jueves, 15 de septiembre de 2016

¿Estás en el lado oscuro de la historia?




En una viñeta cómica del ilustrador del New Yorker P.C. Vey, una niña despierta a su madre debido a una idea que le atormenta. “Tuve la pesadilla de que tú y papá os levantabais un día en el lado malo de la historia”, le dice a su aburrida madre. 

Mi abuelo materno aún cuenta con sentimiento de culpa cómo pensaba, en pleno auge del nazismo, que los alemanes eran los buenos. Antes ya de que empezara la Guerra Civil Española, la situación en los pueblos de Andalucía no hacía presagiar nada bueno para los que tenían una posición acomodada. Cuando mi bisabuela lo llevaba con 7 años a las reuniones en la iglesia de Bujalance, el pueblo cordobés donde estaba destinado mi bisabuelo notario, escuchaba al cura y los demás contertulios decir que “de ésta solo nos sacarán los alemanes”. Las reiteradas menciones positivas hicieron a mi abuelo admirar todo lo que venía de Alemania. Ya comenzada la guerra civil, su padre fue asesinado a hachazos. Aunque cuando ahora lo cuenta no es capaz de matizar y dice que fueron los socialistas, todo parece indicar que lo mataron los anarquistas vinculados a la CNT. Todavía muy niño, la germanofilia de mi abuelo se enfrentó a la primera contradicción. Un jesuita, otro de los colectivos que admiraba, llegó desesperado a una de las reuniones parroquiales. “Nos han cerrado otro colegio”, dijo en referencia a los alemanes. Estas imágenes no se le vendrían a la cabeza hasta mucho tiempo después, cuando se enterara de las matanzas masivas de judíos y condenara sin ambages el régimen nazi. 

Mi abuelo no condena el franquismo de la misma manera. Para muchas personas a lo largo de la historia, no ha habido nunca contradicción en pasar de apoyar regímenes dictatoriales a democracias representativas. Cuenta Toni Judt que en los inicios de la República Federal Alemana la historia terminaba con el Imperio Guillermino y que cuando la mayoría de los alemanes echaban la vista atrás lo que recordaban era su propio sufrimiento: la ocupación de la postguerra era la “peor época de sus vidas”. El resentimiento hacia Hitler era más bien por el daño ocasionado a los alemanes y no por el daño causado a otros. Dos de cada cinco alemanes en 1952 creían que era mejor que en Alemania no hubiera judíos. Poco a poco se fue haciendo un esfuerzo mayor de memoria colectiva: al fin y al cabo los alemanes eran los europeos que lo tenían más difícil para ignorar su pasado. Pero, en palabras de Judt, “una cosa era decir la verdad sobre los nazis y otra muy diferente reconocer la responsabilidad colectiva del pueblo alemán, un tema sobre el que gran parte de la clase política seguía guardando silencio. Además, aunque el número de alemanes occidentales que pensaba que Hitler había sido uno de los grandes hombres de Estado alemanes `si no fuera por la guerra´ pasó del 48 al 32 por ciento entre 1955 y 1967 (…), esta cifra no era tranquilizadora”. Cuatro décadas después del holocausto, los alemanes serían los europeos mejor informados sobre el crimen contra los judíos. A pesar de esto, situar el régimen nazi en la historia alemana no era fácil y suponía múltiples dilemas. Esta situación dio lugar al “debate entre historiadores”: Ernst Nolte y Jürgen Habermas discrepaban sobre si había que situar el holocausto y el régimen nazi en un contexto histórico. Para Habermas hacerlo suponía “limitar” las responsabilidades alemanas. En otros países, con responsabilidades más atenuadas pero claramente vergonzantes, las autoridades hicieron todo lo posible por acallar la participación de la población en lo ocurrido. Todavía en 1990 el 40 por ciento de los austriacos pensaba que su país era una víctima de Hitler y el 43 por ciento que el nazismo había tenido sus cosas buenas y malas. Suiza no hizo esfuerzo alguno en esclarecer su papel en la guerra. En 1996 un editorial del periódico alemán Die Zeit hablaba de la caída de Suiza en “la larga sombra del holocausto”. Habían salido a la luz el tráfico de oro saqueado, la adjudicación de las cuentas corrientes de los judíos polacos muertos a las autoridades nazis y la petición que ellos mismos hicieron de que se pusiera una “J” en los pasaportes de los judíos alemanes para que pudieran ser identificados más fácilmente. 

Enfrentarnos a la realidad histórica trae muchos problemas y puede llevar a interpretaciones sesgadas. Para el historiador Erich Hobsbawn, vivimos una “gran era de mitología histórica”. La investigación histórica “debe distinguir los hechos de la ficción, lo que es averiguable y lo que no y la realidad de los deseos” y la instrumentalización por parte de los Estados, los grupos interesados y los individuos que “rein­ventan la historia en función de sus propios objetivos” hace que los debates no sean lo suficientemente matizados. En todo caso, la invención de la tradición, por parte de los Estados o de grupos interesados, es algo que no es patrimonio de esta época: es una constante en toda historia humana, tanto individual como colectiva. La necesidad de ficción es un elemento que no podemos dejar de considerar en cualquier historia. Escribe Toni Judt que “la primera Europa de postguerra se levantó sobre una memoria deliberadamente errónea: el olvido como forma de vida”. 

