En la película de Linklater Movida
del 76, sobre el último día de unos estudiantes en el instituto, uno de los
personajes proclama lo que espera de la universidad: “Si alguna vez digo que
estos han sido mis mejores años, recordadme que me suicide”. En su maravillosa última
película, Todos queremos algo, un grupo de jugadores de beisbol se
emborrachan, hacen deporte, conocen chicas, van a discotecas y fantasean sobre todo tipo de
temas antes de que comience el curso universitario. Finnegan, el personaje más
mítico de la película, es capaz de hacer cualquier cosa por follar, y cada
noche sigue unas tácticas diferentes en función de las circunstancias. “Hemos
bailado música disco en una discoteca absurda, country vestidos de paletos y
ahora… somos punkis”, le dice el protagonista, Jake, al experimentado Finnegan.
Jake tiene 18 años.
En la presentación del libro de
Ana Puértolas El grupo, en la librería Alberti, se reunieron algunos
de los que fueron jóvenes universitarios en los 60. Al final de la charla, uno
de ellos contó cómo se sentía al recordar aquella época. “Me es grato pensar en
eso, lo recuerdo como una buena etapa, me lo pasé muy bien. En la militancia,
que era disciplinada y nos ocupaba todo el tiempo, hacíamos lo que los jóvenes:
socializábamos, ligábamos, nos reíamos… yo veo a los jóvenes de ahora y veo qué
hablan, qué hacen y cómo son… y yo no me cambio por ellos. Había buen rollo,
camaradería. Lo recuerdo muy bien”. La militancia de este grupo era diferente a
la del alegre equipo de beisbol linklateriano: estamos hablando de
militantes maoístas. Muchos de ellos se reencontraban después de muchos años y
recordaban otros tiempos de oposición al franquismo, ideas disparatadas,
peligros reales y fantasías irrealizables.
Al comienza de la charla, Manuel
Gutiérrez Aragón ya anunciaba medio en broma que “a todos nos gustaría que
ahora entrara un señor con bigotito y nos detuviera en una reunión como la que
estamos haciendo. Pero, claro, esto ya no pasa”. En varios momentos se
glorificó esa época porque “aunque yo no digo que tuviéramos razón, era una
época con belleza. Se respetaba muchísimo el pensamiento y se llamaba, aunque
ahora dé gracia decirlo, a la acción”. Gutierrez Aragón contó la anécdota de
aquel universitario que quiso proletarizarse y, cuando se metió en el taller a
hacer cosas que no sabía, acabó cortándose un dedo. “Se quedó sin proletarizar
y sin dedo”. También dijo algunas de esas cosas que no se atrevían a decirse a
sí mismos. Recordó cómo se manifestaban en contra de que el régimen matara a
varios antifranquistas pero no de la pena de muerte, que les parecía un
mecanismo aceptable en la China de Mao: ellos luchaban por el fin de la pena de
muerte burguesa pero no la popular. Mientras tanto, se trataba de ser el más
puro, el más leninista y maoísta. Gutierrez Aragón acabó diciendo que, a pesar
de todo, no renegaba de nada, y acabó proclamando “así que como siempre, ¡Que
vivan los compañeros!”. Eugenio del Río, mucho más crítico, habló de la
autocomplacencia de la generación de últimos antifranquistas y de la falta de
autocrítica. Afirmó que la ideología servía como un atajo para que no se
pensara y para no ver la realidad. Criticó la idea que ellos tenían de que el
revolucionario puro era el que se levantaba en armas. Hizo también la siguiente
afirmación: esos antifranquistas fueron lo mejor de esa generación. Muchos de
los protagonistas de los distintos grupos antifranquistas tuvieron un papel
destacado en la democracia.
Ana Puértolas ha mezclado en su
novela El grupo la vida cotidiana de una parte de la minoría que se
enfrentó a Franco con las pequeñas cosas cotidianas de la vida de los jóvenes
en el final de la dictadura. El choque entre las fantasías revolucionarias, los
grandes sueños y los grandes llamamientos a la revolución armada se cruzan con
los dolores de tripas, los amoríos y las cervezas. Ana contó algo sobre las
dudas que tenía y no podía desvelar. “¡Cómo poner en cuestión el materialismo
histórico! Y eso que, a veces, me preguntaba si eso iba de veras a arreglar lo
que tenemos aquí”. Dijo que la acción les protegía de las dudas, que eran muy
variopintas: desde que los detuvieran los grises hasta que sus padres se
enteraran y la castigaran sin salir.
