jueves, 23 de junio de 2016

DESPEDIRSE



El otro día fui a la graduación de mi primo Daniel. Acaba de terminar 6º de Primaria y hacían una fiesta en su pequeño colegio. Un cartel grande anunciaba la tragedia: “Una etapa se cierra, un mundo nuevo se abre, ¡siempre estaremos juntos!”. Era fácil observar que yo no pintaba nada allí: era la única persona sin hijos, en ese limbo de personas que no hablan ni se plantean ahora mismo cosas como casarse o tener hijos. “¡Tengo 23 años!”, me decía, “es lógico que no pare de salir y que me dé miedo mirarlos con sus hijos”. Cuando, hace dos años, ya empezaba a creerme poco las cosas de los enamoramientos, ponía mis 23 años como un punto de inflexión: algo así como de que a partir de ese momento las cosas serían distintas. Ahora he tenido que ponerlo a los 30. No era algo que se me haya ocurrido a mí: ya lo dejó memorablemente dicho el personaje de Ivan en Los Hermanos Karamazov

“No sé si lo creerás, pero después de nuestro encuentro con ella, era lo único que pensaba de mí, que soy un mozo de veintitrés años, un mozalbete; y ahora empiezas con eso mismo. Estaba aquí y me decía: aunque no creyese en la vida, aunque perdiese la fe en la mujer amada y en el orden de las cosas, aunque llegase al convencimiento de que, al contrario, todo puede ser un caos desordenado, maldito y, acaso, diabólico, aunque cayesen sobre todos los horrores de la desilusión humana, a pesar de todo, querría vivir y llevaría a mis labios esta copa para no separarlos de ella, ¡hasta apurarla! Por lo demás, seguramente a los treinta años arrojaré la copa, aunque no la haya apurado, y me iré… no sé a dónde. Pero hasta los treinta, estoy seguro, mi juventud lo vencerá todo, cualquier desilusión, cualquier repulsión hacia la vida. Me he preguntado muchas veces si en el mundo hay una desesperación capaz de vencer en mí esta sed frenética y hasta indecorosa de vivir, y he llegado a la conclusión de que no la hay, hasta los treinta años, se entiende, y luego como yo quiera. Eso es lo que a mí me parece”. 

Es difícil tomarse algo demasiado en serio si uno se lo piensa un poco. Los primeros amores, los que parecen tan fuertes, son en realidad los menos reales: luego las cosas se van repitiendo, es verdad, pero como escribió Marx a propósito de otros asuntos, “primero como tragedia y luego como farsa”. El amor de pareja real tiene mucho más que ver con la cotidianidad que con la pasión, con la aceptación de la mediocridad que con la ascendencia idealista. Lo describía Antonio García Maldonado escribiendo sobre Borgen, a propósito de esa edad maldita de los 30: “no es más que la necesidad de elegir. No se puede tener todo. Hay que tomar decisiones trascendentes y afrontar realidades complicadas, que es en esencia en lo que consiste la vida a partir de los 30”. En un reciente artículo en Letras Libres, Elvira Liceaga mantenía que debíamos aprender a alejarnos de las “obsesiones equivocadas”: 

“Propongo recuperar más bien una cultura del desapego a través de las despedidas ceremoniosas. ¿Por qué no aprendemos, mientras enseñamos a las nuevas generaciones, a apreciar el cuerpo humano con su propia degradación? Asumir la caducidad propia. Vivir a conciencia de que nuestros padres, nuestra pareja y nuestros hijos pueden de hecho fallecer, e ir ensayando diferentes formas de la soledad, de un poco, no mucho, de independencia o de la autonomía emocional, pero sobre todo del duelo y de la capacidad de sobrellevar las pérdidas. Comunicarnos nuestros últimos deseos, reescribir cada tanto el testamento, donar hoy mero nuestros órganos y acostumbramos a que nuestro cuerpo no es nada más nuestro. Aprovechar la cotidianidad y planear una buena fiesta en lugar de un funeral.”

Uno desearía no haber perdido el control, a estas alturas, de sus impulsos; desgraciadamente eso no se elige. Ya sólo queda teorizar sobre ellos para tratar de coger algo de distancia: no hay manera una humana de vencerlos. Como escribe Hölderlin en Hyperion:

“Cuando su divina cabeza, muerta de placer, cayó sobre mi cuello desnudo y sus dulces labios tranquilizaron mi agitado pecho y su amado aliento me llego hasta el alma... ¡oh Belarmino!, entonces me abandonaron los sentidos y el espíritu huyo de mí. Pero ya veo, sí, ya veo cómo tiene que terminar esto. El timón ha caído a las olas y el barco, como un niño cogido por los pies, será estrellado contra las rocas.”

