Detrás de este
artículo de José Marcos en El País sobre
la banalización que supone llamar presos políticos a los dirigentes catalanes,
hay una bonita historia que nos habla de esa España dictatorial que ya no
existe. Esa España estaba llena de personajes con historias trágicas que
luchaban contra una verdadera dictadura criminal que tenía auténticos presos
políticos. Como en el artículo dice Carles Vallejo, presidente de la Asociación
Catalana de Expresos Políticos del Franquismo, los dirigentes catalanes no son
presos políticos porque no “podemos hacer una equivalencia que no es real entre
la democracia contra el fascismo o una dictadura. No podemos hacer esa
identificación, sobre todo de cara a las nuevas generaciones”.
Da pena que se
hable de estas personas solo para contraponerlas con los que han subvertido
ilegalmente el ordenamiento constitucional. Sus historias merecen la pena de
por sí. En el mismo artículo de El País,
el antiguo exdirigente del PCE (internacional) Raúl Herrero prefiere hablar de
Dolores González Ruiz (Lola) que de sí mismo y las palizas que le metieron en
la Dirección General de Seguridad. La vida de Lola, que perdió primero a su
novio y luego a su marido por muertes vinculadas a la extrema derecha,
constituye una de las historias más tristes de la Transición Española. Al final
del artículo en El País, Antonio
Gallifa cuenta cómo le torturaron mientras era dirigente del PCE y que no
confesó nada.
Hay un hilo novelístico
entre los protagonistas del artículo. Antonio Gallifa, que fue expulsado del
Colegio del Pilar de Madrid y llegó a ser alumno de Althusser en el París de los
sesenta, conoció a Lola en la cárcel tras haber sido condenado por sus ideas
políticas. Lola, que acababa de entrar en el PCE tras la trágica muerte de
Enrique Ruano y la inmolación del Frente de Liberación Popular, tenía la misión
de comunicarse clandestinamente con algunos dirigentes del PCE encarcelados. A
partir de sus encuentros en la cárcel, los dos se hicieron grandes amigos. Viajaron
juntos por diversos sitios, y estuvieron vinculados con la Oposición de Izquierdas
del PCE. Tras el fatal atentado contra los abogados de Atocha, Antonio Gallifa
tuvo el encargo del partido de decirle a la maltrecha Lola que su marido Javier
había muerto.
Cuarenta años
después, el obituario que escribió Antonio Gallifa tras la muerte de Lola en
2015 es precioso. Le cuenta a Lola todo lo que no pudo ver tras el Atentado de
Atocha, y recuerda “aquellas
larguísimas conversaciones que manteníamos en grupo hasta altas horas de la
madrugada acerca de cómo debía ser el socialismo por el que luchábamos, de cómo
combinar nuestra discrepancia, tantas veces necesaria, dentro del Partido, con
la necesidad de la disciplina”.
Independientemente de lo disparatado que
pudiera ser en ocasiones el antifranquismo, sus presos políticos eran tan reales
como la dictadura contra la que luchaban. Las nuevas generaciones haríamos bien
en comprender las historias de los que fueron presos políticos hace no tanto
tiempo, y hacer menos caso a los que pretenden equiparar una democracia europea
con una dictadura con objetivos espurios. Si entendemos bien lo que significa
ser un preso político y vivir en una dictadura, quizás comencemos a valorar más
lo mucho que tenemos.
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