desde que empecé la universidad
en 2010, todos los años han comenzado con una despedida en agosto o septiembre.
Paradójicamente, la sensación de que empezaba algo nuevo se materializaba al decirle
adiós a la figura que me acompañaba a la estación de tren María Zambrano o al
aeropuerto de Málaga; a veces mi madre, casi siempre mi padre. Ha habido todo
tipo de adioses, pero siempre han sido amargos. Lo peor solía ser la noche de
antes, cuando me planteaba si tenía sentido que siempre me estuviera yendo a
algún lado. Algunas veces lloraba o se me soltaba alguna lágrima; otras veces me
quedaba absorto en pensamientos de lo que había hecho ese año. En 2013, comencé
a escribir un relato para un concurso con la frase “la vida es una sucesión de despedidas”.
Recuerdo ir dando vueltas por Madrid pensando en cómo era decir adiós todo el
rato a todo el mundo. La idea me acabó pareciendo cursi y la deseché.
Desde que me fui de España, casi
todas mis despedidas han tenido dos fases diferenciadas. La primera, en Málaga
con mis amigos y familia, era la auténtica; la de Madrid solía ser un alegre simulacro
entre el adiós y el reencuentro. Una de las peores posibilidades es no
coincidir con alguien importante, y así no verlo durante todo el año: esta vez
ha pasado con Ferni, Andrea, Adri y Alba en Málaga, con Luis en Madrid por dos
veces. Lo peor es despedirse de los familiares más mayores y jóvenes: los
primeros quizás ya no estén cuando vuelvas; los segundos es posible que hayan
cambiado demasiado y se hayan olvidado de ti. Ahora pienso en mi abuela, que ya
está muy mayor, y en mis primos ya no tan pequeños Leo, Grego, Rafa y Victoria.
Recuerdo la mañana del 28 de agosto de 2014, cuando cogí un avión de Málaga a
Frankfurt y estuve unas horas deambulando por el aeropuerto alemán esperando al
primer autobús matutino. Era mi cumpleaños y mi abuelo estaba enfermo. También
era mi primera estancia fuera de España, y apenas sabía inglés. Estuve revisando
mi vida de arriba abajo con mucho detalle, pensando en lo que había ido
haciendo con mi vida desde que dejé Málaga: tantos amigos e
historias que abandonaba, y que ya no volverían de la misma manera.
Las despedidas tienen un lado
positivo. Por un lado, suponen un momento para el balance del año. Por otro,
una nueva oportunidad para realizar proyectos y que pase de todo. Qué de cosas
se me han ocurrido en los aeropuertos cuando estaba angustiado por qué sería de
mi vida con tantos cambios, y cuánto me he exigido a mí mismo en esas horas de
revisión tan fructíferas. Además, en los últimos tiempos muchos amigos me han
ido acompañando en los nuevos destinos: Enrique en Londres y Bruselas, Luis en
Londres, Pablo y Dani en Nueva York. Llegar a un nuevo destino y estar con algunos
amigos de siempre ha hecho todo más fácil. Mientras tanto, para mí, la vida en Málaga,
y con menos intensidad en Madrid, queda como suspendida en el aire, como si dejara
de moverse. Cuando vuelvo, algo que siempre ocurre en las mismas fechas, deseo
que todo siga igual. Las despedidas son mi punto de referencia
tanto temporales como espaciales: para ubicarme en un año de mi vida, recuerdo adónde
me iba desde Málaga y todo lo demás viene solo. Casi todos estos años se mantienen
en mi memoria como buenos. Al fin y al cabo, yo no me voy exiliado ni por
necesidad económica; me voy porque, aunque tenga cosas malas, el balance total
de irme es positivo.
Ahora mismo pienso en 2015,
cuando cogía un avión a Singapur para pasar mi cuatrimestre en la India, y me
parece como si fuera una novela protagonizada por otra persona mucho más
divertida que la de ahora. También recuerdo enero del 2017, cuando cogí un avión
a Estambul desde Madrid que tenía como destino final Astaná. Se suponía que
Belén y yo terminábamos nuestra relación, y pasamos toda la noche deprimidos. Escribí
un texto sobre La La Land criticando cómo la película solucionaba el
tema de las relaciones a distancia; en realidad estaba quejándome de mi suerte.
Durante los últimos años, mis despedidas de Madrid venían acompañadas de una
relación a distancia que iba cambiando siempre de coordenadas.
Hoy viajamos a Méjico porque nuestro
visado J estadounidense nos complica entrar en el país sin pasar 15 días en
otro lugar. Nos hemos despedido de algunos amigos y familiares en Málaga y en
Madrid, y para mí ha sido bastante menos triste que otras veces. Ayer dormí
perfectamente y me he levantado animado, con ganas de trabajar y hacer planes. Hemos
venido en coche al aeropuerto y me he puesto a escribir este texto. En la
cafetería suena The End, algo que en otro momento de mi vida hubiera considerado
un presagio, pero no le he dado importancia. Aunque parezca mentira después de
4 años, es la primera vez que cojo un avión con Belén. Nos vamos juntos, lo que
ha hecho que, por primera vez, la despedida haya sido en primera persona del
plural. He pasado por los sitios del aeropuerto de Barajas que asocio a estas
fechas, ahora más vacíos que nunca por la covid-19. Sin embargo, me han
parecido más acogedores que de costumbre. Me sigue dando rabia irme de España
en agosto, pero no es lo mismo despedirse solo que acompañado.
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