Aparentemente, de los 23 años a los 30 hay un trecho importante. Y es verdad: aún no debería preocuparme. Cada año me da tiempo a muchas cosas, me gusta en general mi vida y no quiero cambiar demasiadas cosas de la misma: deseo sinceramente que se paralizara el tiempo y viviera siempre esta época de incertidumbre. Mi día a día está bien. Es cuando veo la vida de los demás y, incluso haciendo unos cálculos relativamente conservadores, veo que me estoy acercando peligrosamente a un “estado de cosas” determinado, cuando se me viene el “tiempo encima” y me doy cuenta de algo terrible: lo que ahora está bien pasará a ser ridículo mucho antes de lo que parece. Como ocurre en La Montaña Mágica, en cuanto uno se deje llevar a un tipo de estado mental la vida se consumirá sin que nos demos cuenta: una peonza que va dando vuelta sobre los mismos temas (la misma chica, la familia que tienes decayendo y la que no tuviste en las entrañas, lo no conseguido profesionalmente, lo perdido, la envidia) cada vez con menos fuerza, como una triste parodia.

Desde que me fui de Málaga a Madrid hace seis años no paró de despedirme. Mi vida, a veces, es una mera sucesión de despedidas. En las despedidas, es mucho mejor ser el que se va que el que se queda. Cuando uno se va se asegura tener una recepción en otro lugar, un encuentro de nuevas posibilidades: la tristeza inicial tiene un punto egoísta. Cuando uno se queda es cuando se sufre. Afortunadamente, yo casi siempre me voy. Es más fácil despedirse de los amigos; un abrazo y una nueva aventura esperarán en otro lugar: la sensación de tiempo perdido en común es menor. De la familia es complicado: los más pequeños cambian a una velocidad de vértigo y los más mayores puede que no hayan cambiado nada o que lo hayan cambiado todo para la próxima vez. Despedirse de los animales es complejo: con la esperanza de vida que tienen coger cariño por un animal es peligroso. Cada despedida es una pequeña muerte. Las peores despedidas ya se saben cuáles son. En las despedidas se da cuenta uno de lo que implican las relaciones a distancia: se llevan vidas paralelas que no se conocen y, así, todo pasa más rápido y más lento a la vez ¡Es una farsa! Uno conoce historias cruzadas, lo que es de agradecer, pero el tiempo mutuamente pasado se reduce tanto que las anécdotas no van por días… ¡van por años! En un año puedes coincidir dos veces con una persona a la que consideras importante… ¡Qué se puede sacar de ahí! Por eso es mucho más fácil despedirme de Madrid que de Málaga. Como me fui hace seis años de Málaga, mi relación con mis amigos y familia es equivalente a la de un mero año: el tiempo que he pasado físicamente allí. Desde mis 18 años, tengo tres años y medio de Madrid, uno y medio en el extranjero y otro de Málaga… ¡Por qué me he quedado sentimentalmente en mi ciudad! Tal y como pintan las cosas, Thomas Mann tiene razón: a partir del año que viene la Montaña Mágica malagueña será cada vez menor, hasta que un día en que casi desaparezca para siempre: creo que ha llegado definitivamente El último de los veranos que Airbag lleva anunciando siempre. La distancia entre el tiempo real transcurrido y el tiempo juntos pasado es cada vez más trágica. A pesar de que no paro de salir y hacer cosas, cada vez veo a menos gente dos días seguidos. ¡No solo me pasa a mí, nos pasa a todos! Últimamente me doy cuenta que en muchos holas estoy diciendo en realidad adiós y que en muchos cómo te va estoy afirmando que no construiremos nada nuevo ya nunca más. A veces pienso que la estabilidad tiene que ver con que los adioses sean hasta mañanas. La felicidad puede tener que ver con la certeza de verse al día siguiente.

