Últimamente hay cierta confusión
en torno a qué hago con mi vida. La verdad es que no me extraña. Mi enemigo
Javier Padilla y yo manteníamos un pulso secreto por ver quién era más exitoso.
Cuando empezó la disputa, en 2020, un Javier Padilla era un prometedor médico
de familia que había escrito un libro y el otro Javier Padilla era un prometedor estudiante de
doctorado en Ciencias Políticas que había escrito un libro. Hoy un Javier Padilla es
Secretario de Estado de Sanidad y el otro Javier Padilla, que paso por ser yo, sigue
haciendo el mismo doctorado. Para colmo, no han parado de aparecer Javier
Padilla, y todos son escritores más exitosos que yo. La batalla está perdida.
Quizás por la proliferación de
Javier Padillas nadie sabe a qué me dedico. En Tinta Libre, revista en la que
he empezado a colaborar, escribieron hace un par de meses que “Javier Padilla
es filósofo”; para una presentación en Málaga la editorial Libros del Asteroide
ha escrito que “Javier Padilla es historiador”; en Librería Luces han optado
por tirar la casa por la ventana y prefieren decir que “Ignacio (sic) Padilla
es periodista y escritor” (el único Ignacio Padilla malagueño que podría
encajar en la descripción es mi tío, pero por desgracia trabaja en aduanas y no
ha escrito un artículo periodístico en su vida); en mis artículos en El País y
Agenda Pública aparezco como “Doctorando en CUNY”; en Letras Libres soy “autor
de A finales de enero”; en Planeta de Libros me definen como “graduado en
Derecho y Administración de Empresas y máster en Filosofía y Políticas Públicas”;
en la Fundación La Caixa, quizás porque la he escrito yo, aparece la definición
que siento más cercana: “estudiante de doctorado de Ciencias Políticas”.
Este problema no tiene solución a
corto plazo. Quizás un día tenga un trabajo estable y lo que viene llamándose
una profesión; esperemos que no. Mientras tanto, las dos descripciones cortas
que deberían usarse en público son “Javier Padilla, algo” y “Javier Padilla es
Javier Padilla”.
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2023 ha sido un gran año a nivel
profesional para mis amigos: Carlos ha firmado un contrato para que hagan una
película de su artículo en The Atavist y su libro va a ser un bombazo, Ricky ha
escrito uno de los mejores libros del año en España (de verdad, tenéis que leer
Mi padre alemán), María ha ganado un Goya y se ha hecho viral en Twitter,
Belén rechazó un doctorado en Harvard y se ha ido a estudiar economía a Milán… Si
ampliamos un poco el círculo a personas que conozco de hace muchos años, las
cosas no son menos impresionantes: Alejandro ha dirigido una exitosa película
que seguramente gane el Goya el año que viene, Alba ha ganado la Beca Leonardo
de Creación Literaria… Han llegado muy jóvenes a metas que no podían ni imaginar
hace unos años, pero mi sensación es que en cierto modo todo sigue igual. Creo
que mis amigos están contentos, pero también agobiados: sus éxitos no les han
hecho menos precarios, sus dificultades quizás no sean para llegar a fin de
mes, pero sí para verse con unos ingresos estables a medio plazo. Gracias a que
destacan consiguen seguir haciendo lo que les gusta, que es el verdadero premio.
Más allá de Belén, a mis amigos
que se dedican a la academia no les va tan bien. Independientemente de lo que
estemos haciendo y de cómo nos esté yendo, todos sentimos que no valemos (quién
le diría a mi yo de hace unos años que los doctorados en sitios como Harvard,
NYU y Oxford tienen problemas de autoestima). Es algo impresionante ver cómo la
academia hace estragos la autoestima de los futuros investigadores. Hay quien
lo lleva bien, pero es difícil que alguien que no venga de una familia de
investigadores entienda por qué demonios una persona en su sano juicio haría un
doctorado. En mi entorno cuesta mucho entender que esté tardando tanto en hacer
el doctorado; a mí me asombra que alguien lo haga en tres años y quiero alargar
el mío todo lo posible. Percibo que hay cierta confianza puesta en mí, que se
va renovando con los premios y becas que (de momento) sigo recibiendo, pero todo
tiene un límite: en un festival de música este verano, un tipo encocado de 45
años que le ponía los cuernos a su mujer me llamó “sinvergüenza” cuando se
enteró de que tenía 30 años (cumplía 31 esa semana) y seguía en la universidad.
La gran ventaja de hacer un doctorado comparado con opositar es que nadie sabe
del todo qué estás haciendo ni cómo evaluar lo bien o mal que te va. A
diferencia de muchos de mis amigos, a mí el doctorado me está encantando: me da
(de momento) algo de dinero y mucha libertad. Mi sueño sería hacer el paso
directo del doctorado a la jubilación, una vida entera sin jefes ni cotizaciones
a la seguridad social.
