jueves, 21 de abril de 2016

La necesidad de ficción




En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Javier Marías se sorprende de hasta qué punto la ficción ha mantenido su fuerza e importancia. Las limitaciones de la ficción son muchas. Cioran aseguraba no leer novelas porque no podía interesarse por cosas que no han acontecido. La ficción tergiversa la realidad y nos confunde. La ficción, el relato, da sentido a todo aquello que no podemos entender. Escribe Javier Marías: “para que un personaje histórico y real permanezca en la memoria de las gentes, le es necesario revestirse de una dimensión imaginaria, o de ficción, que es lo que, por otra parte, va a acabar por falsearlo, difuminarlo y finalmente borrarlo en tanto que verdadero personaje histórico”.   

Mantiene Javier Marías que la importancia de la ficción reside en que “necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando, para fijarlo en la memoria sin peligro de rectificación. Necesitamos que algo pueda contarse a veces de cabo a rabo e irreversiblemente, sin limitaciones ni zonas grises o sólo con aquellas que el creador decida que formen parte de su historia. Sin posibles correcciones ni añadidos ni supresiones ni desmentidos ni enmiendas”. Es una necesidad de certeza, de seguridad. Es difícil no protegernos a nosotros mismos mediante mecanismos simplificadores que eviten la racionalidad inmediata de cada uno de nuestros actos: no podemos estar todo el día autojustificándonos. La ficción nos puede ayudar a hacer nuestra vida mejor. “Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, y por eso no debería dolernos tanto”, es seguramente la frase clave de la novela de Javier Marías Mañana en la batalla piensa en mí.

En la versión que planteó Keith Warner de la ópera Hänsel und Gretel en Frankfurt, todo lo que ocurre a partir del abandono de los niños pertenece al puro terreno imaginario. No es raro que los niños imaginen que sus padres los abandonan y piensen en cómo reaccionarían ante ello: yo hice cábalas durante una parte de mi infancia sobre cómo podría ganarme la vida junto a mi hermana si nos quedábamos, por lo que fuera, solos para siempre. La puesta en escena resulta disparatada desde cualquier punto de vista racional, todo lo que ocurre es grotesco, radicalmente inverosímil: es el punto de vista de unos niños desvalidos que viven todo como un juego algo macabro. En cuanto se abre el telón y empieza la obertura, todos aceptamos meternos en mundos imaginarios: lo primero que se ve es un teatro de marionetas donde los niños recrean lo que les va a ocurrir. Con ello juega Keith Warner, que nos cuenta la historia con unas marionetas antes de que ocurra en la representación: sin aditivos y terriblemente cruel. Es un recurso archiconocido; Hamlet desenmascara a Claudio a través de la representación teatral y los espectadores descubrimos que lo imaginario que se nos va a contar no es, tampoco, pretendidamente real. En todo momento de la obra se mantiene el teatrillo de marionetas sobre el escenario: curiosamente ahí está la cruda realidad de los niños, que acaban enfrentándose con un pederasta. Tras atravesar el imaginario infantil y acabar en la casa de chocolate-sexual, los niños aparentemente se mantienen felices y vencen sus dificultades. Sabemos, sin embargo, que no es cierto porque en el último momento de la obra todos se dirigen al teatrillo de marionetas, el último sustento que los mantenía cuerdos. Cuando se acaba la representación se acaba a la vez el mundo imaginario de los niños y el nuestro: los espectadores volvemos a nuestra vida real de inseguridades y los niños con el pederasta. 

El mismo Keith Warner lleva en la ópera Falstaff de Verdi la farsa al extremo. El personaje de Falstaff, de algunas de las obras de Shakespeare, es un tipejo mentirosillo, cobardón, pendenciero y festivo. Aparentemente una comedia de engaños arquetípica, Keith Warner consigue convertirla en una reflexión sobre la alegre necesidad del autoengaño, siempre de la mano del muy cutre Falstaff. Al final de la ópera todos los personajes cantan, mientras sobre el escenario ocurren todo tipo de fantasías y triquiñuelas, el final del libreto de Arrigo Boito versionando a Shakespeare: 

“Todo en el mundo es burla.
 El hombre ha nacido burlón, 
en su cerebro vacila
siempre su razón.
¡Todos embaucados!
Todo hombre se ríe
de los demás mortales,
mas ríe mejor quien ríe el último.” 

