El otro día fui a la graduación de mi
primo Daniel. Acaba de terminar 6º de Primaria y hacían una fiesta en su
pequeño colegio. Un cartel grande anunciaba la tragedia: “Una etapa se cierra,
un mundo nuevo se abre, ¡siempre estaremos juntos!”. Era fácil observar que yo
no pintaba nada allí: era la única persona sin hijos, en ese limbo de personas
que no hablan ni se plantean ahora mismo cosas como casarse o tener hijos.
“¡Tengo 23 años!”, me decía, “es lógico que no pare de salir y que me dé miedo
mirarlos con sus hijos”. Cuando, hace dos años, ya empezaba a creerme poco las
cosas de los enamoramientos, ponía mis 23 años como un punto de inflexión: algo
así como de que a partir de ese momento las cosas serían distintas. Ahora he
tenido que ponerlo a los 30. No era algo que se me haya ocurrido a mí: ya lo
dejó memorablemente dicho el personaje de Ivan en Los Hermanos Karamazov.
“No sé si lo creerás, pero después de
nuestro encuentro con ella, era lo único que pensaba de mí, que soy un mozo de
veintitrés años, un mozalbete; y ahora empiezas con eso mismo. Estaba aquí y me
decía: aunque no creyese en la vida, aunque perdiese la fe en la mujer amada y
en el orden de las cosas, aunque llegase al convencimiento de que, al
contrario, todo puede ser un caos desordenado, maldito y, acaso, diabólico,
aunque cayesen sobre todos los horrores de la desilusión humana, a pesar de
todo, querría vivir y llevaría a mis labios esta copa para no separarlos de
ella, ¡hasta apurarla! Por lo demás, seguramente a los treinta años arrojaré la
copa, aunque no la haya apurado, y me iré… no sé a dónde. Pero hasta los
treinta, estoy seguro, mi juventud lo vencerá todo, cualquier desilusión,
cualquier repulsión hacia la vida. Me he preguntado muchas veces si en el mundo
hay una desesperación capaz de vencer en mí esta sed frenética y hasta
indecorosa de vivir, y he llegado a la conclusión de que no la hay, hasta los
treinta años, se entiende, y luego como yo quiera. Eso es lo que a mí me
parece”.
Es difícil tomarse algo demasiado en
serio si uno se lo piensa un poco. Los primeros amores, los que parecen tan
fuertes, son en realidad los menos reales: luego las cosas se van repitiendo,
es verdad, pero como escribió Marx a propósito de otros asuntos, “primero como
tragedia y luego como farsa”. El amor de pareja real tiene mucho más que ver
con la cotidianidad que con la pasión, con la aceptación de la mediocridad que
con la ascendencia idealista. Lo describía Antonio García Maldonado escribiendo
sobre Borgen, a propósito de esa edad maldita de los 30: “no
es más que la necesidad de elegir. No se puede tener todo. Hay que tomar
decisiones trascendentes y afrontar realidades complicadas, que es en esencia
en lo que consiste la vida a partir de los 30”. En un reciente artículo en Letras
Libres, Elvira Liceaga mantenía que debíamos aprender a alejarnos de las
“obsesiones equivocadas”:
“Propongo recuperar más bien una
cultura del desapego a través de las despedidas ceremoniosas. ¿Por qué no
aprendemos, mientras enseñamos a las nuevas generaciones, a apreciar el cuerpo
humano con su propia degradación? Asumir la caducidad propia. Vivir a
conciencia de que nuestros padres, nuestra pareja y nuestros hijos pueden de
hecho fallecer, e ir ensayando diferentes formas de la soledad, de un poco, no
mucho, de independencia o de la autonomía emocional, pero sobre todo del duelo
y de la capacidad de sobrellevar las pérdidas. Comunicarnos nuestros últimos
deseos, reescribir cada tanto el testamento, donar hoy mero nuestros órganos y
acostumbramos a que nuestro cuerpo no es nada más nuestro. Aprovechar la
cotidianidad y planear una buena fiesta en lugar de un funeral.”
Uno desearía no haber perdido el
control, a estas alturas, de sus impulsos; desgraciadamente eso no se elige. Ya
sólo queda teorizar sobre ellos para tratar de coger algo de distancia: no hay
manera una humana de vencerlos. Como escribe Hölderlin en Hyperion:
“Cuando su divina cabeza, muerta de placer,
cayó sobre mi cuello desnudo y sus dulces labios tranquilizaron mi agitado
pecho y su amado aliento me llego hasta el alma... ¡oh Belarmino!, entonces me
abandonaron los sentidos y el espíritu huyo de mí. Pero ya veo, sí, ya veo cómo
tiene que terminar esto. El timón ha caído a las olas y el barco, como un niño
cogido por los pies, será estrellado contra las rocas.”