Aunque solo tengo 23 años, mi vida ya no es la que era: curiosamente es en la mayoría de aspectos mejor. A mi primo Daniel deberían enseñarle que no estaremos siempre juntos, que cuando se cierran etapas se pierde la mayoría de lo que uno considera importante. Que si no somos nosotros los que nos movemos otros se moverán y te dejarán solo, que hay que cuidarse a uno mismo y no confiar demasiado en nadie. En la maravillosa película Fat City, de John Houston, un veterano púgil en decadencia (interpretado por Stacy Keach) acaba observando a un camarero, mayor, raquítico y viejo, en la barra de un bar mientras desesperado habla con un joven boxeador (ya casado) interpretado por Jeff Bridges.

-          “¿Te gustaría despertarte por la mañana y ser él? Jesús, qué basura. Antes de dar tumbos, vete en línea recta al sumidero.
-          Quizás es feliz.
-          Quizás todos lo seamos. ¿Verdad? ¿Crees que fue joven alguna vez?
-          No.
-          A lo mejor lo fue.
-          Eh amigo, yo ya me voy.
-          Quédate. Hablemos.
-          De acuerdo.”

La película acaba con un largo plano en que los dos toman café sin que tengan nada que decirse. Entonces suena la música de Kris Kristofferson con la que empieza la película: Help me make it through the night. Uno se imagina mirando a los desmejorados padres con sus hijos en su decadente graduación y criticarles duramente: entonces puede que te des cuenta de que es lo que quieres ser, y que lo que haces es ridículo. En el para mí momento más dramático de la película, el personaje de Stacy Keach, que con el aspecto devastado que tiene aparenta unos 50 años, había desvelado su edad: está a punto de cumplir 30 años. 

Mis cálculos más optimistas me dan seis meros encuentros a solas con algunas de las personas a las que quiero hasta cumplir los treinta años. Ya para esas alturas se habrán casado y tendrán sus hijos. Ya para entonces los holas serán definitivos adioses y viviré en el absoluto pasado. Sus hermanas se están casando antes de esa edad; también algunos de mis amigos de 26 o 27 años: ¡yo ya sé la que me espera! Si tengo la suerte de encontrar a alguien en una ciudad que no sea Málaga, estoy seguro que me prohibirá volver a mi ciudad. ¡Tampoco podré ir a Dinamarca ni a Berlín! La mayoría de mis amigos han mantenido ya a mi edad multitud de relaciones sentimentales. Imagino que a la cuarta o quinta, como escribió Eva Illouz, ya no caerán en las mismas escenas sentimentaloides o, al menos, no se las creerán: me da que imagino demasiado. En el fondo da igual que haya distancia o no: al final la pasión se desfigura como un sueño. “Ningún amor es original”, escribió Roland Barthes. Hölderlin describe mejor que nadie lo que quizás debiéramos destruir: 

“Había anochecido y las estrellas trepaban por el cielo. Nos paramos, en silencio, al pie de la casa. Había en nosotros y sobre nosotros algo eterno. Tierna como el éter me envolvió Diotima.
-Loco mío, ¿qué es la separación?-, me susurro misteriosamente con la sonrisa de un inmortal.
-Ahora yo también me siento de otra manera-, dije, -y no sé cuál de las dos cosas es un sueño, si mi pena o mi alegría.-
-Las dos-, respondió ella, -y las dos son buenas-.
-¡Oh perfecta!-, exclame, -hablo igual que tú. En el cielo estrellado nos reconoceremos. Que él sea la señal entre tú y yo mientras callen los labios.”

En todo caso, la esperanza no debería perderse. Lo que nunca debería hacerse, aparte de sentir dependencia absoluta por otra persona, es lo que hace el personaje lorquiano de Asi que pasen cinco años: esperar cinco años. A Lorca lo mataron justo a los cinco años de escribir la obra y al personaje de su obra le persiguen los fantasmas de las chicas con las que no estuvo. En cinco años quizás sea momento de “settle down”. Y, mientras tanto, confío moderadamente en la mayoría de mis amigos, tanto de Málaga como de Madrid, para poder seguir manteniendo las “conversaciones que duran toda una vida”. Ahora no me queda otra que seguir haciendo lo que hago: irme a Francia de vacaciones. Se pueden vivir infinitas vidas. Me despido del blog hasta septiembre, en una despedida no amarga.

Debería decir el cartel de la graduación: “una etapa se cierra, un mundo nuevo se abre, ¡No siempre estaremos juntos pero el recuerdo nos mantendrá unidos! Vive todas las posibles vidas que tienes dentro de ti.”

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