Comienza Rubén Amón su texto Je
suis taurino de esta manera:
“No dispongo de grandes
argumentos racionales para defender la corrida de toros. Ni me gusta demasiado
recurrir a ellos, sobre todo porque las razones económicas y las
medioambientales, abrumadoras en ambos casos, aportan un exceso prosaísmo a
este misterio eucarístico y pagano que José Tomás, por ejemplo, nos hizo
experimentar hace unos días en Jerez de la Frontera.”
Luego su retórica avanza para
venir a decirnos lo que ya venía anunciado en el subtítulo de El País:
“El problema no son los toros,
sino la deriva aséptica de una sociedad que reniega de la muerte”.
Rubén Amón, que parece escribir
arrebatado por el duende flamenco, defiende en su artículo que la creatividad
viene de la muerte. Sin duda apasionado por lo que vio en Jerez, para él los
toros no necesitan explicación y, ante todo, nunca deberían dejarse influir por
la “doctrina flower power de una sociedad infantil y aséptica que abjura de
la muerte y que reniega de cualquier expresión estética capaz de exponerla o
dramatizarla”. Respecto a los contrarios al espectáculo taurino, Amón
entiende que practican “los presupuestos neofranciscanos de la progresía”
y sentencia que “humanizamos a los animales y deshumanizamos a los hombres”
en una de esas ideas felices que parecen poner en contradicción el progreso
actual. Porque para Amón, y aquí está el quid de la cuestión, “el problema
consiste en los hábitos e hipocresías de una cultura inodora, incolora e
insípida que recela de cualquier expresión irracional e instintiva y hasta
dionisiaca”. Contrapone nuestra mojigatería y prohibicionismo con el de
Francia, país en el que según él, en el enésimo recurso literario, acabarán
exiliados los amantes del espectáculo.
Rosa Montero, en un artículo
llamado Suerte
Papá escrito en El País en 2006, cuenta cómo, de niña,
esperaban las mujeres de su casa al padre, torero, cuando marchaba a Las
Ventas. El mundo ritualizado del toreo era percibido por ella como “una
especie de romanticismo legendario, la proeza del reto, el coraje de
afrontar el beso de la muerte cada tarde”. Las mujeres de la casa rezaban
el rosario cuando el valiente torero se disponía a vencer de nuevo a la muerte.
La niña Rosa Montero atribuía la protección de su padre a las palabras mágicas
que ella le dedicaba. Es un artículo precioso al que volveré al final del
artículo.
Tsevan Ratban, en un artículo en la
revista Jot Down sobre los toros, admite “el
enorme placer vital derivado de la belleza de los movimientos acompasados de un
animal que se ve forzado, por su instinto y por el dominio del matador, a
formar parte de un baile esencial. Les aseguro que ese placer es auténtico, y
aunque la condición imprescindible para su producción es la presencia del sí y
el no, del ser y la nada, y el fin del animal a manos de quien le ha permitido
ser como es realmente, ese placer no es fruto del dolor aunque sea
imprescindible”. Dicho esto, Tsevan
aboga por la desaparición de las corridas. Y da el mejor argumento que he
encontrado:
“Creo
que la razón básica, que tiene que ver con el maltrato público innecesario a un
animal, no exige saber acerca de las corridas más allá de lo que básicamente
sucede en ellas. Los seres humanos deberíamos evitar, en la medida de lo
posible, hacer daño a los animales —sobre todo a aquellos con un sistema
nervioso más desarrollado— salvo que resulte inevitable para la satisfacción de
nuestras necesidades y no exista un sustituto razonable. Y deberíamos intentar
minimizar su sufrimiento en cualquier caso.”