Aparentemente, de los 23 años a los 30 hay
un trecho importante. Y es verdad: aún no debería preocuparme. Cada año me da
tiempo a muchas cosas, me gusta en general mi vida y no quiero cambiar
demasiadas cosas de la misma: deseo sinceramente que se paralizara el tiempo y
viviera siempre esta época de incertidumbre. Mi día a día está bien. Es cuando
veo la vida de los demás y, incluso haciendo unos cálculos relativamente
conservadores, veo que me estoy acercando peligrosamente a un “estado de cosas”
determinado, cuando se me viene el “tiempo encima” y me doy cuenta de algo
terrible: lo que ahora está bien pasará a ser ridículo mucho antes de lo que
parece. Como ocurre en La Montaña Mágica, en cuanto uno se deje llevar a
un tipo de estado mental la vida se consumirá sin que nos demos cuenta: una
peonza que va dando vuelta sobre los mismos temas (la misma chica, la familia
que tienes decayendo y la que no tuviste en las entrañas, lo no conseguido
profesionalmente, lo perdido, la envidia) cada vez con menos fuerza, como una
triste parodia.
Desde que me fui de Málaga a Madrid hace
seis años no paró de despedirme. Mi vida, a veces, es una mera sucesión de
despedidas. En las despedidas, es mucho mejor ser el que se va que el que se
queda. Cuando uno se va se asegura tener una recepción en otro lugar, un
encuentro de nuevas posibilidades: la tristeza inicial tiene un punto egoísta. Cuando
uno se queda es cuando se sufre. Afortunadamente, yo casi siempre me voy. Es
más fácil despedirse de los amigos; un abrazo y una nueva aventura esperarán en
otro lugar: la sensación de tiempo perdido en común es menor. De la familia es
complicado: los más pequeños cambian a una velocidad de vértigo y los más mayores
puede que no hayan cambiado nada o que lo hayan cambiado todo para la próxima
vez. Despedirse de los animales es complejo: con la esperanza de vida que
tienen coger cariño por un animal es peligroso. Cada despedida es una pequeña muerte. Las peores despedidas ya
se saben cuáles son. En las despedidas se da cuenta uno de lo que implican las
relaciones a distancia: se llevan vidas paralelas que no se conocen y, así,
todo pasa más rápido y más lento a la vez ¡Es una farsa! Uno conoce historias
cruzadas, lo que es de agradecer, pero el tiempo mutuamente pasado se reduce
tanto que las anécdotas no van por días… ¡van por años! En un año puedes
coincidir dos veces con una persona a la que consideras importante… ¡Qué se
puede sacar de ahí! Por eso es mucho más fácil despedirme de Madrid que de
Málaga. Como me fui hace seis años de Málaga, mi relación con mis amigos y
familia es equivalente a la de un mero año: el tiempo que he pasado físicamente
allí. Desde mis 18 años, tengo tres años y medio de Madrid, uno y medio en el
extranjero y otro de Málaga… ¡Por qué me he quedado sentimentalmente en mi
ciudad! Tal y como pintan las cosas, Thomas Mann tiene razón: a partir del año
que viene la Montaña Mágica malagueña será cada vez menor, hasta que un
día en que casi desaparezca para siempre: creo que ha llegado definitivamente El
último de los veranos que Airbag lleva anunciando siempre. La distancia entre
el tiempo real transcurrido y el tiempo juntos pasado es cada vez más trágica. A
pesar de que no paro de salir y hacer cosas, cada vez veo a menos gente dos
días seguidos. ¡No solo me pasa a mí, nos pasa a todos! Últimamente me doy
cuenta que en muchos holas estoy diciendo en realidad adiós y que
en muchos cómo te va estoy afirmando que no construiremos nada nuevo ya
nunca más. A veces pienso que la estabilidad tiene que ver con que los adioses sean hasta mañanas. La felicidad puede tener que ver con la certeza de verse al día siguiente.