Por múltiples circunstancias, he
podido conocer a muchas de las personas implicadas en los distintos grupos de
la izquierda universitaria antifranquista. Yo no sé si, como afirma Eugenio del
Río, esta minoría era la mejor de su generación. Sí sé que eran muy pocos y
que, por ejemplo en la Facultad de Derecho, no eran más que unos 50. Lo cierto
es que, además de pasarlo bien, vivían peligros reales. Los menos, como Enrique
Ruano o Javier Sauquillo, no sobrevivieron. Algunos más, como Francisco Pereña,
fueron torturados. Muchos de ellos, como Manolo Garí o Jaime Pastor, tuvieron
que exiliarse. La inmensa mayoría huyó en algún momento de la policía, fueron
detenidos y pasaron verdadero miedo. A pesar de esto, cuando sabemos sus
historias, muchos de nosotros querríamos ser uno de ellos, o al menos sentir
que si hubiéramos estado en esas circunstancias nos habríamos puesto en peligro
por la democracia. ¿Quién no querría haber conocido a su novia en una
manifestación por la libertad? ¿A quién no le hubieran gustado las reuniones
clandestinas en el Chaminade, el San Juan Evangelista y el Pío XII, los
encuentros en Lavapiés, los conciertos como el de Raimon y las conferencias
prohibidas como la de Solé Tura o Peces Barba? ¿Alguien en sano juicio juvenil
no querría tener el pensamiento de que estaba cambiando el mundo y la historia,
de que era muy importante lo que estaba haciendo?
El problema es que el papel real
de los estudiantes en el cambio a la democracia es discutible, matizable y
controvertido. La oposición moderada, aquella formada por socialdemócratas y el
centro derecha, quizás contribuyó más, aunque es indudable que se la jugó menos
a nivel personal. Como escribe el que fue miembro del FLP Juan Ruiz Manero en
el libro-homenaje a Enrique Ruano, “hay que reconocer que vernos a nosotros
mismos como revolucionarios leninistas guardaba una relación con la realidad
aproximadamente semejante a la de los bolcheviques viéndose a sí mismos como
revolucionarios franceses (…) En realidad estábamos contribuyendo (a mi juicio
muy modestamente) a dos procesos muy distinto de nuestra revolución: (…)
liberalización de las costumbres y (…) reemplazo del franquismo por un régimen
democrático, más o menos como los vigentes en los países de nuestro entorno”.
Hay que dar muchas vueltas retóricas para haber sido maoísta, leninista,
comunista, trotskista, anarquista o partidario de la lucha armada y proclamar
tu eterna defensa de la democracia representativa a posteriori. Igual se
trabajó más por la democracia española en las divertidas borracheras de El
Quinto Toro que en las tediosas reuniones en el Comité Central.
Si Linklater hubiera sido español
podría haber hecho una gran película sobre los jóvenes universitarios de la Transición, las reuniones clandestinas en el Johny, el concierto de Raimon, la
lucha contra la extrema derecha universitaria y el día en que mi padre fue al
entierro de los abogados de Atocha. Haría justicia a aquellos grandes
personajes que fueron los universitarios Mohedano, Manuela Carmena, Lola
González Ruiz, Paco Longo, el Panfle, Jesús Aguirre y tantos otros. Captaría
ese momento en que los revolucionarios de clase alta se besaban entre las fotos
del Che Guevara y Lenin. Volvería sobre esa época y haría lo mismo que dijo
hacer en Todos queremos algo: “poder reírme de aquellos tiempos”.
También Savater ha desmitificado
su papel antifranquista en varias ocasiones: “no fui a la cárcel por heroico
sino por tonto”. Pero es lógico que muchos otros no puedan hacerlo. Pedir
distancia ante una época que les marcó tanto es difícil, sobre todo a los que
perdieron seres queridos. Puede ser muy complicado reconocer, ay, que quizás lo
aparentemente banal ha acabado siendo más importante que todas esas
conversaciones y hechos trascendentales. Tanto Ana como Gutiérrez Aragón
dijeron que no había nada de qué renegar y que los jóvenes teníamos mucho que
aprender: si ellos no han de renegar de su maoísmo yo reivindico mi socialdemocracia
y democracia liberal. A pesar de todos los problemas innegables para los
jóvenes, nuestra generación no ha sido detenida ni hemos sufrido peligro alguno.
Es cierto que las contradicciones a las que nos hemos enfrentado han sido
menores, pero también que hemos dicho y hecho menos tonterías con ínfulas de
trascendencia. Igual a veces contribuye más el universitario como Finnegan que
intenta follar desesperadamente que el moralista que pretende que todos tengan
su compromiso y sacrificio: todos somos un poquito las dos cosas, al menos a
ratos. Las cosas políticas son un poquito menos importantes que antes, y son
definitivamente demasiado complicadas como para solucionarlas en cuatro
reuniones clandestinas.
En todo caso resulta normal que en la librería Alberti
se echara de menos la juventud universitaria. Fue un tiempo en común que
pasaron todos con mucha intensidad y que luego la vida les quitó: esa nostalgia
es muy humana y no es patrimonio de la izquierda antifranquista. Salvando las
distancias, cuando pasé el otro día por el Chaminade a jugar al fútbol y vi a
los nuevos y sobre todo a las nuevas, volví a entender que he dejado de ser
universitario y que ya no me quedan tantas historias con mis amigos de las que
graba Linklater. Si siento nostalgia a los 24 años puedo imaginarme lo que sentirán los mayores de 65. Queda unirse a Finnegan, Gutiérrez Aragón y Juan Ruiz Mantero,
que acaba su homenaje a Enrique Ruano como yo querría acabar mi propia
narración universitaria: “cuando nos vemos en los viejos amigos del Felipe
lo que vemos en ellos reflejado no es cualquier imagen de nosotros mismos, sino
justamente la imagen de lo mejor que, a lo largo de nuestra vida, hemos sido”. ¡Brindemos por los amigos!
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