En una representación de La Flauta Mágica que vi en Praga, el mismo Mozart es un personaje de la ópera. Esta ópera se convierte así en una reflexión sobre la creación, el éxtasis creativo y las múltiples vidas que operan en nosotros gracias a la narrativa. Las palabras de Javier Marías sobre la necesidad de algo que se mantenga incólume se hacen presentes cuando, en un momento dado de éxtasis creativo, Mozart se desdobla del plano creativo y entra en su propia ficción evitando el suicidio del personaje de Pamina. La flauta mágica que Tamino toca en otras representaciones es el poder divino de la creación, con el que el Mozart prefigurado vence, temporalmente, la muerte a la que sabemos que, tanto en la ópera como en la realidad, estaba inevitablemente abocado. El personaje de Mozart muere en la última escena de la ópera, cuando la música se acaba. El Mozart real murió dos meses después de componer La Flauta Mágica. La enfermedad que lo llevó a la muerte comenzó en una visita a Praga. “Siento definitivamente”, le dijo a su esposa, “que no estaré mucho más tiempo; estoy seguro que he sido envenenado. No puedo librarme de esta idea”. Mozart venció en los mundos de la ficción a la muerte con La Flauta Mágica y el Réquiem que se escribió a sí mismo.

La vida real es muy complicada y difícil de aceptar, conocido el desenlace que nos espera a todos. Es normal y sano que cada uno de nosotros construyamos en la medida de nuestras posibilidades ficciones que nos proporcionen un cierto sustento. Inevitablemente, el hecho de contar un hecho pasado o proyectarse en el futuro incluye un cierto grado de relato y narrativa. Hacemos ficción porque somos humanos. El cultivo individual de la ficción y del mundo interior proporciona seguramente una complejidad vital que es positivo mantener. Estas ficciones son sagradas y, a su modo, intocables. 

El problema es que en el debate público las ficciones son, ay, peligrosas. Dice Javier Marías en su discurso que “toda transcripción de hechos, datos y acontecimientos está condenada a ser provisional y a ser «infiel». Por mucho que el historiador, el biógrafo, o el erudito se empeñen en ser «fieles» a carta cabal, su capacidad para serlo es limitada, su visión es subjetiva, su conocimiento es parcial, sus aseveraciones son transitorias, y además, al recurrir a la palabra, están echando mano, como vimos antes, de un instrumento impreciso”. Lo mismo ocurre con todo debate en la ciencia social. Pretender asirnos a la seguridad de las ficciones en el debate público es contraproducente. Buscar explicaciones totales, absolutas y unívocas a problemas complejos no soluciona ninguno de los dilemas a los que nos enfrentamos. Sorprende encontrar un entusiasmo parecido al que se mantiene con las ficciones en lo político y grupal, vistas algunas de las consecuencias de pasadas ficciones colectivas. Particularmente en el discurso de cierta izquierda y determinados nacionalismos encontramos el recurso a la ficción, la vuelta a un romanticismo emancipador que nos liberará de nuestros problemas. Resulta más fácil debatir sobre lo malos que son unos y otros que argumentar sobre las complejidades del mercado laboral, la política energética y la crisis de refugiados. Habría que aceptar que no son válidas todas nuestras cábalas sino que tenemos que sostener nuestras posturas con la argumentación, la racionalidad y toda la ristra posible de evidencia que seamos capaces de acumular. Esto es algo que no puede gustar al que ya ha hecho su propia ficción de lo que ha de ser el futuro de todos. Es aquí donde entra Rawls y su concepto de razón pública, que nos puede ayudar a distinguir qué elementos entran y cuáles no en el debate público. Que compita un liberalismo cívico y pausado contra un comunalismo apasionado y soñador es algo difícil de lograr en esta época sentimental. 

Tengamos un debate sereno y a poder ser aburrido. No vaya a ser que acabe la música, nuestros padres se hayan ido y tengamos al pederasta debajo de la cama.



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