Como tituló Roger Senserich un
artículo en Jot Down, “Ser Pobre es una mierda”. La verdadera exposición
a la pobreza es algo que desdibuja toda la concepción anterior que uno tiene
sobre las cosas; la duda entra con mucha fuerza cuando ves determinadas vidas
de otros: no te quedan palabras y solo queda respirar. La sensación de haber
sido una especie de voyeur en determinados momentos de mi viaje no me ha
abandonado aún. Incluso este mismo texto podría verse como una intencionada banalización
de un tema de un sujeto que busca venderse. Donde las francesas han hecho una
foto en blanco y negro yo podría estar haciendo un reportaje ficcional con el
mismo valor moral.
Antes de llegar a la India estuve
en Kuala Lumpur y contemplé escenas que me impresionaron. En la primera semana
en Greater Noida, sin embargo, a pesar de estar en un lugar terriblemente
atrasado y de sorprenderme con casi todo, recuerdo tener la impresión de pensar
que aquello no estaba tan mal. La primera vez que fuimos a Nueva Delhi, Mayank
y toda la tropa India nos llevaron a visitar solo un mercadillo en Connaught
Place y la Indian Gate. Ante
las quejas del grupo occidental, respondían con muchos “easy, easy, you will
see everything” y con archirepetidos “This is the most
interesting stuff man, there is nothing much”. Ayush y, en parte,
Shaurab eran los únicos con los que se podía hablar de algo coherente; el resto
repetía una panoplia de argumentos circulares ante cualquier cosa buscando el
eterno consenso: la droga, las mujeres y la estupidez. Mayank no conocía su
propia ciudad y todo fue un desastre: su único plan era tomar cervezas y decir
“easy”. Tras la primera visita a Dehli el grupo de francesas decidió que
no volverían a ir con los indios y que Daniel, Gangamin y yo éramos su puerta a
la “real India, I wanna see the real India, you know what I mean?”.
En BIMTECH éramos un grupo de lo
más normal. Las francesas básicamente hicieron durante todo el viaje lo que se
esperaba de ellas y ninguna salió de su papel; a cada nueva foto de Elena le
correspondía una sonrisita de Anathilde y a cada chovinista “In France” de
Melanie una nueva pose de Marthe. Las susodichas francesas se habían empeñado
con que el fornido Daniel podía protegerlas y con que querían viajar con
nosotros. Gangamin ejercía de simpático anfitrión y yo oficiaba con mi pazguato
francés buscando lo obvio: las francesas estaban buenísimas. En un intercambio
que resultó desastroso, les ofrecimos implícitamente nuestra protección y
conocimiento a cambio de que vinieran con nosotros: nuestra unión duró un fin
de semana. He aquí parte del por qué.
Después de la primera semana de
clase volvimos a Delhi, esta vez sin indios que nos guiasen. La primera noche
salimos a la discoteca “Social” y conocimos a un suizo y a un afgano-americano,
ambos muy pagados de sí mismos. El suizo se llamaba Vincenze y en la primera
noche supimos de todos sus fastuosos planes para el futuro: planeaba hacer
aplicaciones para que inmigrantes en Suiza aprendieran inglés, odiaba la
universidad porque él era un emprendedor y no sé cuántas movidas más nos contó
entre cervezas y poses seguras de sí mismas. Del otro bastará decir que
pretendía abrir una cadena de producción en China de ropa hecha con cáñamo, una
fibra que proviene del cannabis. Él, según él, tenía la habilidad de predecir
él futuro: si algo sabía hacer él era ver la oportunidad de él negocio que solo
él podía ver. Con semejantes genios acompañamos al día siguiente a las
francesas al Red Fort. Muchos indios se nos acercaban pidiéndonos fotos. El Red
Fort es espectacular y blablablá: cómo dijo Gangamin lo único que les
interesaba era ver un poco la “arquitecure man” y hacerse unas pocas fotos. El
palo selfie de la impoluta rubia Audrey cumplió mejor que cualquier guía local
el conocimiento que se requería del lugar. Atención al palo que tiene su cosa.
