En su discurso de ingreso en la
Real Academia Española, Javier Marías se sorprende de hasta qué punto la
ficción ha mantenido su fuerza e importancia. Las limitaciones de la ficción
son muchas. Cioran aseguraba no leer novelas porque no podía interesarse por
cosas que no han acontecido. La ficción tergiversa la realidad y nos confunde. La
ficción, el relato, da sentido a todo aquello que no podemos entender. Escribe
Javier Marías: “para que un personaje histórico y real permanezca en la
memoria de las gentes, le es necesario revestirse de una dimensión imaginaria,
o de ficción, que es lo que, por otra parte, va a acabar por falsearlo,
difuminarlo y finalmente borrarlo en tanto que verdadero personaje histórico”.
Mantiene Javier Marías que la
importancia de la ficción reside en que “necesitamos saber algo enteramente
de vez en cuando, para fijarlo en la memoria sin peligro de rectificación.
Necesitamos que algo pueda contarse a veces de cabo a rabo e irreversiblemente,
sin limitaciones ni zonas grises o sólo con aquellas que el creador decida que
formen parte de su historia. Sin posibles correcciones ni añadidos ni
supresiones ni desmentidos ni enmiendas”. Es una necesidad de certeza, de
seguridad. Es difícil no protegernos a nosotros mismos mediante mecanismos
simplificadores que eviten la racionalidad inmediata de cada uno de nuestros
actos: no podemos estar todo el día autojustificándonos. La ficción nos puede
ayudar a hacer nuestra vida mejor. “Vivir en el engaño es fácil, y aún más,
es nuestra condición natural, y por eso no debería dolernos tanto”, es seguramente
la frase clave de la novela de Javier Marías Mañana en la batalla piensa en
mí.
En la versión que planteó Keith
Warner de la ópera Hänsel und Gretel en Frankfurt, todo lo que
ocurre a partir del abandono de los niños pertenece al puro terreno imaginario.
No es raro que los niños imaginen que sus padres los abandonan y piensen en
cómo reaccionarían ante ello: yo hice cábalas durante una parte de mi infancia
sobre cómo podría ganarme la vida junto a mi hermana si nos quedábamos, por lo
que fuera, solos para siempre. La puesta en escena resulta disparatada desde
cualquier punto de vista racional, todo lo que ocurre es grotesco, radicalmente
inverosímil: es el punto de vista de unos niños desvalidos que viven todo como
un juego algo macabro. En cuanto se abre el telón y empieza la obertura, todos
aceptamos meternos en mundos imaginarios: lo primero que se ve es un teatro de
marionetas donde los niños recrean lo que les va a ocurrir. Con ello juega
Keith Warner, que nos cuenta la historia con unas marionetas antes de que
ocurra en la representación: sin aditivos y terriblemente cruel. Es un recurso
archiconocido; Hamlet desenmascara a Claudio a través de la representación
teatral y los espectadores descubrimos que lo imaginario que se nos va a contar
no es, tampoco, pretendidamente real. En todo momento de la obra se mantiene el
teatrillo de marionetas sobre el escenario: curiosamente ahí está la cruda
realidad de los niños, que acaban enfrentándose con un pederasta. Tras
atravesar el imaginario infantil y acabar en la casa de chocolate-sexual, los
niños aparentemente se mantienen felices y vencen sus dificultades. Sabemos,
sin embargo, que no es cierto porque en el último momento de la obra todos se
dirigen al teatrillo de marionetas, el último sustento que los mantenía
cuerdos. Cuando se acaba la representación se acaba a la vez el mundo
imaginario de los niños y el nuestro: los espectadores volvemos a nuestra vida
real de inseguridades y los niños con el pederasta.
El mismo Keith Warner lleva en la
ópera Falstaff de Verdi la farsa al extremo. El personaje de Falstaff, de
algunas de las obras de Shakespeare, es un tipejo mentirosillo, cobardón,
pendenciero y festivo. Aparentemente una comedia de engaños arquetípica, Keith
Warner consigue convertirla en una reflexión sobre la alegre necesidad del
autoengaño, siempre de la mano del muy cutre Falstaff. Al final de la ópera todos
los personajes cantan, mientras sobre el escenario ocurren todo tipo de
fantasías y triquiñuelas, el final del libreto de Arrigo Boito versionando a
Shakespeare:
“Todo en el mundo es burla.