Yo no
voy a entrar en si los toros deben ser o no prohibidos. Algunos de mis amigos
son acérrimos taurinos y siento un alto respeto por ellos; como es lógico esto
no es argumento de nada. Simplemente me resulta complicado prohibir algo a
gente que considero racional y razonable, y no hablo de mis amigos: hablo de
personas con niveles de autonomía y respeto alto por lo que hacen. No estoy tan
seguro de mí mismo en este punto como para eventualmente votar, aunque hubiera
una mayoría clara favorable, por la prohibición de los toros. Estoy seguro de
que si se prohibieran los toros perderíamos, como dice Tsevan, “uno de los
pocos residuos auténticos de una forma de vida primitiva, conectada con la vida
y la muerte y con el instinto animal —especialmente el instinto humano. Y
desaparecerá además un producto cultural, paradójicamente refinado, como esos
otros ritos de vida y muerte —el sacrificio humano, la guerra ritual o el
rapto, entre otros— destilados desde la crudeza de la lucha por la existencia”,
así que no me voy a pronunciar en este punto.
Pero
lo que me parece difícil de aceptar son los argumentos de Amón. La
representación de la muerte ha sido uno de los grandes motivos del arte, a lo
largo de la historia. Pero Amón habla de un culto a la muerte no figurativo y
de una sociedad actual (que aparentemente detesta) que reniega de la muerte.
Por supuesto que renegamos de la muerte: es un gran progreso del que deberíamos
sentirnos orgullosos. Se ha refinado el trato humano en todos los sentidos y hacemos
todo lo posible para que la muerte esté poco presente en nuestras vidas.
Imagino, quizás ingenuamente, que Amón no defenderá la peligrosidad intrínseca
del toreo, esa cercanía de la muerte que lleva a la creatividad de la que habla
tan alegremente. Que una persona muera es una tragedia, sin más. Si muere en
faena torera sigue siendo una tragedia, sin más. Y que no se tomaran todas las
medidas posibles, ex ante, destinadas a evitar la muerte del torero, me
parecería una grave irresponsabilidad y un motivo de peso para prohibir las
corridas. La peligrosidad para la persona podría ser un motivo de peso para que
las corridas dejaran de existir, si fuera real (que imagino que sí) ese riesgo a
la salud del torero.
Mi
experiencia con los toros en directo es casi nula. Una vez acompañé a mis
primos a la Plaza de La Malagueta en Málaga y prometí no volver. Mi experiencia
con la matanza de animales en directo es también escasa. Recuerdo una vez en la
finca de mis abuelos cómo mataron a unos perritos, ante las mentiras que nos
contaron a todos los primos. También recuerdo, paseando por Calcuta, como
Daniel y yo asistimos a un desfile de degollamientos de corderos en un callejón
estrecho en el que se veían y olían todas las vísceras de los animales. Desde
entonces dejé de tomar cordero en India; más por las arcadas que por los
valores. La consciencia con los animales en la India era muy alta y el trato
hacia ellos mucho más refinado que el nuestro; pero la pobreza daba a que
también hubiera situaciones así. No es este un artículo sobre vegetarianismo,
en todo caso, sino sobre el culto a la muerte: para Amón es un problema todo lo
que ha significado este progreso que, claro, nos ha vuelto ultrasensibles a la
muerte.
He
disfrutado la biografía que hace Manuel Chaves Nogales del torero Juan
Belmonte, en la que se cuenta, con todo tipo de detalles, el sufrimiento y la
grandeza del toreo, la peligrosidad intrínseca de este arte y toda esa vida
novelesca y romántica del torero ante el toro. Y sé que el artículo de Rosa
Montero retrata una España que se nos fue y que no volverá. También sé que a
Lorca, a Alberti y a muchos artistas e intelectuales admirables los toros les
apasionaban. Desgraciadamente, me temo que la belleza de la muerte puede
existir. Pero en la sociedad tardomoderna, como ha dicho Manuel Arias Maldonado,
tenemos los medios para refinar nuestro trato a los animales. Podemos
distinguir entre la representación artística de la muerte y su ejecución real. Y
deberíamos no idealizar pasados oscuros. La muerte nos va a llegar a todos
igual y buscarla más que heroísmo es temeridad. Esa cultura “inodora, incolora
e insípida que recela de cualquier expresión irracional e instintiva” es la que nos diferencia de la barbarie. Como escribía Rosa
Montero en su artículo en El País:
“La costumbre, que es una clase de ceguera,
hacía que nadie fuera consciente del nivel de violencia.”