El problema llegó después. Estábamos
a viernes. Para más señas, 25 de septiembre: día de celebración del Eid
al-Adha, la Celebración del Sacrificio para los musulmanes. Sin siquiera
sospecharlo, salimos del Red Fort vía Jama Masjid, genialmente conocida como
Mezquita del Viernes. Como no íbamos con indios no teníamos la menor idea de
que estaba altamente recomendado no ir ese día por allí. Cuando nos desviamos
de Chandni Chowk Road y nos adentramos en el bazar nuestras vidas se
complicaron y las bromas se acabaron. La aglomeración era imparable y moverse
era muy costoso. No tengo ni la menor idea de cómo transmitir con palabras lo
que allí veíamos. Moviéndonos entre multitudes, a cada giro de cabeza se veían
imágenes que nunca hubiera creído: perros despellejados y cojos, niños en
harapos absolutamente hambrientos, todo tipo de personas realizando tareas
manuales a un ritmo frenético, hombres desdentados de fisonomías destrozadas,
viejas raquíticas pidiendo limosna, puestos de comida repletos de moscas,
hombres durmiendo indistintamente en el suelo o en los puestos de trabajo,
personas sin brazos ni piernas desperdigadas… ¡todo en el mismo metro cuadrado,
ocurriendo a un ritmo trepidante, cuasi cinematográficamente! El estrés empezó
a inundarnos a todos cuando aún no habíamos visto nada: en algún momento vimos
una alegre cabra que se movía delante de nosotros. De repente, un hombre la
tiró al suelo y le cortó el cuello: la sangre manaba a borbotones y Melanie se
quejó por primera vez. Daniel y yo no podíamos parar de mirarnos, entre
fascinados, tristes y asustados: el viaje se había hecho adulto de repente y en
ese momento no podíamos teorizar sobre lo que veíamos. Vincenze, líder del
grupo, respondió a lo de la cabra con un escueto “what did you expect?”:
no parecía ni un poco impresionado con sus gafas de sol y su pose solariega. El
mismo Gangamin permanecía impasible, en su ambiente.
Pero lo que vino a continuación
superó cualquier expectativa. Cuando llegamos a la Jama Masjid la atravesamos
buscando un restaurante que estaba recomendado, el Karim. Se suponía que el
sitio estaba nada más comenzar la calle Matia Mahal, justo enfrente de la
Mezquita. Nada más entrar en dicha calle fuimos incapaces de fijarnos en que
teníamos la bocacalle del Karim justo al lado: una infinita hilera de hombres
malnutridos permanecía de rodillas a los dos lados de la estrecha calle,
esperando a la limosna que daban los musulmanes los viernes. Ahí la teníamos,
la extrema pobreza. Entre el blanco de la ropa de los musulmanes extendidos en
el suelo se veía el negro de la acera, el negro de las moscas, el rojo
blancuzco de los intestinos de los animales previamente matados, el amarillo
negruzco de los vómitos, el amarillo de los rickshaw… los colores, los sabores,
los olores… todo era nuevo y ajeno… la primera vez que ves la pobreza solo
puedes mirar al suelo… vas a aprendiendo a mirar al frente progresivamente…
hasta que un día te has hecho casi inmune y no te llama la atención.
Allí, en esa estrecha calle,
estaba el Karim. Y allí, entre las hileras, nos detuvimos, con el mapa en la
mano, con las gafas de sol compradas en el mercadillo, con los pantalones
hippies que tan sexys resultan… allí, justo, nos paramos. No por mucho tiempo.
El movimiento de gente era imparable y la corriente nos arrastraba a seguir la
calle en dirección quién sabe dónde… Daniel y yo insistíamos en no quedarnos
allí y seguir caminando… ya habíamos hablado de que teníamos que volver él y yo
solos a ese lugar… Gangamin seguía impertérrito el desarrollo de los
acontecimientos cuando, de repente, entre toda esa imaginería caótica que nos
superaba, Melanie empezó a llorar… aparentemente alguien le había tocado el
culo, a Ella, ¡a Ella!... Melanie, que llevaba haciéndose fotos con todos los
indios que había visto hasta ahora en el Red Fort sonriente y seductora,
Melanie, que había planeado hacer un reportaje social sobre todo lo que ocurría
en la India para mostrar “the real India, you know, I wanna show to France
the real India?”, Melanie, que había discutido cruentamente conmigo acerca
de la moralidad de hacerle una foto a una pobre señora que pedía limosna,
Melanie, que tenía ya su contrato en Deloitte y se sentía cercana a algunas
ideas del Front National, Melanie… llorando a llanto limpio en plena
Matia Mahal… la pobre Melaine… y así, entre los llantos de la pobre mujer y los
consuelos de algunas de las otras, Gangamin se las apañó para negociar un
autorickshaw que nos llevara a Connaught Place y nos hiciera olvidar lo que
habíamos visto… en ese momento, justo al mirar atrás para tratar de captar
alguna imagen que me acompañara para siempre, mientras unas niñas prácticamente
se abalanzaban sobre nuestro auto para que les diéramos algo, me di cuenta de
algo que Daniel ya había contabilizado: el palo selfie. Mientras Gangamin y
Vincenze aparentaban insensibilidad, había alguien que no necesitaba aparentar
y que estaba en su ambiente: allí estaba, entre toda la aglomeración,
sonriente, impoluta e incólume, Ella, Audrey, con su palo selfie sobresaliendo
por encima de todas las cabezas buscando una sonrisa en la absoluta pobreza,
una muesca de afecto entre dos mugrientos, una imagen escalofriante que enseñar
a tus papás, una hija de puta en toda regla.
(Continuará)
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