jueves, 10 de marzo de 2016

Músicos callejeros



Aprendí a tocar el piano con Alla Yanovsky, una mujer ucraniana con unos conocimientos musicales envidiables. Fui previamente rechazado por algunas profesoras, que declaraban que mi oído era nulo. Yo, en principio, iba a aprender a tocar la flauta travesera pero, con mis escasos seis años, mis dedos no eran lo suficientemente gruesos y no cubrían correctamente los agujeros; empecé así, medio por casualidad, a tocar el piano. La historia de Alla es tremenda. Ella había sido una música famosa en Ucrania durante bastante tiempo, tras haber estudiado en el Conservatorio de Kiev y en la escuela de jazz Rimon en Israel, y llegó a Málaga en 1999 sin que la conociera apenas nadie: mis primos Gerard, Pablo y yo fuimos de sus primeros alumnos. Luego contaré más cosas de Alla. 

Me compré una guitarra eléctrica cuando tenía 13 o 14 años, seguramente por influencia de mi primo Pablo. Unos amigos habíamos decidido formar un grupo de música con influencias del pop-punk de Green Day y de Blink-182: estábamos orgullosos de nuestros skates y de nuestros pantalones piratas y queríamos enseñárselos a todo el mundo. Aunque no duramos mucho tiempo sí que dimos algún concierto y fuimos poco a poco evolucionando y tocando algunas cosas un poco más complicadas que All The Small Things. En la actualidad tanto Miguel como Javi tienen sus grupos de música y Miguel va camino de la fama. 

Recuerdo que con 15 años fui un verano a Salou con mi madre, mi primo Pablo y un chico navarro llamado Jorge, que tocaba el bajo. Pablo siempre ha tocado mejor la guitarra que yo y Jorge tenía un grupo de punk radical vasco (muy antifascista) en Estella: éramos el trío perfecto para realizar pillerías. Puedo recordar que teníamos un teclado con melodías prediseñadas de todo tipo que nos hacían poder imitar a cualquier Big Band disparatada. Con unos amplis cutres y armados con nuestra juventud, nos poníamos en el porche de la casa a tocar interminables sesiones de Knockin On Heavens Door en las que alternábamos discutibles improvisaciones; lo mejor de todo esto es que poníamos una bolsa con algo de dinero en la que pedíamos donaciones a los viandantes que se dirigían a la playa de Salou. En esa época estaba obsesionado con la idea de ganar dinero. Recuerdo que nos habían echado el mismo verano del Club Mediterráneo a Tomás y a mí por montar un negocio de venta de refrescos en la piscina salada. Les comprábamos la bebida a la cafetería del Club y las vendíamos, dos veces más caro, a todos los socios que quisieran. A cambio de doblar el precio hacíamos dos cosas: les llevábamos la bebida a la hamaca y, sobre todo, les sonreíamos. También soy consciente de que quería hacer una saga de Choose your Own Adventure en la que ficcionaba el rescate de un ser querido de las garras de un malvado: en Irlanda mi primo Pablo y yo ya habíamos planeado a cuántos de nuestros tíos se las venderíamos y cómo nuestras ganancias se multiplicarían (“al menos para comprar una guitarra nos da”, me apuesto a que decíamos). Por ganar dinero sin trabajar formalmente acabé metiéndome en todo tipo de historias que ya contaré en otra entrada. 

Mi evolución con la música callejera se paralizó unos años. Recuerdo que en uno de los intercambios de Inglaterra, el bajista de un grupo que tocaba en un festival, cada vez que tocaba una cuerda al aire, hacía con los dedos de la mano izquierda todo tipo de florituras para que pensáramos que era nuestro ídolo de entonces: Flea. “Vaya farsante”, pensaba yo. Años más tarde, cuando ya estaba en Madrid, mi amigo Álvaro se vino en una feria a verme a Málaga. Retomamos Pablo y yo nuestra pulsión salvaje por el dinero y nos fuimos a Fuengirola a probar suerte con dos guitarras y un tamborcillo: la jugada salió genial cuando, en un alarde de inteligencia académica, pensé que si ponía 5 euros míos la gente, por aquello del precio de referencia que habría leído en algún manual, se vería impulsada a poner más cantidad de dinero. El resultado fue que unos amables playeros nos robaron y yo me quedé sin mis cinco euros y sin más ganas de tocar en la calle. Desde entonces no he vuelto a tocar con ánimos monetarios.  