El hombre ha nacido burlón,
en su cerebro vacila
siempre su razón.
¡Todos embaucados!
Todo hombre se ríe
de los demás mortales,
mas ríe mejor quien ríe el
último.”
En una representación de La
Flauta Mágica que vi en Praga, el mismo Mozart es un personaje de la ópera.
Esta ópera se convierte así en una reflexión sobre la creación, el éxtasis
creativo y las múltiples vidas que operan en nosotros gracias a la narrativa.
Las palabras de Javier Marías sobre la necesidad de algo que se mantenga
incólume se hacen presentes cuando, en un momento dado de éxtasis creativo,
Mozart se desdobla del plano creativo y entra en su propia ficción evitando el
suicidio del personaje de Pamina. La flauta mágica que Tamino toca en otras
representaciones es el poder divino de la creación, con el que el Mozart
prefigurado vence, temporalmente, la muerte a la que sabemos que, tanto en la
ópera como en la realidad, estaba inevitablemente abocado. El personaje de
Mozart muere en la última escena de la ópera, cuando la música se acaba. El
Mozart real murió dos meses después de componer La Flauta Mágica. La
enfermedad que lo llevó a la muerte comenzó en una visita a Praga. “Siento
definitivamente”, le dijo a su esposa, “que no estaré mucho más tiempo;
estoy seguro que he sido envenenado. No puedo librarme de esta idea”.
Mozart venció en los mundos de la ficción a la muerte con La Flauta Mágica
y el Réquiem que se escribió a sí mismo.
La vida real es muy complicada y
difícil de aceptar, conocido el desenlace que nos espera a todos. Es normal y
sano que cada uno de nosotros construyamos en la medida de nuestras
posibilidades ficciones que nos proporcionen un cierto sustento.
Inevitablemente, el hecho de contar un hecho pasado o proyectarse en el futuro
incluye un cierto grado de relato y narrativa. Hacemos ficción porque somos
humanos. El cultivo individual de la ficción y del mundo interior proporciona
seguramente una complejidad vital que es positivo mantener. Estas ficciones son
sagradas y, a su modo, intocables.
El problema es que en el debate
público las ficciones son, ay, peligrosas. Dice Javier Marías en su discurso
que “toda transcripción de hechos, datos y acontecimientos está condenada a
ser provisional y a ser «infiel». Por mucho que el historiador, el biógrafo, o
el erudito se empeñen en ser «fieles» a carta cabal, su capacidad para serlo es
limitada, su visión es subjetiva, su conocimiento es parcial, sus aseveraciones
son transitorias, y además, al recurrir a la palabra, están echando mano, como
vimos antes, de un instrumento impreciso”. Lo mismo ocurre con todo debate
en la ciencia social. Pretender asirnos a la seguridad de las ficciones en el
debate público es contraproducente. Buscar explicaciones totales, absolutas y unívocas
a problemas complejos no soluciona ninguno de los dilemas a los que nos
enfrentamos. Sorprende encontrar un entusiasmo parecido al que se mantiene con
las ficciones en lo político y grupal, vistas algunas de las consecuencias de
pasadas ficciones colectivas. Particularmente en el discurso de cierta
izquierda y determinados nacionalismos encontramos el recurso a la ficción, la
vuelta a un romanticismo emancipador que nos liberará de nuestros problemas.
Resulta más fácil debatir sobre lo malos que son unos y otros que argumentar sobre
las complejidades del mercado laboral, la política energética y la crisis de
refugiados. Habría que aceptar que no son válidas todas nuestras cábalas sino
que tenemos que sostener nuestras posturas con la argumentación, la
racionalidad y toda la ristra posible de evidencia que seamos capaces de
acumular. Esto es algo que no puede gustar al que ya ha hecho su propia ficción
de lo que ha de ser el futuro de todos. Es aquí donde entra Rawls y su concepto
de razón pública, que nos puede ayudar a distinguir qué elementos entran y
cuáles no en el debate público. Que compita un liberalismo cívico y pausado contra
un comunalismo apasionado y soñador es algo difícil de lograr en esta época
sentimental.
Tengamos un debate sereno y a
poder ser aburrido. No vaya a ser que acabe la música, nuestros padres se hayan
ido y tengamos al pederasta debajo de la cama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario