Tras uno de los fines de semanas
más raros de mi vida, el lunes siguiente fui al Teatro Real a “La Prohibición
de Amar”, de Wagner. Venía pensando en lo complicadas que eran las relaciones
sentimentales y en aquello que había dicho Sergio de “la eterna búsqueda de
lo uno y lo múltiple”, refiriéndose al amor. El sábado había estado en la
fiesta de Carnaval del Chami y, en un momento dado, me sentí totalmente
desubicado. No voy a contar por qué.
A la ópera hay que llegar siempre
antes de que empiece. En esos momentos se puede observar el percal y hacer
observaciones silenciosas en múltiples niveles. En la cola coincidí con una
chica polaca preciosa, supe de su nacionalidad por mirar el documento de
identidad que enseñaba para entrar, al igual que yo, como joven de último
minuto. Por supuesto no hablé con ella: pasó a ser desde ese momento otra de
esas grandes historias imaginadas y autoficcionadas. También saludé
ficticiamente a Manuel Aragón, clave en la Sentencia del Tribunal
Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, con el que había coincidido en
una ponencia en Málaga sobre dicho tribunal. Vi a bastantes personas de interés
e, incluso, hablé con algunas de ellas: la música clásica es aquello que me ha
permitido tener más conversaciones interesantes con personas que casi
cuadriplican mi edad. Los descansos de las óperas han visto todo tipo de
aventuras e historias acompañadas por las músicas que resonaban en las cabezas
de sus protagonistas.
Desde el comienzo, “La
Prohibición de Amar” es una representación paródica de lo que es la juventud.
Un triángulo, unas castañuelas y un tamboril anuncian en la obertura música
ligera, baile y desenfreno. Se me venían inevitablemente imágenes de la última
fiesta y de algunas cosas que quisiera no haber visto. De repente, en plena
obertura, el registro cambia. El tono se vuelve más romántico e íntimo. Creemos
entonces vernos como valerosos aventureros en búsqueda de un ideal hegeliano,
creemos ser caballeros sorteando todo tipo de obstáculos para alcanzar el
último destino, el amor. Imaginamos que hay una chica que nos esperará tras
haber vencido al mal entre parajes de asombrosa belleza y música angelical: en
esos momentos se me venían a la cabeza multitud de nombres que no diré por
miedo a ser descubierto. En nada vuelven los trinos y se diluye, para siempre,
el espejismo romántico. Las castañuelas nos recuerdan que tenemos veintitantos años
y somos una broma de mal gusto.
En esta obra todos los personajes
masculinos se mueven únicamente por su impulso sexual. Chris Walton afirma al
respecto que el título de la obra es un eufemismo, ya que lo que hay es “una
prohibición de tener sexo”. Cuando Lucio, Friedrich, Brighella o Claudio
hablan sobre el amor y el matrimonio a cualquier personaje femenino están
pretendiendo únicamente llevárselas a la cama. En este mundo de fantasía
Wagneriana las mujeres siempre acaban cediendo a los deseos de los hombres.
¡Casi como una fiesta del Chami! Cuando una mujer en esta ópera dice “No”
está diciendo en realidad “Sí”. En palabras de Chris Walton “los
personajes de esta ópera parecen tener más en común con los chimpancés bonobos
que con las personas reales”. ¿Seguro?
La ópera tiene como motivo
argumental la prohibición por parte de Friedrich, que está sustituyendo al rey
de Sicilia, de la fiesta de Carnaval. A Claudio, el protagonista, le condenan a
muerte por amar, esto es, por estar teniendo sexo con una joven. En palabras de
Shakespeare, del que se adapta la obra Medida por Medida para hacer el
libreto, “ha convertido a una muchacha en mujer”. El mismo Wagner,
cuando compuso esta obra, estaba en una situación similar en cuanto a
desenfreno sexual. Se había enamorado locamente de Minna Planner en el verano
1834 y, en su autobiografía Mein Leben, cuenta que “yo tenía 21 años
y estaba henchido de ardor juvenil y de una visión positiva de la vida (…) y
abandoné el misticismo abstracto y me entregué al materialismo, la belleza
física, el humor y la despreocupación, lo que fueron unas revelaciones
prodigiosas” ¡Así se habla! Wagner pensaba que podría acostarse rápidamente
con Minna, que había tenido una hija ilegítima a la que hacía pasar por
hermana, y sintió todo tipo de ataques de celos en los dos años en que anduvo
persiguiéndola hasta que se casaron en 1836. En todo ese tiempo, aunque farda
en alguna carta de que ya había conquistado a Minna, Wagner parece ser que no
se acostó con ninguna mujer.