Los músicos callejeros me han ido acompañando a lo largo de estos años y, casi siempre, Pablo ha estado involucrado. Cuando fuimos a Lituania a visitar a nuestro primo Jose, Pablo tocó con un señor barbudo una canción de Los Delincuentes, El Aire de la Calle, en el mismo día que resultaba ser el día de la Independencia de Lituania: en el frío de Kaunas muchos señores trajeados y con uniformes militares escucharon los rasgueos andaluces. Al año siguiente, en Angulema, Pablo deleitó con la misma obra a unos señores franceses bastante borrachos que nos acogieron en su casa para que durmiéramos. Ya en el Erasmus, y sin mi primo, recuerdo que un amigo croata estaba emocionado con una pianista que tocaba la banda sonora de Amélie en Konstablerwache: iba de un lado a otro en una fiesta enseñando a todo el mundo la terrible interpretación de la pianista. “Nice man, it is amazing”, decían todos, que se creían estar viendo la quintaesencia de la dificultad de interpretación.

En Madrid están los músicos callejeros más míticos de mi vida. Todas las mañanas me cruzo con el violinista de Nuevos Ministerios, siempre tocando el Canon de Pachebel y Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. También hay una chica gallega, que suele estar en la puerta del Café Central o en la calle Fuencarral, que se ha convertido en mítica para mí. Y es que hay muy buenos músicos tocando de vez en cuando en las calles de Madrid. También los hay desastrosos. En la misma estación de Nuevos Ministerios hay un pianista latinoamericano, que toca con tres dedos de la mano derecha, que se ofrece a dar clases de piano a niños: su estilo inconfundible de tecno folcore andino asegura que si tu hijo entra con él a dar clases acabará convertido en Delfín hasta el Fin. En alguna de las perpendiculares de Gran Vía hay un flautista que se contenta con dar una nota aguda: debe estar tan contento del sonido que ha descubierto que espera ganarse la vida con eso. 

Siempre me acuerdo de Alla Yanovsky y de sus clases de piano cuando veo a alguien tocar. Alla seguía un método de enseñanza propio que primaba la creatividad. Su método estaba muy lejos de los estándares soviéticos con los que ella había aprendido. Por Alla toqué obras de Beethoven, Mozart, Chopin y Bach y conocí a Mahler, Boccherini, Brahms y muchos más: por Beethoven pedí quedarme tocando música clásica y no cambiar a la especialidad de Alla, el jazz. Alla me dio libros de Spinoza, Hesse y Borges cuando apenas tenía 16 años. Ella ha investigado mucho sobre la relación de Picasso y el jazz, tenía un quinteto bastante prestigioso, estaba al día de todo tipo de investigaciones de campos diversos como la astronomía y la neurociencia y ha tenido una serie de alumnos con los que ha mantenido a lo largo del tiempo su relación. Actualmente lleva el taller de Informática y Música en La Térmica, en Málaga. Organiza talleres de todo tipo sobre composición, producción musical y, como dice en el panfleto, “música de la imagen”. Desde los 6 a los 18 años Alla fue un referente para mí; todo cambiaba en mi vida y ella permanecía. 

Cuento todo esto porque iba ayer caminando por Cuatro Caminos y vi a un señor tocando la guitarra. Bueno, palpando la guitarra, más bien: era evidente que estaba haciendo un playback. Lo más divertido era que, pese a no tocar, fingía y hacía aspavientos muy logrados: parecía estar sintiendo la música muy adentro. Recordé en ese momento cuando mi primo y yo hacíamos como que tocábamos mientras el teclado de Salou nos hacía sinfonías; también al bajista de Ilfracombe y sus fraudulentos punteos. Este señor además había, como yo en Fuengirola, estudiado las leyes de Marketing y había puesto mucho dinero en su funda. Pero este hombre, a diferencia de mí, no estaba jugando a ganar dinero. Es búlgaro, tiene una familia y es saxofonista profesional: finge que toca una guitarra porque un saxo le cuesta 2000 euros. Él tocaba en una orquesta militar en Bulgaria hasta que se vino a España. 


Después de hablar un rato con él me di por primera vez cuenta de lo difícil que tuvieron que ser los inicios de Alla en Málaga y deseé que su caso fuera una historia de éxito similar.

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