Yo tengo una faceta académica y
otra cultural, ¿qué podría salir mal? Mi vida cultural en 2023 no ha ido del
todo bien: Vida y Obra de Gabriel Maceli Campalans fue un fracaso
comercial (“tu libro es el que menos se ha vendido de la colección, pero los
que lo han leído lo han disfrutado muchísimo y se lo recomiendan a todo el
mundo”, me vino a decir mi editor con mucho tacto) y Televisión Española ha
empezado a hacer una serie con el mismo argumento que A finales de enero,
pero sin pagar derechos de autor ni reconocer de dónde viene la inspiración. Mi
vida académica ha ido mejor: me han dado varias becas para poder seguir con mis
planes un par de años más, he publicado un par de cosas y es probable que otro
par salga el año que viene. Tengo un proyecto en el que llevo casi tres años y
me deben quedar otros tres años. Mi problema: cuando empiezo a hacer algo que
me interesa, independientemente de si tiene sentido o no, no soy capaz de
diversificar. Esto puede salir muy bien o muy mal. Para quitarme presión, ya
tengo preparado mi plan B. Si no consigo que mis proyectos salgan adelante, viviré
de los éxitos de mis amigos: “Javier Padilla jugó al fútbol con Carlos Barragán,
compartió ciudad con María Herrera y se toma cervezas con Ricardo Dudda”.
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Llevo todo 2023 queriendo
escribir algo en el blog o en mi diario, pero he sido incapaz. He apuntado
ideas en el móvil, pero algo me ha paralizado. No es que no haya escrito cosas,
pero han sido sobre todo tonterías. No es una forma despectiva de referirme a
lo que escribo, sino una realidad: las únicas cosas que he escrito en mi tiempo
libre han sido historias para mis amigos de Málaga, y son verdaderamente estúpidas.
Este año he viajado mucho, quizás demasiado. Ha sido en los aeropuertos, que cada
vez odio más, donde he pensado más sobre mi vida y donde más he sentido que
tenía que escribir. 2023 ha sido un año muy largo que ha tenido muchas etapas,
quizás porque he estado en muchos pisos y ciudades diferentes. He trabajado mucho,
lo que ha afectado negativamente a que se me ocurran buenas ideas y a que esté
atento a lo que ocurre a mi alrededor. En las últimas semanas he estado más
tranquilo, he escuchado mucha música clásica y me ha dado tiempo a reflexionar sobre
lo que me ocurre. A la vuelta a Málaga, he tenido la misma certeza de siempre: todo
lo que ocurre verdaderamente importante en mi vida, descontando a Belén, está
aquí. Lo demás es una especie de simulacro divertido. Como vuelvo cada cinco o
seis meses, los primeros días a la vuelta son siempre un shock acelerado de
noticias que me afectan profundamente. Luego la cosa se calma y empieza la
rutina de amigos y familia. Yo sé que lo más probable es que acabe viviendo en
Madrid, pero me cuesta mucho meterme en la cabeza (por muy irracional que sea) que
si vuelvo a España no sea para volver a mi ciudad, concretamente a mi barrio.
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Un viernes de noviembre fuimos a
uno de los conciertos que dio Vulfpeck en Nueva York. Ya hacía meses que Griffin
había comprado entradas para todos, era el evento del año. Belén estaba en Nueva
York y todo era felicidad. Aunque el sonido no fue el mejor del mundo, salimos
encantados de nuestra vida. Dos días más tarde, Belén ya se había ido a Milán y
fui a comer con Lucía, mi compañera de piso, a casa de Álvaro y Sukanya. Era
domingo y era el día del último concierto que daba Vulfpeck en Nueva York. Griffin
estaba escalando y Lucía, que es su pareja, dijo que Griffin le había dicho que
lo que más le gustaba en el mundo era un concierto de Vulfpeck. Más todavía: Griffin
sentía que se encontraba a sí mismo en estos conciertos, “era el sitio en que
él quería estar”. Todos, incluyendo a Griffin, acabaron comprándose entradas para
el concierto de Vulfpeck de esa noche. “Yo si Griffin es feliz soy feliz”,
decía Lucía.
En diciembre, mi madre me visitó
en Nueva York. Yo llevaba meses esperando a que llegara diciembre porque sabía
que en Lincoln Center iban a representar Tannhäuser, la ópera de Wagner.
Yo siempre consigo entradas con mucho descuento por ser un joven estudiante (mi
objetivo vital: hacer directamente la transición de joven estudiante a
honorable jubilado), pero para esta ópera no había entradas a precio reducido. El
domingo por la mañana era la única oportunidad para que yo fuera al Tannhäuser,
así que nos levantamos pronto para ir al Lincoln Center y comprar las entradas más
baratas que hubiera sin descuento (sorprendentemente, el precio fue bastante
decente y se veía muy bien). Yo estaba emocionado. En cuanto sonó la primera
nota ya estaba llorando y pensé que Wagner era mi Vulfpeck. Llevaba varias
semanas obsesionado con Tannhäuser, escuchando una y otra vez los
programas sobre Tannhäuser y cualquier cosa relacionada con Wagner de Música
y Significado, del gran Luis Ángel de Benito. En las semanas anteriores
había escuchado todas las oberturas de las óperas de Wagner, me había leído la
biografía de Wagner escrita por Barry Millington, me había preparado las
distintas escenas de Tannhäuser, había ojeado las partituras de la
obertura y había estudiado los significados de todos los motivos, revisando una
y otra vez la historia detrás de la ópera. Tanto sabía sobre Tannhäuser que
me puse los subtítulos en alemán y me enteré de casi todo. Lo que más desearía
en el mundo es asistir al Festival de Bayreuth. ¿Podría ser que entre los
lectores de este blog hubiera uno lo suficientemente pudiente y generoso como
para hacer mi sueño realidad?