En una viñeta cómica del
ilustrador del New Yorker P.C. Vey, una niña despierta a su madre debido a una
idea que le atormenta. “Tuve la pesadilla de que tú y papá os levantabais un
día en el lado malo de la historia”, le dice a su aburrida madre.
Mi abuelo materno aún cuenta con
sentimiento de culpa cómo pensaba, en pleno auge del nazismo, que los alemanes
eran los buenos. Antes ya de que empezara la Guerra Civil Española, la
situación en los pueblos de Andalucía no hacía presagiar nada bueno para los
que tenían una posición acomodada. Cuando mi bisabuela lo llevaba con 7 años a
las reuniones en la iglesia de Bujalance, el pueblo cordobés donde estaba
destinado mi bisabuelo notario, escuchaba al cura y los demás contertulios
decir que “de ésta solo nos sacarán los alemanes”. Las reiteradas menciones
positivas hicieron a mi abuelo admirar todo lo que venía de Alemania. Ya
comenzada la guerra civil, su padre fue asesinado a hachazos. Aunque cuando
ahora lo cuenta no es capaz de matizar y dice que fueron los socialistas, todo
parece indicar que lo mataron los anarquistas vinculados a la CNT. Todavía muy
niño, la germanofilia de mi abuelo se enfrentó a la primera contradicción. Un
jesuita, otro de los colectivos que admiraba, llegó desesperado a una de las
reuniones parroquiales. “Nos han cerrado otro colegio”, dijo en referencia a
los alemanes. Estas imágenes no se le vendrían a la cabeza hasta mucho tiempo
después, cuando se enterara de las matanzas masivas de judíos y condenara sin
ambages el régimen nazi.
Mi abuelo no condena el
franquismo de la misma manera. Para muchas personas a lo largo de la historia, no
ha habido nunca contradicción en pasar de apoyar regímenes dictatoriales a
democracias representativas. Cuenta Toni Judt que en los inicios de la
República Federal Alemana la historia terminaba con el Imperio Guillermino y
que cuando la mayoría de los alemanes echaban la vista atrás lo que recordaban
era su propio sufrimiento: la ocupación de la postguerra era la “peor época de
sus vidas”. El resentimiento hacia Hitler era más bien por el daño ocasionado a
los alemanes y no por el daño causado a otros. Dos de cada cinco alemanes en
1952 creían que era mejor que en Alemania no hubiera judíos. Poco a poco se fue
haciendo un esfuerzo mayor de memoria colectiva: al fin y al cabo los alemanes
eran los europeos que lo tenían más difícil para ignorar su pasado. Pero, en
palabras de Judt, “una cosa era decir la verdad sobre los nazis y otra muy
diferente reconocer la responsabilidad colectiva del pueblo alemán, un tema
sobre el que gran parte de la clase política seguía guardando silencio. Además,
aunque el número de alemanes occidentales que pensaba que Hitler había sido uno
de los grandes hombres de Estado alemanes `si no fuera por la guerra´ pasó del
48 al 32 por ciento entre 1955 y 1967 (…), esta cifra no era tranquilizadora”. Cuatro
décadas después del holocausto, los alemanes serían los europeos mejor
informados sobre el crimen contra los judíos. A pesar de esto, situar el
régimen nazi en la historia alemana no era fácil y suponía múltiples dilemas.
Esta situación dio lugar al “debate entre historiadores”: Ernst Nolte y Jürgen Habermas
discrepaban sobre si había que situar el holocausto y el régimen nazi en un
contexto histórico. Para Habermas hacerlo suponía “limitar” las
responsabilidades alemanas. En otros países, con responsabilidades más
atenuadas pero claramente vergonzantes, las autoridades hicieron todo lo
posible por acallar la participación de la población en lo ocurrido. Todavía en
1990 el 40 por ciento de los austriacos pensaba que su país era una víctima de
Hitler y el 43 por ciento que el nazismo había tenido sus cosas buenas y malas.
Suiza no hizo esfuerzo alguno en esclarecer su papel en la guerra. En 1996 un
editorial del periódico alemán Die Zeit hablaba de la caída de Suiza en
“la larga sombra del holocausto”. Habían salido a la luz el tráfico de oro
saqueado, la adjudicación de las cuentas corrientes de los judíos polacos
muertos a las autoridades nazis y la petición que ellos mismos hicieron de que
se pusiera una “J” en los pasaportes de los judíos alemanes para que pudieran
ser identificados más fácilmente.
Enfrentarnos a la realidad
histórica trae muchos problemas y puede llevar a interpretaciones sesgadas. Para
el historiador Erich Hobsbawn, vivimos una “gran era de mitología histórica”.
La investigación histórica “debe distinguir los hechos de la ficción, lo que es
averiguable y lo que no y la realidad de los deseos” y la instrumentalización
por parte de los Estados, los grupos interesados y los individuos que “reinventan
la historia en función de sus propios objetivos” hace que los debates no sean
lo suficientemente matizados. En todo caso, la invención de la tradición, por
parte de los Estados o de grupos interesados, es algo que no es patrimonio de
esta época: es una constante en toda historia humana, tanto individual como
colectiva. La necesidad de ficción es un elemento que no podemos dejar de
considerar en cualquier historia. Escribe Toni Judt que “la primera Europa de
postguerra se levantó sobre una memoria deliberadamente errónea: el olvido como
forma de vida”.