Solo llego a creer que la
desaparición de las corridas sería un progreso. Pero sí estoy seguro de que el
retroceso llega con creerse palabras como las de Amón, meros cantos legionarios
a la muerte de los que aún desfilan por la Semana Santa andaluza.
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ResponderEliminarComo amante de los toros y de todo lo que implican (lo terrible y lo bello), agradezco con sinceridad estas reflexiones. Sin embargo no comparto el argumento de Tsevan Ratban. La necesidad artística para el hombre es tan básica como el comer, es aquella que cubre la única capacidad exclusivamente humana, el sentido de la belleza. Establecer una jerarquía de necesidades según la escala de supervivencia es simplificar una condición tan compleja. Yo, como hombre, necesito de aquello que demuestre mi condición, aquello que me diferencia, que me hace único, que me distingue del toro. ¿Cómo puede limitarse la acción artística con una barrera tan tosca como el sufrimiento, animal o humano? ¿Ya nadie recuerda a ese loco (o genial) llamado Hermann Nitsch-.
ResponderEliminarTorear es asomarse a la muerte, verla de frente y vencer. Torear es una obra de Sófocles, es el espejo del mundo, y terminará cuando nadie se vea reflejado en ello. No hay divinización, eso no existe en las corridas -podrá decirlo Amón si quiere-, se toma como es, como una verdad absoluta e innegable. En la plaza las más de las veces se vence de manera ficticia a ese final esperado, y eso es gloria, se la vence cada tarde. Y antes de eso pasan cosas maravillosas. Hay ballet, hay música, el añadido de lo fugaz, de lo irrepetible, de lo que sólo ocurrirá en ese momento. Si has leído aquello que escribía Chaves Nogales sobre Juan Belmonte, no hay mucho más que decir.
El sufrimiento vacío de contenido se debe minimizar, no cabe discusión. El toro, todo animal, es un ser con un valor, si se quiere llamar así, que cabe proteger. Sin embargo, el toreo no es vacío, el valor artístico que nace de la muerte de un toro -como consecuencia inevitable- es profundamente mayor a mi parecer. Se necesita un argumento mucho mejor para justificar la prohibición del toreo, que no su desaparición. Lo último parece consecuencia inevitable del cambio cultural del siglo XXI. Hoy, y siempre, se asume como dogma aquello que dijo en su día Hegel, que la Historia es la proyección de la razón en el tiempo, la tendencia irremediable hacia lo perfecto. El refinamiento, la sofisticación de los valores, suponen un cambio que no implican -necesariamente- una mejora moral o una expresión más perfecta del razonamiento, pero sería estúpido negar que en el nuevo paradigma existe una mayor sensibilidad ante la muerte y el sufrimiento. Los toros, desde luego, no caben en este nuevo escenario y, sí, están condenados a desaparecer. No porque sean prohibidos, sino porque en esta nueva escala simplemente dejarán de interesar. ¿Somos más sofisticados hoy que en el pasado (¡oscuro!) de Lorca y Alberti en cuanto al trato con los animales, esto es, en cuanto a la sensibilidad? No me atrevería a decir tanto, y no por los nombres que figuran. Sólo diría que el valor ha dado la vuelta, y lo que antes estaba por encima -el valor artístico de la faena- queda hoy por debajo del valor del toro en sí. ¿Es un avance? ¿Es una expresión más pura de la razón? No lo sé. En mi versión radical no concibo un valor más elevado que el fin artístico, pero esta visión no es general. Y es la generalidad la que se impone. Habrá sustitutos para cubrir esa necesidad tan básica y puramente humana. Quedará la ópera y la pintura, pero eso no es cine, y el cine no es toreo.
Escribo, sin bien es cierto, sumido por una pasión tardía pero que me volvió del revés en una tarde. Será fervor, qué sé yo, un resquicio de mi pasado como pueblo y que no viví. O será otra cosa.
Pues eso, que diría Joaquín Vidal.