Nada más comenzar
la primera clase de Filosofía del Derecho, la profesora Elena Beltrán nos
preguntó si nos considerábamos relativistas. Nos dijo que levantáramos la mano,
sin miedo. Al principio solo algunos convencidos lo hicieron. Poco a poco,
algunos más se fueron apuntando a la idea de que todo es relativo y tiene
validez. Al final la mayoría de la clase había levantado la mano. Yo mismo, que
estaba con dudas y que había leído sobre los sesgos que nos atraviesan a todos
en nuestros juicios de valor, acabé levantando la mano.
Los atractivos del
relativismo son muchos. Permite una actitud aparentemente respetuosa con las
demás formas de vida y evita que hagamos algo que, inevitablemente, resulta
inquietante: valorar los juicios morales de los demás. Verificar un juicio
moral es realmente complicado. No es algo equiparable a un juicio científico;
ni siquiera a uno jurídico: difícilmente se va a poder decir de uno que es
verdadero o falso. Además, nos da miedo estar juzgando a la otra persona cuando
evaluamos sus juicios morales. Los relativistas, aparentemente, tienen buenas
razones para defender su escepticismo. Por una parte, es innegable el papel que
tiene nuestra educación y nuestro entorno social a la hora de marcar nuestras
preferencias. Resulta complicado que alguien se salga de las mismas y hasta el
más confiado en la razón humana como configurador de nuestras preferencias y
juicios de valor ha de admitir la importancia del entorno. Por eso, para un
relativista todas las opiniones podrían tener el mismo valor pues simplemente
son expresión viva de unas condiciones sociales que el sujeto no ha elegido.
Nos da mucho miedo el totalitarismo del que cree haber encontrado el modo de
vida “correcto”, la opinión innegociable. Recuerdo que, la primera vez que
hablé en alto en clase, defendí la imposibilidad de existencia de individuos
razonables comteanos que discutieran sobre asuntos con toda la información, sin
sesgos cognoscitivos y con una intención dialogante. En algún momento, la profesora
explicó la noción de “desacuerdo razonable” de Rawls.
En el relativismo
hay diversas corrientes con matices diversos. Para los emotivistas, nuestros
juicios de valor solo expresan emociones. Hablar de un conocimiento moral
resulta inapropiado y al entender dicho lenguaje en términos puramente
emocionales, se prescinde del papel que pueda tener la razón en la ética. El
emotivismo se ha ido refinando con el tiempo, y la discusión sobre el papel de
las emociones en la toma de decisiones y en nuestra concepción del mundo no
tiene visos de acabar. Otras corrientes del relativismo, como el
prescriptivismo, para los que los juicios morales solo nos prescriben acciones,
niegan el papel de la razón. La razón parece estar de más en la sociedad
postmoderna.
En los tres niveles
de discurso ético que establece Nino, nos encontramos con la ética descriptiva,
la ética prescriptiva y la metaética (o ética teórica). La primera analiza las
pautas éticas de determinadas sociedades e individuos, la segunda propone criterios
sobre lo que debe ser considerado correcto desde el punto de vista moral
(determinación de un código moral) y la tercera reflexiona sobre la misma ética
y la articulación de los juicios morales. Si ahora nos miramos seriamente a
nosotros mismos, a lo que son nuestra vida y las decisiones que tomamos,
podremos ver el efecto de un escepticismo total sobre los tres niveles de
discurso: la imposibilidad de defensa de ninguna posición.
