(Escribí este artículo el 8 de enero de 2014 para la revista
Modernícolas. Es el único de los que mandé que nunca me publicaron; así que
aprovecho ahora. Simplemente por contextualizar lo que se llega a sugerir
quiero dar un dato: Podemos aún no existía. Se fundó 9 días más tarde.)
Los que no repetíamos espectáculo
acudíamos al Teatro Cervantes expectantes ante la posibilidad de conocer de
primera mano las canciones rusas cantadas por el coro, ballet y orquesta del
mismísimo Ejército Ruso. La sorpresa comienza cuando nos enteramos que no es
ruso sino ucraniano. Pero para qué ponerse melodramático, que no sea ruso no
nos importa mucho: al menos al público parece darle igual, tal cual, que lo
mismo es portugués que español o alemán. Qué más nos da mientras nos lo pasemos
bien.
Lo cierto es que el espectáculo
se beneficia de ser precisamente eso, un espectáculo sin más aspiraciones que
la del entretenimiento. En la primera parte una sucesión de números se entrelaza
ante la mirada absorta de los espectadores. Y funciona bien: las canciones
tradicionales cantadas por el coro y acompañadas por una hierática orquesta
llegan potentes y vitales. Se suceden las distintas canciones y en el escenario
hay continuamente movimiento. Es una vieja táctica la de la continua
estimulación a falta de una historia que contar o al menos un hilo conductor
que seguir. A las canciones cantadas por el coro, les siguen los números de los
solistas masculinos o femeninos, los números de baile (los mejores sin duda),
los números del instrumentista tradicional o los que combinan todo. Así,
ninguna canción se repite. Todo tiene sentido en la novedad de no volver a
verlo. Saben los creadores del show que mientras pasen cosas sobre el escenario
nadie se preocupará por entender algo de las letras de las canciones (¿No sería
buena idea introducir subtítulos como se hace en numerosos espectáculos?), ni
se aburrirá por la falta de argumento, ni se planteará que a ratos parece estar
asistiendo a un espectáculo de maneras de Eurovisión en una canción para
cambiar a clásica comedia musical norteamericana en la siguiente (todo ello,
claro, pasando ininterrumpidamente por las formas musicales soviéticas y
militares con ese solitario batería haciendo de regimiento de percusionistas) y,
sobre todo, no atribuirá a los continuos cambios de escena y coreografía el
planteamiento de que todo lo que está viendo no es más que un artificio
comercial sin ningún tipo de vocación más allá que la mercantilista.
Podría añadirse que Ucrania es
mucho más que lo que se nos mostró, pero no es necesario. Sería quizás muy
bonito decir que justo ahora que Ucrania está en una situación complicada entre
la Unión Europea y Rusia queda un poco desdibujada esta muestra ambigua de ambas
culturas (mientras unos derriban estatuas de Lenin, otros nos hacen creer que
son el mismo Ejército Rojo), pero sigue sin ser necesario. Y no lo es porque el
espectáculo fue un éxito. Y, ante el éxito, poco queda que decir.
Está claro que la música llegó al
corazón de los asistentes al Teatro Cervantes. La vitalidad y fuerza de los
bailarines cautivó a muchos. La mezcolanza del ballet clásico y de musical de
Broadway consiguió ininterrumpidos aplausos. Los distintos cantantes de
variados tonos e indumentaria hicieron las delicias de todos. Y es que la
música, es cierto, era muy bonita y épica. Los movimientos del coro nos
recordaban la camaradería de otros tiempos, la unión del grupo y del
cooperativismo. Otros tiempos, sí, más oscuros, pero que no nos dejan de traer
nostalgia. A la media hora de la segunda parte, cuando ya se habían acabado
todos los posibles fuegos artificiales, todo parecía irse acabando tras haberse
cantado en plena platea. El multi-instrumentalista ya había tocado todos los
instrumentos tradicionales posibles acompañados por una música que se debatía
entre ucraniana y de peli de Disney. Pero el verdadero show acababa de
comenzar: era el momento de la música rusa.
Dejando a un lado lo que
pensaríamos si viéramos a los militares españoles haciendo un ejercicio similar
al que hacían los ucranianos, lo cierto es que el final fue un verdadero éxito.
A las míticas canciones Kalinka y
Katioucha se les unió Granada, del
Mexicano Agustín Lara. Y el público se derritió al ver al tenor ucraniano, cual
José Carreras, cantando por las gracias de Graná. Y por un momento parecía que
llegábamos al final pero… ¡Aún quedaban sorpresas! El público pareció apreciar
que lo ucraniano y español nunca habían estado tan juntos cuando, tras sacar
sendas banderas de los países, se procedió a tocar, cual Manolo Escobar, “Que
Viva España”. Y así, entre hurras a los dos países y otros bises, se consiguió
poner de pie a la inmensa mayoría del público, entusiasmado. Y es que
seguramente el espectáculo consiguió el objetivo de entretener al público y,
quién sabe, quizás abrió a alguien la puerta de la cultura ucraniana. A otros
seguramente les sirvió para sentir orgullo patrio. Ahora, al fin, lo sabemos:
cuando se trata de cutreces no somos mejores ni peores que nadie.