En España, el debate sobre la Guerra Civil y el franquismo no fue abierto en los primeros años de la transición. Por un lado, las responsabilidades políticas y morales de personalidades vinculadas a Alianza Popular y posteriormente al Partido Popular durante el franquismo son, cuanto menos, difíciles de aceptar. Como mero ejemplo, en 1969 Manuel Fraga Iribarne dio la orden al director de ABC, Torcuato Luca de Tena, de publicar el diario íntimo de Enrique Ruano, manipulándolo de tal manera que pareciera que era una persona inestable que podía suicidarse en cualquier momento. ABC tuvo que rectificar posteriormente. Todo indica que el fundador del Partido Popular, entonces Ministro de Información, llegó a llamar al padre del ya fallecido Enrique Ruano para darle a entender que, si no dejaban el asunto, su hija Margot Ruano podría ser detenida. Por otra parte, ni el PSOE ni el PCE (luego IU) deberían proclamarse como unívocos defensores eternos de lo que entendemos hoy por sistema democrático. Simplemente como ejemplo, la declaración de principios aprobada en el XXVII Congreso de 1976 del PSOE era la siguiente:

“El PSOE se define como socialista porque su programa y su acción van encaminados a la superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora. Entendemos el socialismo como un fin y como el proceso que conduce a dicho fin, y nuestro ideario nos lleva a rechazar cualquier camino de acomodación al capitalismo o a la simple reforma de este sistema”. 

El PSOE fue moderándose por multitud de factores hasta renunciar al marxismo y convertirse en un partido homologable a los partidos socialdemócratas europeos. Por su parte, el PCE, que mantenía paradójicamente en los primeros años de transición un discurso más moderado que el PSOE, se enfrentó a una crisis interna para renunciar a la definición de partido “marxista-leninista”. En los debates internos sobre el asunto, Carrillo y Sánchez Montero llegaban a hacer un juego retórico característicamente comunista: renunciar al “leninista” de la definición era el mejor homenaje que se podía hacer a Lenin. Era lo que Lenin, sin duda, hubiera hecho. Para convencer a la asamblea de Madrid del voto favorable a la renuncia a la partícula “leninista”, Sánchez Montero hizo el siguiente discurso: 

“(El Partido) no está modificando nada esencial de su política, ni está abandonando sus fundamentos teóricos y revolucionarios. Los está confirmando. Conservamos de Lenin las aportaciones que todavía siguen siendo válidas hoy, los objetivos finales que son los del marxismo revolucionario, el luchar por la sociedad socialista y el comunismo, la voluntad insobornable de llegar a esa sociedad, el adecuar nuestra acción revolucionaria al análisis concreto de la realidad concreta que fue lo que hizo de Lenin el más grande revolucionario de la historia”. 

En todo caso, si hay que conceder un premio al malabarismo ideológico o, al menos, dialéctico, seguramente el ganador sería Adolfo Suárez. Como cuenta Ignacio Sánchez-Cuenca en su libro Atado y mal atado, Suárez no era precisamente un reformista cuando fue nombrado Presidente del Gobierno. En la reforma que acometió Arias en 1976, Suárez se opuso a la desaparición de los 40 de Ayete: los cuarenta procuradores que eran nombrados directamente por Franco y que suponían el “núcleo más duro del franquismo”. Cuando tuvo que defender la Ley de Asociaciones de la reforma de Arias, según Sánchez-Cuenca, “su discurso dio mucho que hablar (…). Combinaba de forma muy astuta elementos modernizadores, inequívocamente democráticos, con guiños y proclamaciones retóricas de fidelidad al franquismo”. Suárez no tenía problemas en decir que “el punto de partida está en el reconocimiento del pluralismo de nuestra sociedad” a la vez que alababa “la gigantesca obra de ese español irrepetible al que siempre deberemos homenaje de gratitud y que se llamaba Francisco Franco”. 

Establecer el grado de responsabilidad histórico de un individuo o un colectivo exige matizar. Según Raymond Aron, “existe una diferencia entre una filosofía que tiene una lógica monstruosa y aquella a la que se puede dar una interpretación monstruosa”. En cierto modo, no es lo mismo defender una idea que exige directamente la aniquilación de determinados colectivos que otra que en la práctica haya llevado a situaciones semejantes. Pero, como escribe el omnipresente Judt, “el sufrimiento humano no debería calibrarse en función de los objetivos de quienes lo causan. Según este tipo de razonamiento, para quienes fueron castigados o asesinados en los campos comunistas, éstos no son ni mejores ni peores que los nazis”. En todo caso, para que haya una reivindicación por parte de un grupo de su condición demócrata, éste debe aceptar un pluralismo difícil de encontrar en las reivindicaciones colectivas. Un pluralismo y una tolerancia de origen, esto es, una aceptación de que en aquellas circunstancias nefastas había personas que pensaban diferente que eran igual de aceptables. En el caso español, parte del bando republicano debería ser homenajeado tanto por el centro derecha como el centro izquierda. Por otra parte, los teóricos herederos de ideas y hechos a todas luces inaceptables deberían, al menos, calmar sus ánimos revanchistas. Un proceso serio de memoria histórica es doloroso y contradictorio. Exige matizar todo lo posible entre ideas nefastas y actitudes homicidas, entre personas con ideas detestables y personas netamente repugnantes, entre palabras y hechos, entre responsabilidades colectivas e individuales. Y obliga a aceptar los cambios que han hecho posible esta reconstrucción de la historia. A pesar de todas las turbulencias actuales, podemos decir que la democracia en España va ganando de paliza. Por primera vez en la historia de nuestro país, en los últimos treinta años casi todos hemos estado en el “lado bueno de la historia”. Ahora hasta los más conspicuos escépticos se presentan como “la nueva socialdemocracia”, y esta victoria es algo que nadie debería olvidar.

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