En España, el debate sobre la
Guerra Civil y el franquismo no fue abierto en los primeros años de la
transición. Por un lado, las responsabilidades políticas y morales de
personalidades vinculadas a Alianza Popular y posteriormente al Partido Popular
durante el franquismo son, cuanto menos, difíciles de aceptar. Como mero
ejemplo, en 1969 Manuel Fraga Iribarne dio la orden al director de ABC,
Torcuato Luca de Tena, de publicar el diario íntimo de Enrique Ruano,
manipulándolo de tal manera que pareciera que era una persona inestable que podía
suicidarse en cualquier momento. ABC tuvo que rectificar posteriormente. Todo
indica que el fundador del Partido Popular, entonces Ministro de Información, llegó
a llamar al padre del ya fallecido Enrique Ruano para darle a entender que, si
no dejaban el asunto, su hija Margot Ruano podría ser detenida. Por otra parte,
ni el PSOE ni el PCE (luego IU) deberían proclamarse como unívocos defensores eternos
de lo que entendemos hoy por sistema democrático. Simplemente como ejemplo, la
declaración de principios aprobada en el XXVII Congreso de 1976 del PSOE era la
siguiente:
“El PSOE se define como
socialista porque su programa y su acción van encaminados a la superación del
modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico
y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la
clase trabajadora. Entendemos el socialismo como un fin y como el proceso que
conduce a dicho fin, y nuestro ideario nos lleva a rechazar cualquier camino de
acomodación al capitalismo o a la simple reforma de este sistema”.
El PSOE fue moderándose por
multitud de factores hasta renunciar al marxismo y convertirse en un partido
homologable a los partidos socialdemócratas europeos. Por su parte, el PCE, que
mantenía paradójicamente en los primeros años de transición un discurso más
moderado que el PSOE, se enfrentó a una crisis interna para renunciar a la
definición de partido “marxista-leninista”. En los debates internos sobre el
asunto, Carrillo y Sánchez Montero llegaban a hacer un juego retórico
característicamente comunista: renunciar al “leninista” de la definición era el
mejor homenaje que se podía hacer a Lenin. Era lo que Lenin, sin duda, hubiera
hecho. Para convencer a la asamblea de Madrid del voto favorable a la renuncia
a la partícula “leninista”, Sánchez Montero hizo el siguiente discurso:
“(El Partido) no está modificando
nada esencial de su política, ni está abandonando sus fundamentos teóricos y
revolucionarios. Los está confirmando. Conservamos de Lenin las aportaciones
que todavía siguen siendo válidas hoy, los objetivos finales que son los del
marxismo revolucionario, el luchar por la sociedad socialista y el comunismo,
la voluntad insobornable de llegar a esa sociedad, el adecuar nuestra acción
revolucionaria al análisis concreto de la realidad concreta que fue lo que hizo
de Lenin el más grande revolucionario de la historia”.
En todo caso, si hay que conceder
un premio al malabarismo ideológico o, al menos, dialéctico, seguramente el
ganador sería Adolfo Suárez. Como cuenta Ignacio Sánchez-Cuenca en su libro Atado
y mal atado, Suárez no era precisamente un reformista cuando fue nombrado
Presidente del Gobierno. En la reforma que acometió Arias en 1976, Suárez se
opuso a la desaparición de los 40 de Ayete: los cuarenta procuradores que eran
nombrados directamente por Franco y que suponían el “núcleo más duro del
franquismo”. Cuando tuvo que defender la Ley de Asociaciones de la reforma de
Arias, según Sánchez-Cuenca, “su discurso dio mucho que hablar (…). Combinaba
de forma muy astuta elementos modernizadores, inequívocamente democráticos, con
guiños y proclamaciones retóricas de fidelidad al franquismo”. Suárez no tenía
problemas en decir que “el punto de partida está en el reconocimiento del
pluralismo de nuestra sociedad” a la vez que alababa “la gigantesca obra de ese
español irrepetible al que siempre deberemos homenaje de gratitud y que se
llamaba Francisco Franco”.
Establecer el grado de
responsabilidad histórico de un individuo o un colectivo exige matizar. Según
Raymond Aron, “existe una diferencia entre una filosofía que tiene una lógica
monstruosa y aquella a la que se puede dar una interpretación monstruosa”. En
cierto modo, no es lo mismo defender una idea que exige directamente la
aniquilación de determinados colectivos que otra que en la práctica haya
llevado a situaciones semejantes. Pero, como escribe el omnipresente Judt, “el
sufrimiento humano no debería calibrarse en función de los objetivos de quienes
lo causan. Según este tipo de razonamiento, para quienes fueron castigados o
asesinados en los campos comunistas, éstos no son ni mejores ni peores que los
nazis”. En todo caso, para que haya una reivindicación por parte de un grupo de
su condición demócrata, éste debe aceptar un pluralismo difícil de encontrar en
las reivindicaciones colectivas. Un pluralismo y una tolerancia de origen, esto
es, una aceptación de que en aquellas circunstancias nefastas había personas
que pensaban diferente que eran igual de aceptables. En el caso español, parte
del bando republicano debería ser homenajeado tanto por el centro derecha como
el centro izquierda. Por otra parte, los teóricos herederos de ideas y hechos a
todas luces inaceptables deberían, al menos, calmar sus ánimos revanchistas. Un
proceso serio de memoria histórica es doloroso y contradictorio. Exige matizar
todo lo posible entre ideas nefastas y actitudes homicidas, entre personas con
ideas detestables y personas netamente repugnantes, entre palabras y hechos,
entre responsabilidades colectivas e individuales. Y obliga a aceptar los
cambios que han hecho posible esta reconstrucción de la historia. A pesar de
todas las turbulencias actuales, podemos decir que la democracia en España va
ganando de paliza. Por primera vez en la historia de nuestro país, en los
últimos treinta años casi todos hemos estado en el “lado bueno de la historia”.
Ahora hasta los más conspicuos escépticos se presentan como “la nueva
socialdemocracia”, y esta victoria es algo que nadie debería olvidar.
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