Epílogo escrito el 10 de mayo
de 2016:
Dos años después de haber escrito
esto, me río de mí mismo y de mi inocencia. Seguramente no me publicaron el
artículo en el Modernícolas porque era lo único decente que escribí. Transcribo
lo que escribió Borja Lasheras sobre la posición de determinada línea de
pensamiento (los Kissinger españoles) sobre la política exterior:
“En España, al igual que en
otros países occidentales, esta escuela tiene su equivalente geoeconómico,
convirtiendo a menudo la política exterior en un instrumento para la apertura
de negocios. Así, el énfasis cuasi-absoluto en la promoción de intereses de
empresas españolas en nuevos países, por encima de otras consideraciones, como
derechos humanos o democracia. Este jacobinismo español, en seguridad y
defensa, opta por self-reliance, coherente con la visión utilitarista de lo
multilateral que hoy impera en muchos Estados europeos.”
Se parece un poco a lo que vi en
el Cervantes, sí, aunque desde otro punto de vista. Por otra parte, la posición
de los españoles respecto a este asunto es como en todo: limitada. Como yo
tampoco sé mucho de este asunto voy a limitarme a compartir tres artículos que
me parecen que están bien, para el que esté interesado.
Lo que verdaderamente quería
decir era algo acerca de lo que cambian las reglas del juego cuando hablamos de
otros países, como Rusia o Ucrania. Como escribía Victor Lapuente Giné en El
diario, en España somos políticamente unidimensionales. ¿Y esto qué
significa? Esto quiere decir que:
“Los partidos se alinean de
manera asombrosa alrededor de la línea, de nuestra “super-dimensión”. Los
partidos de izquierda económicamente también son socialmente liberales (IU,
BNG, PSOE). Y a la inversa para los de derechas (CIU, PP).”
Sin embargo, esto no ocurre de la
misma manera en otros países, con izquierdas económicas contrarias al
matrimonio homosexual y derechas económicas socialmente liberales. El otro día,
en un encuentro que organizaba Borja Lasheras, había representantes de las
organizaciones Open Europe y Con Ucrania. Era un evento sobre las
guerras de desinformación, y el profesor Peter Pomerantsev contó cómo se manipulaba
la información en Rusia. Alertó de los riesgos de pensar que todo es una
conspiración en la que poco podemos hacer. Borja Lasheras, en su intervención,
comentó los riesgos del relativismo ante las opiniones reaccionarias. Un
conocido opositor ruso, Ilya Yashin, contó cómo le espiaban constantemente
y cómo le habían llegado a detener las autoridades rusas. Más tarde algunas chicas
rusas y ucranianas, entre cervezas, nos contaron cómo veían el
tratamiento que hacían sobre Ucrania y Rusia las izquierdas españolas. Nos
pintaron un escenario apocalíptico, con simpatizantes de Izquierda Unida y
Podemos llegando a agredirles físicamente ante una especie de asentimiento
general. No sé si será del todo cierto o no, aunque sí sé que podemos evaluar
la cercanía o lejanía respecto a Rusia de la vieja-nueva izquierda si revisamos
sus posturas. Las personas que nos contaban esto, aunque ya digo que podían
estar exagerando, eran lo más parecido a la idea de lo que a mí me gustaría que
fuera Europa: abierta, cosmopolita y liberal. Defendían el multiculturalismo,
el matrimonio homosexual, la libertad de prensa y la igualdad entre hombres y
mujeres. Todos nosotros, desde luego, hubiéramos salido con la chica rusa, que volvió
trágicamente a Moscú al día siguiente. Putin representa lo contrario al
concepto de Open Europe. Igual estaría bien que reflexionáramos sobre lo
que creemos que lleva a los objetivos que casi todos en España nos planteamos
válidos.
Escribo esto porque mientras nos
contaban todas estas historias recordé la broma del Ejército Ruso en el Teatro
Cervantes. Al día siguiente me iba a Barcelona y olvidé poner las ideas en
orden. Solo vean este vídeo de lo que es un gran negocio, con los aplausos en
el “Viva España”:
Hay un comentario glorioso al vídeo:
“Qué tontería es esa escribir que canta
ejército ruso, ¿estáis ciegos o qué? con bandera ucraniana no pueden cantar los
rusos, cabrones, malnacidos, es la bandera ucraniana, que se ve, azul y
amarilla, y es ejército ucraniano, que canta, querría saber que tonto escribe
esas blasfemias”.
El Ejército Ruso volvió a actuar
en Málaga el 6 de enero de 2016. Desgraciadamente me lo perdí. Este Blog les
avisará cuando vuelvan por España para que puedan ver el maravilloso
espectáculo. Y cuando nos pongamos en pie con el “Viva España”, quedará bien
claro que Víctor Lapuente Giné no tiene razón: no somos políticamente
unidimensionales, somos unísonamente idiotas.
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