Aunque solo tengo 23 años, mi vida ya no es
la que era: curiosamente es en la mayoría de aspectos mejor. A mi primo Daniel
deberían enseñarle que no estaremos siempre juntos, que cuando se cierran
etapas se pierde la mayoría de lo que uno considera importante. Que si no somos
nosotros los que nos movemos otros se moverán y te dejarán solo, que hay que
cuidarse a uno mismo y no confiar demasiado en nadie. En la maravillosa
película Fat City, de John Houston, un veterano púgil en decadencia
(interpretado por Stacy Keach) acaba observando a un camarero, mayor, raquítico
y viejo, en la barra de un bar mientras desesperado habla con un joven boxeador
(ya casado) interpretado por Jeff Bridges.
-
“¿Te gustaría despertarte por la mañana y ser
él? Jesús, qué basura. Antes de dar tumbos, vete en línea recta al sumidero.
-
Quizás es feliz.
-
Quizás todos lo seamos. ¿Verdad? ¿Crees que fue
joven alguna vez?
-
No.
-
A lo mejor lo fue.
-
Eh amigo, yo ya me voy.
-
Quédate. Hablemos.
-
De acuerdo.”
La película acaba con un largo
plano en que los dos toman café sin que tengan nada que decirse. Entonces suena
la música de Kris Kristofferson con la que empieza la película: Help me make
it through the night. Uno se imagina mirando a los desmejorados
padres con sus hijos en su decadente graduación y criticarles duramente:
entonces puede que te des cuenta de que es lo que quieres ser, y que lo que
haces es ridículo. En el para mí momento más dramático de la película, el
personaje de Stacy Keach, que con el aspecto devastado que tiene aparenta unos
50 años, había desvelado su edad: está a punto de cumplir 30 años.
Mis cálculos más optimistas me
dan seis meros encuentros a solas con algunas de las personas a las que quiero
hasta cumplir los treinta años. Ya para esas alturas se habrán casado y tendrán
sus hijos. Ya para entonces los holas serán definitivos adioses y
viviré en el absoluto pasado. Sus hermanas se están casando antes de esa
edad; también algunos de mis amigos de 26 o 27 años: ¡yo ya sé la que me
espera! Si tengo la suerte de encontrar a alguien en una ciudad que no sea
Málaga, estoy seguro que me prohibirá volver a mi ciudad. ¡Tampoco podré ir a
Dinamarca ni a Berlín! La mayoría de mis amigos han mantenido ya a mi edad
multitud de relaciones sentimentales. Imagino que a la cuarta o quinta, como
escribió Eva Illouz, ya no caerán en las mismas escenas sentimentaloides o, al
menos, no se las creerán: me da que imagino demasiado. En el fondo da igual que
haya distancia o no: al final la pasión se desfigura como un sueño. “Ningún
amor es original”, escribió Roland Barthes. Hölderlin describe mejor que nadie
lo que quizás debiéramos destruir:
“Había anochecido y las estrellas trepaban
por el cielo. Nos paramos, en silencio, al pie de la casa. Había en nosotros y
sobre nosotros algo eterno. Tierna como el éter me envolvió Diotima.
-Loco mío, ¿qué es la separación?-, me
susurro misteriosamente con la sonrisa de un inmortal.
-Ahora yo también me siento de otra
manera-, dije, -y no sé cuál de las dos cosas es un sueño, si mi pena o mi
alegría.-
-Las dos-, respondió ella, -y las dos son
buenas-.
-¡Oh perfecta!-, exclame, -hablo igual
que tú. En el cielo estrellado nos reconoceremos. Que él sea la señal entre tú y
yo mientras callen los labios.”
En todo caso, la esperanza no
debería perderse. Lo que nunca debería hacerse, aparte de sentir dependencia
absoluta por otra persona, es lo que hace el personaje lorquiano de Asi que
pasen cinco años: esperar cinco años. A Lorca lo mataron justo a los cinco
años de escribir la obra y al personaje de su obra le persiguen los fantasmas
de las chicas con las que no estuvo. En cinco años quizás sea momento de “settle
down”. Y, mientras tanto, confío moderadamente en la mayoría de mis amigos,
tanto de Málaga como de Madrid, para poder seguir manteniendo las
“conversaciones que duran toda una vida”. Ahora no me queda otra que seguir
haciendo lo que hago: irme a Francia de vacaciones. Se pueden vivir infinitas
vidas. Me despido del blog hasta septiembre, en una despedida no amarga.
Debería decir el cartel de la
graduación: “una etapa se cierra, un mundo nuevo se abre, ¡No siempre estaremos
juntos pero el recuerdo nos mantendrá unidos! Vive todas las posibles vidas que
tienes dentro de ti.”
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