En el entreacto de la ópera, con
el folletín en la mano, iba leyendo mientras paseaba por los pasillos del Real que
“para Wagner, el norte tenía que ver con el trabajo duro, los cielos grises
y las chicas frígidas. Pero su Sur imaginado- gracias a Goethe, Heinse y Laube-
era su espejo, ofreciendo sol, arena, mar y sexo”. ¡Pero qué es esto! Yo
iba pensando en la fiesta del sábado y en determinadas escenas. De repente, se
me cruzó la chica polaca, sola y nerviosa. Tuve una alucinación y recordé, en
la sala alternativa del chami, el desenfreno que no querría haber visto. De
repente, una de mis ilusiones románticas, medio desnuda con un chico medio
desnudo. Tras ser invitado a un chupito de absenta que medio tiré para no
beber, volví a ver la misma escena: el mismo chico, con otra chica. Resultaba
que estas chicas se liaban con todos sus amigos que eran homosexuales. Y yo me
enteré, de repente, que no cumplía las expectativas generadas. ¡Cómo no
aceptarlo, fascista!
Desde mi punto de vista Wagner
compuso una falsa oda al amor libre al criticarlo en sus cimientos, seguramente
sin darse cuenta. Como he discutido con mi amigo libertario Gong Chris y con el
no libertario Telmo, creo que la idea de amor plenamente libre funciona en
abstracto pero en la práctica no tiene en cuenta las verdaderas preferencias de
nuestros limitados sentimientos: la escuela austriaca de las relaciones
sentimentales arguye que no existen el dolor o los celos y que no podemos ser
irracionales en nuestras preferencias sexuales. ¡Wagner acaba haciendo un
alegato a favor de la monogamia que entiende alemana! “Los personajes se
emparejan de forma tradicional, todo es perdonado, la monogamia y el matrimonio
imperan por encima de todo y se afirma- no se abole- el orden burgués”. Wagner
parece decirle a Minna “no importa lo que hayas hecho antes de mí; ámame,
cásate conmigo, y el futuro irá bien”. Con 21 años yo pensaba lo
mismo que Wagner; con 23 él se había casado y yo estoy más soltero que nunca.
El libreto tiene también una
lectura política. La narrativa del sur como lugar del desenfreno sexual y
festivo y del norte como lugar de “orden” podría justificar el control que se
impone a nuestra alma derrochadora. En la última escena de la obra, el pueblo
se revela contra el hipócrita Friedrich y el rey de Sicilia llega: en un alarde
creativo, el director de escena Kasper Holten decide que sea Angela Merkel el
rey de Sicilia, que llega entre vítores y dos señores con maletín… ¡La Troika
viene a rescatar al sur!... Todos los personajes se emparejan felizmente, se
olvida la vida anterior y las tensiones se resuelven: aunque todos siguen
festejando y disfrazados parecen ponerse de acuerdo para crear la ilusión del
mito romántico. En el mundo feliz del amor burgués nos abrazamos
definitivamente y olvidamos que en la fiesta de carnaval vimos e hicimos cosas
que, aunque deseemos y vayamos a desear siempre, no podremos contar en el
futuro.
Abandoné el Teatro Real bastante
menos confundido que la fiesta del Chami y, aunque miré atrás cuando salí
buscando a la chica polaca, la verdad es que me fui solo a casa.
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