No somos tan
relativistas como pensamos. En nuestro día a día, tomamos constantemente
decisiones que nos sitúan a un lado u otro del discurso moral, y creemos tener
razones para tomarlas. En realidad, seguramente, las tenemos. Casi nadie en
España acepta que se mate a otra persona por motivos políticos, que se robe sin
motivo, que se le pegue a una mujer, que se mienta indiscriminadamente o que se
ejerza violencia gratuita contra los animales. En términos de sociedades, casi
nadie aceptaría tener una sociedad como la propugnada por el ISIS o ETA o
consideraríamos razonables gobiernos tan diversos como los de Arabia Saudí,
Corea del Norte o, salvando las distancias, Venezuela. Tenemos motivos para
pensar que la forma en que llevamos a cabo el gobierno de las cosas es
preferible que el que se hace en otros sitios. Autores como Moore hablan de la
posibilidad de cierta correspondencia entre la realidad y los enunciados
morales: todos sabemos, más o menos, de lo que estamos hablando cuando decimos
que algo es bueno. Las teorías cognoscivistas mantienen que hay una manera
determinada de conocer qué es la moral y qué decisiones pueden ser preferibles
a otras en un momento dado.
El relativismo nos
ayuda a poner las cosas en un contexto: el de una cierta duda y un escepticismo
razonable. Está demostrado que estamos llenos de sesgos cognitivos que nos
impiden comprender las cosas completamente. También nos encontramos con sesgos
ideológicos, emocionales, históricos y de atención. La heurística moral supone
admitir que nuestra intuición nos lleva, a veces, a equivocarnos. Aspirar a una
verdad absoluta es imposible. Pero renunciar a la búsqueda del refinamiento de
los argumentos morales implica no aceptar lo que, en realidad, somos y
queremos. El discurso razonado y la abstracción son las herramientas para
tratar de escapar de uno mismo y buscar soluciones parciales que resultan
preferibles.
El equilibro
reflexivo de Rawls supone aceptar que existen unos principios morales
irrenunciables sobre los que construimos nuestro mundo, nuestras opiniones y
nuestros juicios de valor. Es el punto de llegada de la reflexión,
eventualmente tras un proceso de revisión o de ajuste recíproco, cuando los
principios proclamados y los juicios pronunciados coinciden. Los dilemas
morales existen y provocan mecanismos de ajuste, entre lo que intuitivamente
creemos y lo que vamos construyendo con nuestra capacidad para razonar, entre
lo que nos vamos encontrando y lo que vamos construyendo.
Asumir que, porque
hay un sesgo inevitable en todos nuestros juicios morales y opiniones, debemos
abstenernos de intentar convencer a los que no piensan como nosotros es
irresponsable. El idealizado Sócrates, del que escribe Platón, es capaz de ir
de lo general a lo particular y de lo abstracto a lo concreto para convencer a
los interlocutores de determinadas decisiones. Aunque llegar a los niveles
socráticos es una ficción, renunciar a razonar supone renegar de la posibilidad
del progreso y, de paso, de la ética occidental y la filosofía moral. Daniel
Gascón escribía recientemente que “pensar que tu interlocutor puede cambiar de
idea es una forma de respeto”. Tratar de cambiar la opinión de los demás
implica aceptar que puedan hacer cambiar la tuya, si los argumentos y las
pruebas son más convincentes. Esto supone un refinamiento de los juicios de
valor, una apuesta por el matiz y una admisión de la posibilidad de cambio. En
palabras de Claudio de Ramón, la ecuanimidad “te llevará, tras haber combatido
tu propio sesgo, no sólo a algo muy parecido a la objetividad, sino también, en
más de una ocasión, a tomar partido”.
Cuando, al final de
la clase, Elena Beltrán repitió la pregunta, muy pocos levantaron la mano. Nos
había convencido al cuadrado: admitir que habías cambiado de opinión suponía
negar, por dos veces, el relativismo. Pensándolo con tiempo, he entendido la
enseñanza de que algunos no levantaron la mano: la democracia y el sistema se
sostienen a pesar de la gran cantidad de antidemócratas y antisistemas que se mantienen
equidistantes, sin entender nada de lo que pasa y sin ningún ánimo mayor que el
de querer cambiarlo todo (o nada) pese a, según ellos, aceptarlo todo y no
saber nada.
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